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Suárez y el olvido
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Juan Carlos Escudier

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Suárez y el olvido

Adolfo Suárez no sabe quién es, no conoce a sus hijos y, salvo en ocasiones excepcionales en las que es capaz de llamar por su nombre

Adolfo Suárez no sabe quién es, no conoce a sus hijos y, salvo en ocasiones excepcionales en las que es capaz de llamar por su nombre al aya que ha cuidado a la familia durante más de 30 años, vive en esa terrible abstracción a la que condena el Alzheimer. Su deterioro ha sido imparable. No hace mucho, su yerno Fernando seguía montándole en el coche para darle un corto paseo por los alrededores de la urbanización madrileña en la que reside, como si quisiera aferrarle a un presente que le es completamente ajeno. Suárez habita dentro de la burbuja con la que su hijo Adolfo pretende protegerle, aislado de quienes fueron sus amigos y colaboradores, como Amores, su fiel secretario, o José Ramón Caso, su lugarteniente en el CDS, un mundo que sólo Landelino Lavilla se atreve a ‘invadir’ periódicamente. Ahora que el primer presidente del Gobierno de la democracia lo ha olvidado todo, nunca ha estado más justificado su recuerdo.

El hombre que pilotó la transición en España ha sido también la encarnación de ese espacio difuso, de esa tierra de nadie por la que todos suspiran llamado centro político. A diferencia de quienes lo buscaban desesperadamente, Suárez logró ser su inquilino permanente, su personificación misma, y quizás por ello resultó siempre enormemente molesto para los dos grandes partidos que le flanqueaban a derecha y a izquierda. Su retirada de la política, tras los nefastos resultados del CDS en las municipales de 1991, significó para muchos un alivio. Antonio, su chófer en aquella campaña, me describía gráficamente su estado de ánimo aquella noche electoral:

-¿Ha dicho algo cuando le llevabas a casa?-, le pregunté al día siguiente.

-No ha dicho nada, pero no ha dejado de pegarse puñetazos en la pierna hasta que hemos llegado.

A Suárez, como él mismo manifestaba, le querían pero no le votaban. Cuando abandonó sus cargos, la mayoría siguió queriéndole y sus adversarios trataron de utilizarle. El duque resistió los cantos de sirena de Felipe González, primero, y de Aznar, después; y sólo cuando la enfermedad empezó a domeñar su voluntad aceptó participar en un mitin del PP en apoyo de su hijo, un gesto de padre que el candidato por Castilla-La Mancha podría haberle ahorrado.

Quien como él privilegió las relaciones personales por encima de los acomodos políticos, no fue capaz de evitar el distanciamiento de algunos de sus incondicionales, especialmente en la azarosa etapa de la UCD. Por el camino quedaron Torcuato Fernández-Miranda, Fernando Abril Martorell o Alfonso Osorio, aunque el tiempo en algunos casos restañó heridas y resentimientos. Su relación con el Rey nunca fue íntima y, sin duda, el monarca tuvo mucho que ver en su decisión de abandonar la presidencia del Gobierno. En 1991, en un cena con un pequeño grupo de periodistas en el hotel Iruña Park de Pamplona, mostró una de sus espinas: “Nunca perdonaré que durante el golpe de Estado nadie de la Casa Real se pusiera en contacto con mi familia para interesarse por su estado”.

Su retirada de la vida pública y su enfermedad nos han impedido conocer su criterio sobre algunas de las cuestiones que hoy afligen a la política española. ¿Qué habría pensado el hombre que legalizó el PCE con ruido de sables de fondo de la actual Ley de Partidos? ¿Qué opinión le merecería el enfrentamiento entre el Gobierno y la Iglesia a cuenta de la asignatura de religión y del matrimonio entre personas del mismo sexo a la persona que plantó cara a la Curia y sacó adelante la primera Ley del Divorcio?

Tal vez Suarez entró en la historia mucho antes de lo que hubiera sido deseable, a diferencia de alguno de sus coetáneos que se empeñan en seguir siendo presente, tal es el caso del octogenario Manuel Fraga, el mismo que quiso entregarle las llaves de Alianza Popular y cuyo ofrecimiento declinó. Al duque no le ha hecho falta batir récords de permanencia ni posar en una declaración de guerra con el presidente de Estados Unidos. Le bastó con aplicar un término como el consenso, que ahora se ha puesto de moda con otro nombre, el talante, aunque ni las circunstancias ni sus impulsores sean lógicamente comparables.

Políticamente irremplazable, la desaparición efectiva de la formación que lideraba ha pesado como una losa sobre la política española. La miopía de los grandes partidos, que se apresuraron a poner sus botas sobre la mesa del centrismo y a repartirse sus pedazos, les impidió ver que una fuerza moderada y pendulante, capaz de entenderse por igual con la derecha y con la izquierda, podría resultar extraordinariamente útil en un sistema parlamentario en la que las mayorías absolutas constituyen la excepción a la regla. Este papel no tardó en ser desempeñado por fuerzas nacionalistas, más proclives a alimentar pasiones territoriales que a contribuir al interés general. De aquellos polvos vienen algunos de los lodos en los que seguimos chapoteando.

Suárez lo tiene olvidado pero el mensaje a la nación en el que comunicó su dimisión como presidente del Gobierno contiene toda una declaración de principios: “Me voy sin que nadie me lo haya pedido, desoyendo la petición y las presiones con las que se me ha instado a permanecer en mi puesto (...) No me voy por cansancio. No me voy porque haya sufrido un revés superior a mi capacidad de encaje. No me voy por temor al futuro. Me voy porque ya las palabras no parecen ser suficientes y es preciso demostrar con los hechos lo que somos y lo que queremos (...) Como frecuentemente ocurre en la Historia, la continuidad de una obra exige un cambio de personas y yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”. Suárez no se subió a la grupa del caballo de Pavía. Alfonso Guerra le debe por ello una disculpa.

Esta semana, el periodista José García Abad presentaba en Madrid su libro Adolfo Suárez: Una tragedia griega. El protagonista vive ya ajeno a los elogios, pero ello no quiere decir que no los merezca.

Adolfo Suárez no sabe quién es, no conoce a sus hijos y, salvo en ocasiones excepcionales en las que es capaz de llamar por su nombre al aya que ha cuidado a la familia durante más de 30 años, vive en esa terrible abstracción a la que condena el Alzheimer. Su deterioro ha sido imparable. No hace mucho, su yerno Fernando seguía montándole en el coche para darle un corto paseo por los alrededores de la urbanización madrileña en la que reside, como si quisiera aferrarle a un presente que le es completamente ajeno. Suárez habita dentro de la burbuja con la que su hijo Adolfo pretende protegerle, aislado de quienes fueron sus amigos y colaboradores, como Amores, su fiel secretario, o José Ramón Caso, su lugarteniente en el CDS, un mundo que sólo Landelino Lavilla se atreve a ‘invadir’ periódicamente. Ahora que el primer presidente del Gobierno de la democracia lo ha olvidado todo, nunca ha estado más justificado su recuerdo.