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Maragall y el alcohol
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Juan Carlos Escudier

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Maragall y el alcohol

A Pasqual Maragall le colgaron hace años el sambenito de una supuesta y desmedida afición por el alcohol. De su fama son responsables ciertos periodistas, forjadores

A Pasqual Maragall le colgaron hace años el sambenito de una supuesta y desmedida afición por el alcohol. De su fama son responsables ciertos periodistas, forjadores de la leyenda de que el presidente de la Generalitat empina el codo más de lo conveniente. Desde entonces han sido habituales los comentarios jocosos que vinculaban sus sonrojamientos nasales con el morapio y sus atropellamientos verbales con la malta destilada. Los vilipendios, siempre privados, se han tornado públicos, ahora que algunos medios incrementan sus ataques contra el tripartito que gobierna Cataluña en la recta final de la negociación del Estatuto. A Maragall se le han hinchado las narices sin necesidad de espirituosos y ha presentado una querella contra la COPE y contra el director de La Linterna, César Vidal, por una parodia que le presentaba, Fray Josefo interpuesto, como un dipsómano. Tanta zafiedad no es admisible ni en las tabernas.

Hacer escarnio de los políticos catalanes o de los catalanes mismos parece costumbre inveterada. En un opúsculo político de 1642 titulado La rebelión de Barcelona, Francisco de Quevedo, preso en el convento de San Marcos, no escatimaba inquina para equipararlos al “ladrón de tres manos” o para ridiculizar sus demandas: “Son los catalanes aborto monstruoso de la política. Libres con señor; por esto el conde de Barcelona no es dignidad, sino vocablo y voz desnuda. Tienen príncipe como el cuerpo alma para vivir, y como éste alea contra la razón apetitos y vicios, aquéllos contra la razón de su señor alegan privilegios y fueros”. En cualquier caso, habría que estar muy borracho para comparar este sutil veneno llegado del Siglo de Oro con el “Pujol, enano, aprende castellano” que la derecha más cantarina convirtió no ha mucho en un himno nacional. Si se puede elegir, uno prefiere quedarse con los clásicos.

La cuestión sobrepasa la catalanidad misma. Esgrimir vicios privados, reales o inventados, sin relevancia en los asuntos públicos, no es sino el reflejo de la pobreza argumental, un mal que ha invadido el periodismo con la voracidad de una termita. Todo vale para los forjadores de una opinión cada vez más plana y maniquea. No es suficiente con el análisis descarnado y con la crítica acerada; lo que se impone es la descalificación grosera, el insulto y la aniquilación del adversario. El enemigo nunca lleva razón y además es calvo.

La maledicencia siempre había existido asociada a personajes de la vida social y política, pero hubo un tiempo en que los medios de comunicación no tomaban parte activa en el linchamiento. La historia reciente está plagada de casos. A Gerardo Iglesias, el ex secretario general del PCE que alumbró el invento de Izquierda Unida, sus propios enemigos en el partido contribuyeron a presentarle como un borracho empedernido. Es verdad que Iglesias era un enamorado de las francachelas y de la noche, pero ni la botella era la protagonista de sus excesos ni nadie usó públicamente sus diversiones para desacreditarle.

De algunos conciliábulos surgió la especie de que Felipe González era un adicto a los corticoides, lo que explicaba, según se decía, su aspecto embotado y la hinchazón de su rostro; se extendió la falsa certeza de que José Borrell era homosexual y hasta se le buscó un novio torero, circunstancia de la que el propio político se burlaría en un consejo de ministros; se argumentó otra supuesta homosexualidad, la de Mariano Rajoy, tomando como fuente de autoridad al propio Manuel Fraga y su recomendación de que se casara rápidamente si quería llegar a algo en política; finalmente, los creadores de chismes no dudaron en atribuir una aventura extramatrimonial a José María Aznar con Cayetana Guillén Cuervo, bulo cuya dimensión obligó a la actriz a un desmentido rotundo.

La perversión en la que se ha instalado cierto periodismo amenaza con convertir la vida pública en una versión paniaguada del Aquí hay tomate. Estas prácticas deben escandalizar tanto como lo han hecho atropellos similares en los que se han visto envueltos los propios periodistas, algunos tan manifiestos como el video sexual grabado al director de El Mundo o la alusión a las pérdidas de aceite que el ex ministro José Luis Corcuera le dedicó a Pablo Sebastián y por la que fue condenado.

Mientras no se presente beodo en una rueda de prensa, a Maragall cabe criticarle por su política, por haber transformado un gobierno que pretendía ser de izquierdas en un delirio nacionalista, por haber dividido a su propio partido, o por cualesquiera de sus actos al frente de la Generalitat, incluido tomar café con Carod-Rovira. Lo que resulta inadmisible es asociar su comportamiento a los perniciosos efectos de los vahos del tempranillo y la garnacha, siempre supuestos e injuriosos.

Corren tiempos difíciles para Maragall y para el periodismo. Estamos, según el presidente del Tribunal Supremo, Francisco José Hernando, ante la tercera guerra mundial, un momento en la historia de la humanidad en el que está justificado vaciar el cargador de una pistola en la cabeza de una brasileño si lleva gabardina. Lo inaudito es que nadie haya propuesto todavía hacer a este juez la prueba de la alcoholemia.

A Pasqual Maragall le colgaron hace años el sambenito de una supuesta y desmedida afición por el alcohol. De su fama son responsables ciertos periodistas, forjadores de la leyenda de que el presidente de la Generalitat empina el codo más de lo conveniente. Desde entonces han sido habituales los comentarios jocosos que vinculaban sus sonrojamientos nasales con el morapio y sus atropellamientos verbales con la malta destilada. Los vilipendios, siempre privados, se han tornado públicos, ahora que algunos medios incrementan sus ataques contra el tripartito que gobierna Cataluña en la recta final de la negociación del Estatuto. A Maragall se le han hinchado las narices sin necesidad de espirituosos y ha presentado una querella contra la COPE y contra el director de La Linterna, César Vidal, por una parodia que le presentaba, Fray Josefo interpuesto, como un dipsómano. Tanta zafiedad no es admisible ni en las tabernas.