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La revolución de los perdedores
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Juan Carlos Escudier

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La revolución de los perdedores

Los perdedores son inquebrantables. El que mejor he conocido lleva años dándole vueltas a una novela que nunca escribirá, de la que sólo ha avanzado su

Los perdedores son inquebrantables. El que mejor he conocido lleva años dándole vueltas a una novela que nunca escribirá, de la que sólo ha avanzado su primera línea: “Nunca te fíes de los tipos sin cuello”. La frase es tan disparatada como su autor, aunque se obstina en ella como si encerrara un misterio insondable. Su animadversión hacia los cuellicortos es perpetua e inescrutable.

Si algo une a quienes son conscientes de su condición de malhadados, es su terquedad. Se trata de gente testaruda, a la que, por razones obvias, no asusta la derrota. Son incontables, pero se sienten minoría. Están por todos lados, camuflados entre otros perdedores no convencidos, fascinados por seguir vivos, y atraídos como insectos a la luz por una querencia ancestral a ordenarse en colas. Allí se encuentran por miles, en las del metro y el autobús, en las del pan, en las del INEM, en las de la Seguridad Social y en las taquillas del fútbol, apiñados, como si pretendieran conjurar en grupo sus próximos fracasos.

No forman ninguna clase social. Entre los perdedores hay empresarios y obreros, arquitectos, metalúrgicos, abogados, limpiabotas, periodistas, parados, carniceros, estudiantes y amas de casa. Les une algo mucho más sutil, un invisible cordón de insatisfacción, una frustración heterogénea. Se sueñan kamikazes en la gran autopista del mundo, hijos bastardos de un demiurgo que siempre juega al póquer con las cartas marcadas. Los perdedores no nacen; se hacen y algunos se resignan.

A los perdedores no se les pregunta. Esa es la regla fundamental: no dejar que el gremlin se moje. ¿Alguien consulta al delfín si prefiere vivir en el mar o pasar por los aros y hartarse de sardinas en el acuario? Cuando se transgrede la norma, las consecuencias son impredecibles. Es lo que ha ocurrido esta semana en Francia y en Holanda. Los insatisfechos se han convertido en el toro que una vez fue Zeus y han raptado a Europa, no para seducirla sino para cambiarla. Ahora y en la mitología, Europa siempre fue muy fenicia.

Quien da voz a los mudos debe soportar sus gritos. Al principio sonarán de manera tan atronadora que habrá quien crea que será irremediable hacerles caso. Poco a poco perderán intensidad, se apaciguarán hasta el murmullo y, finalmente, retornará el silencio. A ninguno de nuestros dirigentes, de esas triunfantes elites que leen el futuro en los posos de café y en los restos de cocaína de sus espejitos –actividad obliga-, les cabe duda alguna de que la revolución de los perdedores está condenada al fracaso.

Los perdedores son antieconómicos y pesimistas. Temen que un lituano haga su trabajo por la mitad de su sueldo y quedarse en el paro; les asusta que el Estado les recorte el subsidio de desempleo para animarles a competir con el lituano; desconfían de los inmigrantes que les rodean; rezan para llegar a tiempo de cobrar una pensión antes de que desaparezcan; se han acostumbrado a que los tratamientos contra el cáncer les salgan gratis, y ese tipo de cosas. La competitividad les acobarda porque saben que tarde o temprano les pasará por encima. Las posibilidades de que una gacela Thompson llegue a la vejez son escasas porque los leones nunca pierden el apetito.

Muchos de los perdedores nunca reconocerán serlo. Les basta un chalet adosado y atender el fuego de una barbacoa los fines de semana para sentirse en la cima del mundo. Las criticas más feroces al Estado del Bienestar, las acusaciones más terribles contra un sistema que, por el momento, no deja morir a la gente en la calle, se escuchan en jardines de 40 metros cuadrados, bajo sombrillas de colores, entre chuletas de cordero, chorizos a la brasa y vino con gaseosa. Se trata de esa clase media que adora el ídolo del éxito y que se siente invulnerable, la mediocridad triunfante.

Los burócratas de Europa no tardarán en encontrar la solución al contratiempo que las turbas franco-holandesas han provocado. Si dan un paso atrás, será para tomar impulso y saltar el obstáculo. A los mercaderes no se les nota excesivamente preocupados por el drama. La salida del laberinto permitirá que los perdedores cultiven su estética con una nueva capitulación. Entre tanto, mi amigo, el frustrado escritor, seguirá desconfiando de las personas sin cuello, posiblemente con motivo.

Los perdedores son inquebrantables. El que mejor he conocido lleva años dándole vueltas a una novela que nunca escribirá, de la que sólo ha avanzado su primera línea: “Nunca te fíes de los tipos sin cuello”. La frase es tan disparatada como su autor, aunque se obstina en ella como si encerrara un misterio insondable. Su animadversión hacia los cuellicortos es perpetua e inescrutable.