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De la nación catalana y otros inventos
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Juan Carlos Escudier

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De la nación catalana y otros inventos

Por si a alguien le cabía alguna duda, Zapatero ha dejado claro esta semana que piensa aceptar que el futuro Estatut defina a Cataluña como una

Por si a alguien le cabía alguna duda, Zapatero ha dejado claro esta semana que piensa aceptar que el futuro Estatut defina a Cataluña como una nación. Lo que el presidente reduce a una mera cuestión semántica –“no haremos una batalla de las palabras”- respecto de un término “vago e incierto” en la teoría política, es interpretado por el PP como una quiebra inaceptable de la Constitución. Pese a los deseos presidenciales, la controversia no es filológica sino política, y su repercusión será enorme en el nuevo modelo de Estado que se avecina.

Es cierto que los politólogos no han sido capaces de ponerse de acuerdo en una definición única de nación, aunque vienen a coincidir en una tipología básica en función de sus atributos principales, ya sean étnicos, culturales o jurídicos. La raza, la lengua o los derechos civiles son susceptibles de identificar a una nación y de orientar los diferentes proyectos nacionales. La coincidencia es mayor a la hora de analizar el fenómeno. La nación ha dejado de ser considerada un organismo vivo, independiente de los individuos que la integran por compartir una misma raza, lengua o religión, para entenderse como un producto, una mera creación del nacionalismo. Las naciones no existen per se: se construyen, se imaginan o, simplemente, se inventan.

Antes de que la Constitución de Cádiz de 1812 la definiera como “la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios” e hiciera residir en ella la soberanía, la acepción de Nación española era poco más que un concepto geográfico, “asociada en general a la ‘Patria’ como lugar en el que la Nación vive”, en palabras del filósofo Gustavo Bueno. Tuvo que caer el Antiguo Régimen para que naciera el Estado-Nación y ésta adquiriera una dimensión política de la que carecía hasta entonces. El proceso, como puede imaginarse, no fue igual en todas partes.

En Francia, la Revolución hizo surgir el mito de una nación de hombres libres, que acabó, sin embargo, con cualquier resto de diversidad. El sistema escolar amplificó el objetivo de la unidad lingüística y cultural e impuso el francés hasta erradicar prácticamente cualquier rastro de otras lenguas locales. Algo similar había ocurrido en la Inglaterra de la revolución burguesa, al extremo de que comunidades como la escocesa se vieron forzadas a adoptar el inglés y resignarse a ver desaparecer su idioma materno: el gaélico.

Nada de eso sucedió en España, posiblemente por las especiales características que configuraron su nacimiento como Estado moderno en el siglo XV. El imperio español no encontró la unidad en el idioma ni en la etnia sino en la religión, y ello, sin duda, provocó que el Estado más antiguo de Europa –no la nación más antigua como algunos proclaman- se conformara como una adhesión de territorios, unidos desde entonces por una historia común, cuyos privilegios y lenguas fueron respetados. Exceptuando el negro período del franquismo, el Estado nunca se planteó en serio erradicar la diversidad lingüística.

El nacionalismo español, integrado en su origen por las capas más liberales del país opuestas al absolutismo de los Borbones, construyó el edificio de la Nación española, pero ni sus mitos ni sus símbolos impidieron que otros nacionalismos locales ‘inventaran’ sus propias naciones. Es lo que ha venido ocurriendo en Cataluña y en el País Vasco, y en menor medida en Galicia.

En Euskadi, tal y como ha descrito el profesor de Ciencias Políticas, José Antonio Santiago, el elemento sobre el que el nacionalismo ha tratado de constituir la ‘nación vasca’ ha sido el territorio, siete herrialdes más míticos que históricos, y ello debido fundamentalmente a que conceptos como la raza –una “excluyente e intraspasable frontera”- o el idioma, fuertemente reprimido durante la dictadura, no han podido ejercer de aglutinadores del sentimiento nacional. Este papel ha sido desempeñado por la violencia. En el caso de Cataluña, la identidad la ha marcado la lengua, lo que ha hecho posible integrar a cualquiera con voluntad de aprender catalán y de pertenecer a la comunidad.

Puede no gustar, pero es un hecho incuestionable que en España conviven varias naciones, por el simple hecho de que hay nacionalismos que las han creado y alientan sus proyectos nacionales. Cerrar los ojos a esta realidad o argumentar que la Constitución no permite la existencia de otra nación que no sea la española no aliviará en nada una situación extraordinariamente compleja. Si Estados Unidos ha sido capaz de construir una gran nación de más de 50 Estados, un único Estado, el más antiguo de Occidente, debe enfrentarse al reto de contradecir a la ciencia política para demostrar que puede albergar varias naciones sin desmembrarse.

Reducir el dilema a una mera cuestión semántica como hace Zapatero es una insensatez. Antes o después, el destino de España como país dependerá del acierto en la construcción de una nueva nación, que sepa integrar y aglutinar en un proyecto supranacional común a las otras naciones. Acometer esta gigantesca obra institucional requerirá grandes dosis de lealtad, algo de lo que nunca han andado sobradas las elites dirigentes vascas y catalanas.

Esa nueva España, la España plural de la que tanto se nos habla, dependerá, en definitiva, de un gran pacto constituyente que trascienda las distintas identidades nacionales, para el cual resultará imprescindible el concurso del PP. Se trata de dar un paso más allá en el camino iniciado con la Constitución de 1978, de iniciar un peligroso sendero que conduce a la modernidad, es cierto, pero también a los Balcanes. Y eso, presidente, no es una guerra de palabras; son palabras mayores.

Por si a alguien le cabía alguna duda, Zapatero ha dejado claro esta semana que piensa aceptar que el futuro Estatut defina a Cataluña como una nación. Lo que el presidente reduce a una mera cuestión semántica –“no haremos una batalla de las palabras”- respecto de un término “vago e incierto” en la teoría política, es interpretado por el PP como una quiebra inaceptable de la Constitución. Pese a los deseos presidenciales, la controversia no es filológica sino política, y su repercusión será enorme en el nuevo modelo de Estado que se avecina.