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Nemesio Fernández-Cuesta

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La desigualdad del esfuerzo

La sociedad puede y debe ayudar, pero el esfuerzo personal es insustituible. De él depende nuestro desarrollo, el de nuestras familias y el de la sociedad en su conjunto

Foto: Una trabajadora desinfecta un aula en Valencia. (EFE)
Una trabajadora desinfecta un aula en Valencia. (EFE)

En una economía social de mercado como la nuestra y, en general, en los sistemas democráticos, el equilibrio entre libertad e igualdad constituye la esencia del debate político. En mi opinión, uno de los mejores análisis es el que ofrece el profesor Félix Ovejero en 'Razones sobre la igualdad y el socialismo', reelaboración sobre un trabajo anterior e incluido como capítulo quinto de su libro 'La deriva reaccionaria de la izquierda' (2018). Arranca Ovejero con una referencia a John Rawls, quien en su obra 'Una teoría de la Justicia' apunta a una idea de justicia sostenida en dos pies: uno que señala a la libertad, a favor de un sistema de libertades básicas iguales para todos los individuos (principio de la igual libertad), y otro que apunta a la igualdad, a favor de una idea según la cual: a) solo son aceptables las desigualdades que benefician a los peor situados (principio de la diferencia) y b) debe darse una justa igualdad de oportunidades para alcanzar las mejores posiciones sociales (principio de la justa igualdad de oportunidades).

Una sociedad justa sería aquella que asienta su funcionamiento en un sistema de libertades, garantiza igualdad de oportunidades y corrige las desigualdades existentes en favor de los peor situados. El problema no está en el sistema de libertades básicas ni en la igualdad de oportunidades. El problema está en la extensión del 'principio de la diferencia': ¿qué ocurre cuando el peor situado lo es como consecuencia de sus propios actos? Si alguien decide no estudiar o no trabajar, ¿por qué debe la sociedad beneficiarle en detrimento de los que han alcanzado una mejor posición gracias a su esfuerzo personal? No debería ser aceptable favorecer a los peor situados cuando su situación es debida a sus propias decisiones.

Foto: IES Gaspar Melchor de Jovellanos en Fuenlabrada (Foto: EFE)

Como en todo, caben matices: no se trata de dejar sin asistencia sanitaria al fumador empedernido o al motorista accidentado sin casco. Incluso es aceptable asumir que todos los ciudadanos, por el mero hecho de serlo, tenemos derecho a una cierta porción de los recursos disponibles en nuestra sociedad. Pero llega un momento en que la igualdad choca con nuestra libertad y nuestra responsabilidad personal. No se deberían corregir aquellas desigualdades que tienen su origen en nuestras decisiones individuales. El esfuerzo, el trabajo continuo, el afán por progresar necesitan recompensa diferencial si queremos que una sociedad avance. Como nos recuerda Ovejero, es el cimiento sobre el que se ha levantado nuestro mundo.

La sociedad puede y debe ayudar, pero el esfuerzo personal es insustituible. De él depende nuestro desarrollo, el de nuestras familias y el de la sociedad en su conjunto. Ese debería ser el mensaje permanente que recibieran nuestros niños y jóvenes a lo largo de su proceso educativo. El nuevo proyecto de ley de educación aprobado por el Gobierno, cuya tramitación parlamentaria ahora se inicia, abunda en el mensaje contrario: se puede pasar de curso con más dos asignaturas suspensas en la ESO, se puede aprobar Bachillerato incluso con un suspenso. Se suprimen las reválidas al final de Primaria y ESO. Como el propio ministerio indica, el objetivo de la ley es la "optimización de resultados por el 'conjunto' [el entrecomillado es mío] de los alumnos y la equidad: que nadie se quede atrás". Una rebaja genérica de los niveles de exigencia educativos en busca de una igualdad teórica es lo contrario de lo que las futuras generaciones de españoles necesitan en un mundo sujeto a un proceso de transformación acelerada, donde las exigencias de conocimiento y de adaptación a entornos cambiantes van a ser cada vez mayores, donde el esfuerzo personal no puede ser sustituido por nada. Esa rebaja genérica de los niveles de exigencia no es otra cosa que la corrección de desigualdades debidas a las decisiones de cada alumno de estudiar o no.

Es importante que nadie se quede atrás cuando hablamos de educación, pero el precio a pagar no puede ser la mediocridad del conjunto

Es importante que nadie se quede atrás, pero el precio a pagar no puede ser la mediocridad del conjunto. La supresión de las reválidas de la ley Wert (nunca plasmadas en nada real) se justifica sobre todo en evitar los 'rankings' de los diferentes centros educativos en función de los resultados obtenidos por los alumnos ante una prueba igual para todos. El ministerio habla de “evaluaciones muestrales y plurianuales” para evitar la foto robot del resultado de uno o varios exámenes. Pero el problema no es si los centros privados o concertados son mejores que los públicos. Hay y habrá centros públicos capaces de liderar cualquier clasificación basada en las notas de sus alumnos. El problema es renunciar al esfuerzo individual de superar un examen en pro de un nebuloso igualitarismo.

Estamos orgullosos de la formación de nuestros médicos. Seis años de carrera, el selectivo examen de MIR y cuatro años de especialidad para poder ejercer. Sin necesidad de aspirar a tanto, deberíamos pensar en un examen que garantice el acceso a las plazas de profesorado a los mejores. La calidad del profesorado es la pieza angular de un buen sistema educativo. El proyecto de ley se limita a prever un periodo de prácticas antes del ejercicio profesional. De nuevo, el temor reverencial al esfuerzo de cada uno como origen de desigualdades.

Foto: Pedro Sánchez recibe a un grupo de estudiantes. (EFE)

Es obligado reconocer que un examen en el que el alumno o el candidato a profesor se lo juega todo a una carta no es necesariamente el mejor sistema para acreditar una formación o unos conocimientos. Puede haber sistemas de evaluación continua que conduzcan incluso a resultados más justos. Pero sean unos u otros, debe haberlos. No debemos renunciar, en un mundo cada vez más exigente, a que alumnos, profesores y centros educativos contrasten su propia realidad con la de la sociedad en la que viven y perciban que su esfuerzo ha merecido la pena o que necesitan trabajo adicional para alcanzar el nivel exigido.

Como siempre, el debate educativo se centrará en la religión o en el trato perjudicial a los centros concertados, pero el problema grave es que nuestro sistema educativo transmita a las nuevas generaciones que el esfuerzo individual, motor del progreso personal y colectivo, debe quedar sometido a una inalcanzable igualdad que solo puede devenir en un igualitarismo reductor de nuestras capacidades y nuestros logros.

En una economía social de mercado como la nuestra y, en general, en los sistemas democráticos, el equilibrio entre libertad e igualdad constituye la esencia del debate político. En mi opinión, uno de los mejores análisis es el que ofrece el profesor Félix Ovejero en 'Razones sobre la igualdad y el socialismo', reelaboración sobre un trabajo anterior e incluido como capítulo quinto de su libro 'La deriva reaccionaria de la izquierda' (2018). Arranca Ovejero con una referencia a John Rawls, quien en su obra 'Una teoría de la Justicia' apunta a una idea de justicia sostenida en dos pies: uno que señala a la libertad, a favor de un sistema de libertades básicas iguales para todos los individuos (principio de la igual libertad), y otro que apunta a la igualdad, a favor de una idea según la cual: a) solo son aceptables las desigualdades que benefician a los peor situados (principio de la diferencia) y b) debe darse una justa igualdad de oportunidades para alcanzar las mejores posiciones sociales (principio de la justa igualdad de oportunidades).

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