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Las víctimas de ETA
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Juan Carlos Escudier

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Las víctimas de ETA

En ocasiones, lo que es bueno o conveniente para un individuo puede ser nefasto para la comunidad. Parece lógico que cada una de las víctimas de

En ocasiones, lo que es bueno o conveniente para un individuo puede ser nefasto para la comunidad. Parece lógico que cada una de las víctimas de ETA considere abominable que el Gobierno trate de negociar con la banda el fin de la violencia, pero el fin común de acabar para siempre con el terrorismo puede aconsejar medios distintos a los policiales. En uno de sus últimos trabajos, La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez, el filósofo José Antonio Marina define esta singular confrontación entre la satisfacción particular y el interés público como el “dilema de los bienes comunes”. Para alcanzar la meta de la paz, se ha decidido recurrir al diálogo. El riesgo de un eventual fracaso existe pero, interpretando al propio Marina, “no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos”.

El proceso causará, sin duda, un gran dolor a los que han experimentado la brutalidad de ETA, a quienes han perdido a familiares y amigos por el sinsentido del terrorismo. Las víctimas tienen derecho a manifestar su queja y a recibir el apoyo y la comprensión de los poderes públicos, aunque no pueden pretender que el Gobierno y la política antiterrorista tengan necesariamente que seguir sus dictados.

No se trata de ninguna novedad. Los políticos españoles que hicieron posible la Transición no preguntaron a las víctimas del franquismo si se debía juzgar a Fraga o había que dejarle presidir un partido y una comunidad autónoma, y todavía hoy no han concluido las reparaciones a los afectados. La reconciliación nacional tras el fin del apartheid en Sudáfrica no vino precedida de ninguna consulta a quienes padecieron las vejaciones del régimen. Para negociar con el IRA la pacificación de Irlanda del Norte, Blair no pidió opinión a quienes supieron de su plomo y su metralla. Con las víctimas hay que ser generoso; jamás cautivo.

Cierto es que no todos los Gobiernos han dispensado el mismo trato a la legión de marcados por ETA. Tras el relativo desdén que soportaron en la etapa de Felipe González, el PP impulsó una ley de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo, en paralelo a su tentativa de diálogo con los etarras. La ley entró en vigor en octubre de 1999 y a todo el mundo le pareció bien la iniciativa porque se trataba de una manera de hacer justicia con el colectivo, al que se pretendía compensar ante la perspectiva de que el Estado de Derecho también fuera generoso con sus verdugos.

Del merecido reconocimiento social que antes se les había negado se pasó a una exaltación casi mística, de manera que los sujetos pasivos de la violencia acabaron transformados en agentes activos de una causa tan noble como es la defensa de la democracia. Las víctimas nunca quisieron ser víctimas y menos aún héroes pero, por mor de esta transmutación, fueron convertidas en “mártires”. Su condición, en palabras de la dirigente socialista Rosa Díez, fue definida de la siguiente manera: “Son víctimas porque han defendido la libertad”.

A esta confusión han contribuido algunas asociaciones de víctimas, como la AVT, que ha sobrepasado con largueza los fines que deberían de serle propios. Al margen de que cada una de las manifestaciones públicas de su actual presidente, José Alcaraz, no difiera un ápice del discurso del Partido Popular, resulta peculiar que la Asociación promueva campañas contra los actores que exteriorizaron su rechazo a la guerra de Iraq o que se pronuncie contra el ‘plan Ibarretxe’, sin que se sepa muy bien qué pinta la AVT hablando del modelo territorial del Estado.

Ante el nuevo escenario de negociación con ETA, el Gobierno ha optado por mantener ante las víctimas una estrategia similar a la de finales de los 90. El alto comisionado, Gregorio Peces-Barba, ha convocado esta próxima semana a las distintas asociaciones para anunciarles la modificación de la ya citada Ley de Solidaridad y prometer nuevas prestaciones económicas. Siempre será poco, pero es la única reparación posible y un precio que la sociedad pagará gustosamente.

Otros ‘precios’, como el que ha pedido Mikel Buesa, no pueden pagarse. “La víctimas del terrorismo pedimos justicia porque hemos renunciado a la venganza”, ha dicho el vicepresidente del Foro de Ermua para disuadir al Gobierno de cualquier negociación que contemple la excarcelación de presos de ETA. ¿No es lo mismo que hacemos todos al someternos al imperio del Derecho? ¿Sugiere Buesa que habrá quien se tome la justicia por su mano?

La opinión de las víctimas es valiosa, pero no puede ser determinante. La instrumentación política de la que ya están siendo objeto no hará sino agravar su sufrimiento. “Para movilizar a la sociedad no hay nada como despertar el odio o el miedo porque ambos sentimientos proponen metas muy claras: destrozar al enemigo o ponerse a salvo”, dice José Antonio Marina. En lo que a las víctimas del terrorismo atañe, su mejor ejemplo ha sido dejar que el odio duerma un profundo sueño. ¿Se hará alguien responsable de haberlo despertado?

En ocasiones, lo que es bueno o conveniente para un individuo puede ser nefasto para la comunidad. Parece lógico que cada una de las víctimas de ETA considere abominable que el Gobierno trate de negociar con la banda el fin de la violencia, pero el fin común de acabar para siempre con el terrorismo puede aconsejar medios distintos a los policiales. En uno de sus últimos trabajos, La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez, el filósofo José Antonio Marina define esta singular confrontación entre la satisfacción particular y el interés público como el “dilema de los bienes comunes”. Para alcanzar la meta de la paz, se ha decidido recurrir al diálogo. El riesgo de un eventual fracaso existe pero, interpretando al propio Marina, “no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos”.