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Privilegios y sueldos públicos
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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Privilegios y sueldos públicos

Orwell lo llamaba el “instinto infalible para tomar la decisión equivocada”, cualidad muy frecuente entre la llamada “clase política” y alimentada por el afán de preservar

Orwell lo llamaba el “instinto infalible para tomar la decisión equivocada”, cualidad muy frecuente entre la llamada “clase política” y alimentada por el afán de preservar los privilegios a toda costa. Establezcamos, para empezar, el gran privilegio de los cargos electos, y en particular de quienes manejan un presupuesto: no se trata de un teléfono ni de unos taxis, sino de la capacidad para controlar todos los resortes del Estado. Este privilegio lo ejerce de forma concreta un alcalde o un consejero, y de forma abstracta los dos grandes partidos, pues controlar la mayoría en el Congreso equivale a dominar el poder Ejecutivo, el Legislativo, grandes cotas del Judicial, altos tribunales, la televisión pública, las subvenciones y por tanto las afinidades venales, etcétera.

En lo tocante a los sueldos, el privilegio fundamental consiste en la facultad de autoasignarse su salario que tienen muchos altos cargos. Esto no sólo priva a las retribuciones de una coherencia jerárquica, sino también de toda racionalidad, objetividad y transparencia. Aquí no se aplica ningún principio objetivo, como la equiparación con el sector privado que rige en la administración británica. Así, un salario público debe ser similar al que se cobraría en el sector privado con una responsabilidad equivalente. En España esto se incumple a veces por exceso y otras por defecto. Algunos sueldos son escandalosamente bajos, como el del presidente del Gobierno (78.000€ anuales brutos) o el de un ministro (68.000€). Por el contrario, excede ese punto de equilibrio el sueldo del presidente del Poder Judicial (130.150€ anuales brutos). O que todos los diputados autonómicos salvo los de Murcia y Cantabria cobren más que los diputados nacionales, cuyo sueldo de 39.000€ equivale al del alcalde de Ambite, población de poco más de 500 habitantes.

La decisión de Dolores de Cospedal de no pagar a los diputados autonómicos los equipara a otra cámara bien singular: la de los Lores británica, cuyos representantes sólo cobran dietas. Claro que a ellos no les importa porque tienen títulos de barones, condes y otros por el estilo. Si el objetivo era expulsar de la política a los que no son ricos o rentistas, lo ha conseguido

¿Es lógico que el alcalde de Pozuelo de Alarcón (Madrid) cobre 85.000€ y un consejero catalán 108.000, mientras la vicepresidenta cobra 73.000€? La ausencia de jerarquía es idéntica a la existente entre los funcionarios: un sargento de los Mossos gana más que el capitán del mayor buque de la Armada. Racionalizar conllevaría, pues, aumentar el sueldo del presidente del Gobierno y bajar los de casi todos los presidentes autonómicos: Aragón (80.000€); Canarias (81.000€); Navarra (92.000€); Castilla-La Mancha (100.000€) son sólo algunas muestras.

Sin embargo, lo peor de los sueldos públicos lo ignoramos, porque vive en la opacidad de muchas de las 4.000 empresas públicas convertidas en vivero de “amigantes”. En lugar de responder con transparencia, hacerlo con marrullería no es una buena estrategia. La decisión de Dolores de Cospedal de no pagar a los diputados autonómicos los equipara a otra cámara bien singular: la de los Lores británica, cuyos representantes sólo cobran dietas. Claro que a ellos no les importa porque tienen títulos de barones, condes y otros por el estilo. Si el objetivo era expulsar de la política a los que no son ricos o rentistas, lo ha conseguido.

Entretanto, el PP se queda corto de coherencia porque todos sus diputados han votado en el Congreso contra una iniciativa para racionalizar los sueldos. Esto incluye objetivarlos. Muchos cargos con potestad absoluta para fijar su retribución no se han autorregulado, de ahí las arbitrariedades. Un criterio objetivo elemental en la política municipal y autonómica es la población. Pero existen otros, y no debe de ser tan difícil aplicarlos si lo han hecho por ejemplo en Francia, donde el salario de los ministros se establece en relación con el de los altos funcionarios, multiplicándolos en una proporción previamente establecida. Pues bien, todo esto propusimos en el Congreso la semana pasada: nadie votó a favor, y por el camino nos llamaron demagogos y antipolíticos. ¿Hay algo más antipolítico que votar por la perpetuación de privilegios, siguiendo ese infalible instinto para tomar la decisión equivocada? 

Orwell lo llamaba el “instinto infalible para tomar la decisión equivocada”, cualidad muy frecuente entre la llamada “clase política” y alimentada por el afán de preservar los privilegios a toda costa. Establezcamos, para empezar, el gran privilegio de los cargos electos, y en particular de quienes manejan un presupuesto: no se trata de un teléfono ni de unos taxis, sino de la capacidad para controlar todos los resortes del Estado. Este privilegio lo ejerce de forma concreta un alcalde o un consejero, y de forma abstracta los dos grandes partidos, pues controlar la mayoría en el Congreso equivale a dominar el poder Ejecutivo, el Legislativo, grandes cotas del Judicial, altos tribunales, la televisión pública, las subvenciones y por tanto las afinidades venales, etcétera.