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La Europa que impone y sanciona
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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La Europa que impone y sanciona

El comisario europeo de Presupuestos, Janusz Lewandowski, lo explicó en el Congreso con crudeza: “Estamos en una era intergubernamental. Es triste, pero es la realidad”. Traducido

El comisario europeo de Presupuestos, Janusz Lewandowski, lo explicó en el Congreso con crudeza: “Estamos en una era intergubernamental. Es triste, pero es la realidad”. Traducido de la jerga bruselense, “intergubernamental” quiere decir que las decisiones en Europa las toman los gobiernos –unos gobiernos muy concretos-, en menoscabo de las instituciones europeas. Se percibe Europa, añadió, como algo que “impone y sanciona”. El comisario lo expresó con una mezcla de tristeza y resignación, consciente de la traición que significa a la esencia de Europa que Merkozy imponga su Diktat.

Da idea de la deriva que están tomando los acontecimientos el hecho de que hoy Europa se exprese en porcentajes, cifras de déficit, primas de riesgo, cierre de bolsas, medidas de ajuste. Estoy por escribir que la Europa que se empezó a construir en 1952 no tiene nada que ver con el lugar donde vivimos hoy, y que nadie sabe cómo defender aquello. Pero no lo voy a hacer, para no caer en el recurso que ya criticaba Romain Gary en su brillante novela ensayística Europa: “Los editoriales de los periódicos se hinchaban a hablar del ‘fracaso del espíritu europeo’ como si pudiera haber algo en común entre este espíritu y la Europa de los mercados, las sociedades anónimas y de las cuotas. Desde hacía años, en las grandes conferencias sobre la patria de Valéry, de Barbusse y de Thomas Mann, sólo se discutía del ejército y de economía”. No todo sigue igual. Ahora ya tampoco debatimos sobre el ejército.

No se trata de esgrimir un nacionalismo autárquico, sino de reivindicar la idea política que latió tras el proyecto europeo desde los inicios: una unión democrática de países soberanos que se autogobiernan juntos

Sólo se habla de reformas económicas. Es curioso cómo una palabra con connotaciones positivas puede llegar a hacerse odiosa. Las “reformas” en Europa sugerían progresos, mejoras en la vida de los ciudadanos. No hay que remontarse muy lejos en el tiempo. Todavía en nuestra Transición, pronunciar “Ley para la Reforma política” dejaba un regusto a esperanza. Todavía significaba futuro. El impulso reformista de Merkel sólo sabe a carnaza para acreedores.

Y ni siquiera es ese el mayor fracaso del espíritu europeo. Con ser cruciales, ni la paz ni la unidad en el viejo continente han constituido los mayores logros de la UE. Muchas veces, en la historia de Europa, se concibió esa unidad de países soberanos, aunque siempre a las órdenes de un solo país, de un solo hombre. Tener toda Europa bajo su dominio fue el sueño compartido por Napoleón y Hitler. Por el contrario, el gran logro de la UE consistía en lograr una unión voluntaria y democrática. Los países cederían soberanía para compartirla, en lugar de serles ésta arrebatada en una guerra por el más fuerte. Ahora no hay guerra, pero las decisiones han perdido su carácter democrático y Alemania acumula toda la soberanía que fuimos cediendo los demás.

Está ocurriendo ante nuestros ojos: la vieja comunidad de países que decidía conjuntamente sobre su futuro se está convirtiendo en un Land. No sería tan problemático si nos dejaran votar al canciller alemán. Sucede que cuando más necesitamos el Gobierno común, más se hace notar ese directorio que impone y sanciona, sin que lo hayamos elegido. En las cumbres, se ha llegado a plantear que los países deudores pierdan el derecho al voto si no cumplen sus compromisos, reinventando así una extraña democracia censitaria de carácter supranacional.

Las instituciones comunitarias carecen de suficiente fe europea como para reivindicarse a sí mismas. Los ministros nacionales no protestan ante la deriva intergubernamental. Al contrario, acuden con la cabeza gacha a rendir cuentas a Olli Rehn para anunciarle que sus deseos serán satisfechos; reforman las constituciones nacionales al antojo de los acreedores alemanes. A modo de consuelo, un comisario polaco se deja caer por Madrid para denunciarlo ante los parlamentarios. No es una cuestión de soberanía, sino de democracia. No se trata de esgrimir un nacionalismo autárquico, sino de reivindicar la idea política que latió tras el proyecto europeo desde los inicios: una unión democrática de países soberanos que se autogobiernan juntos. Lo contrario, estar bajo la bota de un país, ya lo hemos vivido antes los europeos. Y no salió bien.

El comisario europeo de Presupuestos, Janusz Lewandowski, lo explicó en el Congreso con crudeza: “Estamos en una era intergubernamental. Es triste, pero es la realidad”. Traducido de la jerga bruselense, “intergubernamental” quiere decir que las decisiones en Europa las toman los gobiernos –unos gobiernos muy concretos-, en menoscabo de las instituciones europeas. Se percibe Europa, añadió, como algo que “impone y sanciona”. El comisario lo expresó con una mezcla de tristeza y resignación, consciente de la traición que significa a la esencia de Europa que Merkozy imponga su Diktat.