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Aurora Nacarino-Brabo

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Perder la cabeza con la salud mental

Los problemas de la vida cotidiana se elevan ahora a la categoría de trastorno y se nos anima a buscar ayuda profesional

Foto: Visibilización de los problemas de salud mental en los países occidentales. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)
Visibilización de los problemas de salud mental en los países occidentales. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)
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En los últimos años, un movimiento social y político creciente ha promovido la visibilización de los problemas de salud mental en los países occidentales y su inclusión en las agendas gubernamentales. Los trastornos mentales habían sido históricamente un tabú y acudir a los servicios sanitarios que se ocupan de su tratamiento, una razón de estigma. Desde hace algún tiempo, en cambio, la salud mental está plenamente incorporada al discurso de los partidos, y no hay mes en que no ocupe los titulares de los medios.

Es un fenómeno que nace de las buenas intenciones, pero que puede tener efectos perversos. Los problemas de la vida cotidiana se elevan ahora a la categoría de trastorno y se nos anima a buscar ayuda profesional. Las redes sociales se han convertido en un sistema de recompensa atencional que premia la exposición del dolor, la ansiedad, la tristeza o la inseguridad, promoviendo conductas que tienden a agravarlos. Casi podría decirse que los problemas de salud mental se juzgan como virtudes sociales, quizá porque, como ha escrito Daniele Giglioli, la víctima es el héroe de nuestro tiempo. La mejor prueba es que se usan para conseguir votos. En una entrevista reciente en El Mundo, Íñigo Errejón declaraba: "Yo abrí esta cruzada de la salud mental, y desde hace algunos meses voy a terapia. Me da muchas herramientas para lidiar con las dificultades, con las angustias, con la vida". Al menos sabemos que su problema no es de autoestima. En cualquier caso, la vida no es ningún camino de rosas, pero patologizarla no es una buena idea.

Foto: Manifestación de estudiantes por la salud mental en octubre. (Europa Press/Álex Zea)
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Se trata de un proceso de dos direcciones. Por un lado, avanzamos hacia una psiquiatrización de la sociedad: se nos persuade de que padecemos problemas de salud mental a los que no estamos prestando la atención que merecen ―tú también puedes ser una víctima―; por el otro, se banalizan la psiquiatría y la psicología clínica, de modo que bajo su jurisdicción se incluyen, en pie de igualdad, las enfermedades mentales graves y las dificultades propias de la vida adulta. De hecho, son estas dificultades las que copan el relato de la salud mental, como muestra la entrevista de Errejón, mientras los diagnósticos psiquiátricos más graves continúan siendo un tabú.

Los perdedores de esta banalización del bien son precisamente estos pacientes y sus familiares, que no solo han de convivir con una realidad terrible y silenciosa, sino que ven ahora cómo los escasos medios que la sanidad pública reserva a la psicología clínica se saturan ante la imparable llegada de casos de estrés o distimia leve. Hay una relación inversa entre el carácter demandante de los pacientes y sus necesidades: los que peor están suelen ser los más reacios a pedir ayuda, de forma que muchas veces no reciben atención hasta que es muy tarde, cuando ingresan por urgencias.

El Gobierno australiano ha publicado una evaluación―resulta que hay países donde las políticas públicas se auditan― del programa destinado a facilitar el acceso a terapias y tratamientos de salud mental en la atención primaria. Los resultados no son los esperados: entre el 20% y el 40% de los pacientes que accedieron al programa no solo no mejoró, sino que se deterioró más. Tampoco se redujeron las tasas de ansiedad y suicidio. Se observó que los pacientes con diagnósticos más leves eran los más proclives a empeorar con estos tratamientos, mientras que aquellos con trastornos mentales graves tendieron a mejorar. Los investigadores concluyeron que la gravedad debe ser el criterio que guíe el uso de los recursos públicos, porque es, además, el método que minimiza el riesgo de iatrogenia ―esto es, de que la intervención produzca más daño que beneficio―. Los autores determinaron que los pacientes más graves deben tener prioridad en el acceso a las terapias de salud mental y que los despliegues masivos de psicoterapias breves para la población con trastorno mental leve pueden ser contraproducentes.

Foto: Imagen de archivo del Cerro de Santa Catalina, en Gijón. (EFE/J.L. Cereijido)

La banalización de la salud mental también está relacionada con la democratización de su discurso, y hasta la democratización de su diagnóstico: políticos, periodistas, influencers y usuarios de redes sociales hablan de ella desde postulados que no son científicos ni profesionales, y las consecuencias pueden ser nefastas. Hace unos días se dio la noticia del suicidio de una joven de veintiún años en Gijón. Enseguida trascendió la nota de despedida que dejó, en la que culpaba de su muerte a sus compañeros del instituto, que la habían sometido a acoso escolar seis años atrás. El asunto es lo suficientemente grave como para dejarlo en manos de las autoridades. Sin embargo, a las pocas horas Twitter había celebrado un juicio sumarísimo contra los presuntos culpables ―menores en el momento en que se produjo el bullying―, y sus nombres circulaban por la red social junto al veredicto de la masa: asesinos. Es un buen ejemplo de cómo se puede perder la cabeza en nombre de la salud mental y la lucha contra el acoso.

La "cruzada" ―por emplear el término con el que Errejón le da carácter de misión― de la salud mental puede ser uno de esos casos en los que las buenas intenciones acaban produciendo efectos indeseados: psiquiatrizar a personas sanas, invisibilizar a quienes tienen problemas graves, alentar conductas sociales peligrosas o acabar con el estatus de la víctima por la vía del café para todos ―si todos somos víctimas, nadie lo es―. La banalización del bien puede acabar muy mal.

En los últimos años, un movimiento social y político creciente ha promovido la visibilización de los problemas de salud mental en los países occidentales y su inclusión en las agendas gubernamentales. Los trastornos mentales habían sido históricamente un tabú y acudir a los servicios sanitarios que se ocupan de su tratamiento, una razón de estigma. Desde hace algún tiempo, en cambio, la salud mental está plenamente incorporada al discurso de los partidos, y no hay mes en que no ocupe los titulares de los medios.

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