Es noticia
¿Por qué no celebrar la catástrofe?
  1. España
  2. Palabras en el Quicio
Irene Lozano

Palabras en el Quicio

Por

¿Por qué no celebrar la catástrofe?

Hubo un tiempo en que el edificio de Bankia en Madrid constituía la materialización de un doble desafío. Aun siendo un modesto rascacielillos para quien conozca

Hubo un tiempo en que el edificio de Bankia en Madrid constituía la materialización de un doble desafío. Aun siendo un modesto rascacielillos para quien conozca los de Shanghai, su figura espigada despreciaba los límites a la construcción vertical que en otro siglo constreñían a los arquitectos y su inclinación desafiaba a la inapelable ley de la gravedad. Hoy su silueta torcida ya no apunta al cielo, sino al suelo. Y tal como se erigió en símbolo cuando todos los sueños eran alcanzables, ahora que todas las pesadillas parecen posibles, amenaza con convertirse en un inmenso sepulcro hecho de escombros.

El mismo skyline madrileño que hace unos años relataba historias de éxito ahora nos abruma con la narración de un fracaso. “¿Por qué hemos dejado de canturrear por lo bajo en los almuerzos?”, se preguntaba Virginia Woolf. Había tenido lugar la I Guerra Mundial: se había esfumado una forma de vivir con componentes tan ilusorios como el desafío a la ley de la gravedad.

El pesimismo que abate al 90% de los españoles no es un reflejo de la realidad, sino una manifestación de la pérdida en su aspecto simbólico. Ese 90% no ha perdido su empleo, ni sus ingresos, ni su casa, afortunadamente. Pero vivimos un duelo colectivo. Por eso encuentro impostado ese intento –concertado o desconcertado- de ciertos cargos públicos, periodistas y analistas por insuflar ánimos al país de forma artificial. No estamos tan mal –dicen- existen muchos sectores productivos intactos, seguimos haciendo cosas bien, los medios nos cebamos con las noticias negativas, soslayamos las positivas, y bla, bla, bla.

La hinchazón de la burbuja es la de un sistema político incapaz de autocontenerse y autorregularse para que sus dirigentes actuaran al servicio de los ciudadanos, no de los partidos. Los agujeros de Bankia son los de un sistema democrático que ha tolerado, cuando no estimulado, la corrupción, la mediocridad y la partitocracia

Nos animan a canturrear de nuevo en los almuerzos porque sí, como si fuéramos ese niño en edad de desprenderse del chupete al que se le habla de la generosidad de los Reyes Magos para ayudarle a superar la pérdida.

Se equivocan al infantilizar al público. En la edad adulta, la frustración por la pérdida de una ilusión no se combate con otra ilusión, sino admitiendo la verdad y armándose de valor para enfrentarse a ella. La ficción de los últimos años –con sus responsables políticos, económicos y financieros- va mucho más allá de la burbuja inmobiliaria. Consistía en relatarnos que éramos un país pujante, que al fin había alcanzado la modernidad, podía codearse con sus admirados vecinos europeos y tenía una poderosa democracia con instituciones homologables. Aspirábamos incluso a entrar en el selecto club del G-8. La ilusión ha tocado a su fin. Y pese a todo, hay motivos para festejar, señalados también por Woolf: “Si era una ilusión, ¿por qué no celebrar la catástrofe, fuese cual fuese, que destruyó la ilusión y puso la verdad en su lugar?

Hay razones para el optimismo, sin duda, pero pasan por nuestra capacidad de poner la verdad en su lugar, no por aferrarnos al efecto placebo de un relato tan falso como el anterior. La hinchazón de la burbuja es la de un sistema político incapaz de autocontenerse y autorregularse para que sus dirigentes actuaran al servicio de los ciudadanos, no de los partidos. Los agujeros de Bankia son los de un sistema democrático que ha tolerado, cuando no estimulado, la corrupción, la mediocridad y la partitocracia. La negativa a investigar Bankia encarna la feroz lucha de la elite negligente por su propia supervivencia. Una elite que ha carecido de visión de país y que, al ejercer hasta el límite su derecho al beneficio particular -político, económico o financiero-, ha conducido al país a la ruina.

Hubo un tiempo en que el edificio de Bankia en Madrid constituía la materialización de un doble desafío. Aun siendo un modesto rascacielillos para quien conozca los de Shanghai, su figura espigada despreciaba los límites a la construcción vertical que en otro siglo constreñían a los arquitectos y su inclinación desafiaba a la inapelable ley de la gravedad. Hoy su silueta torcida ya no apunta al cielo, sino al suelo. Y tal como se erigió en símbolo cuando todos los sueños eran alcanzables, ahora que todas las pesadillas parecen posibles, amenaza con convertirse en un inmenso sepulcro hecho de escombros.