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El hígado y la lengua española
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Irene Lozano

Palabras en el Quicio

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El hígado y la lengua española

Pese a su título, este artículo no trata acerca de la bilis, jugo dominante en el discurso nacionalista, sino de la elección, ya sea sobre la

Pese a su título, este artículo no trata acerca de la bilis, jugo dominante en el discurso nacionalista, sino de la elección, ya sea sobre la lengua en que deseamos educar a nuestros hijos o sobre si queremos donar los órganos al morir.

Si usted pregunta a sus amigos por qué en algunos países hay muchos donantes de órganos y en otros no, le contestarán que se debe a motivos culturales o religiosos, a la falta de tradición o al carácter intrínseco de los pueblos (unos generosos, otros insolidarios). Donar los órganos es una decisión importante, así que todos tendemos a pensar que debe de haber una razón profunda que explica esos comportamientos. ¿Y si les dijera que en Austria dona el 99% de la población y en Alemania el 12%? ¿O que en Bélgica lo hace el 98% de la gente y en Holanda el 27%? ¿Tan distintos son alemanes y austriacos o belgas y holandeses?

Si una decisión aparentemente nimia -la forma de redactar el formulario- tiene efectos abrumadores sobre nuestra decisión, no es difícil imaginar cómo una política pública que de forma infatigable tiende al monolingüismo puede condicionar las decisiones de los padres a la hora de elegir la lengua vehicular de sus hijos. Resulta fácil entender por qué la Generalitat pone tantas dificultades a los padres que quieren enseñanza en castellano para sus hijos. El discurso nacionalista asegura que son muy pocas las familias que lo piden, sugiriendo que ese el motivo de no ofrecerlo y dejando caer, de paso, que se trata de gente quisquillosa, anticatalana o algo peor. Pero a la luz de las investigaciones citadas más arriba, la relación causa-efecto podría ser la contraria: las familias no lo piden porque la forma oficial de presentar la elección las disuade deliberadamente de hacerlo.

En contra de lo que se nos da a entender, ninguna familia pide el catalán, ya que es la opción por defecto. Se presume el consentimiento de los padres para que sus hijos se eduquen en catalán, al margen de cuál sea su lengua materna. El castellano queda así como el opt-out -la opción de excluirse, podríamos traducir- y ya hemos visto que en estos sistemas la mayoría se deja llevar. De hecho, es un opt-out agravado, porque la elección de lengua con frecuencia ni siquiera figura en los formularios de escolarización (aunque sí ofrecen la dieta libre de cerdo, faltaría más), sino que la Consejería de Educación obliga a los padres a pedirlo por conductos excepcionales. Por si queda algún valiente, ya la Generalitat se encargó de asegurar que no cumpliría aquella sentencia del TSJC que obliga a impartir la clase en castellano sólo con que lo pida un alumno. Al abandonar lo marcado por el poder se paga un precio muy elevado, pues la salida es literal: a los niños se les separa del grupo. Pero no se llama marginación, sino atención individualizada, porque los nacionalistas siempre han limitado la libertad de elección muy amablemente. Por eso ahora nos explican que para ser buenos demócratas debemos estar de acuerdo en que ellos decidan sobre el destino de todos y por encima de la ley. Si en las aulas ha funcionado, ¿por qué no en todo el país?

Pese a su título, este artículo no trata acerca de la bilis, jugo dominante en el discurso nacionalista, sino de la elección, ya sea sobre la lengua en que deseamos educar a nuestros hijos o sobre si queremos donar los órganos al morir.

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