Es noticia
España y sus circunstancias
  1. España
  2. Sin Enmienda
Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

Por

España y sus circunstancias

Si tuviéramos que hacer caso a Ortega y a su España invertebrada, lo ocurrido en Cataluña con el Estatuto y su proclamación como nación no sería

Si tuviéramos que hacer caso a Ortega y a su España invertebrada, lo ocurrido en Cataluña con el Estatuto y su proclamación como nación no sería sino el episodio último de un proceso de desintegración que se prolonga desde hace cuatro siglos. “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho” escribía el filósofo para explicar que cuando una sociedad se consume víctima de los particularismos (nacionalismos) “siempre puede afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central”.

Cataluña no es una nación porque lo diga su Estatuto ni deja de serlo porque la Constitución no lo reconozca. Es una nación porque un nacionalismo se la ha inventado, ha creado sus mitos y sus símbolos y ha construido una identidad propia en torno a una lengua, que es el elemento aglutinador de la comunidad. Las naciones no existen per se: se fabrican. El producto que se nos presenta podrá gustar más o menos, se ajustará o no al ordenamiento jurídico, pero es real. Negar la evidencia no resolverá el problema.

Lo terrible es que el problema se mantiene intacto, idéntico al que describía Ortega hace más de 80 años cuando escupía su obra por entregas en las paginas de El Sol. ¿Qué ocurre en este país para que una parte de los españoles se siga preguntando hoy para qué vivimos juntos? “El hombre condenado a vivir con una mujer a quien no ama siente las caricias de ésta como un irritante roce de cadenas”, hubiera respondido el filósofo. Su radiografía permanece aún vigente. “En el secreto inefable de los corazones se hace todos los días un fatal sufragio que decide si una nación puede de verdad seguir siéndolo. ¿Qué nos invita el Poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración? Desde hace mucho tiempo, mucho, siglos, pretende el Poder público que los españoles existamos no más que para que él se dé el gusto de existir. Como el pretexto es excesivamente menguado, España se va deshaciendo, deshaciendo...”.

Ese continúa siendo el drama de un país que, a lo largo de siglos, ha sido incapaz de presentar a los ciudadanos un verdadero proyecto nacional, una meta de futuro. En esa incapacidad se halla, posiblemente, el germen de unos nacionalismos que han aprovechado ese inmovilismo histórico para enraizarse. “Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer algo juntos”, dicho sea en palabras de Ortega. Si por algo debe recordarse la Transición, más allá de una Constitución a la que torpemente se sacraliza, es por haber logrado unir a todos y cada uno en la aventura de conquistar la democracia. Pero lograda esta empresa, el tren, aún humeante, volvió a detenerse.

Quizás en Europa, en la idea de un continente unido, podía haber estado la gran bandera en la que envolver un proyecto de convivencia. Sin embargo, la crisis de este modelo de coexistencia supranacional, cuando no la exasperante lentitud de sus avances, ha terminado por hacer encallar una chalupa pobremente calafeteada. El fiasco europeo ha afectado a la España de los “particularismos” pero también a las grandes naciones de nuestro entorno. Más allá del declive económico, Alemania no se reconoce a sí misma, perdida tal vez para siempre el mito de su eficacia; Portugal, ardiente, duda de sus capacidades; Francia mantiene la mirada fija en su ombligo mientras lame sus heridas; y Gran Bretaña se consuela con hacer seguidismo de un imperio que ya no es el suyo.

Con todos sus defectos, el ex presidente Aznar ha sido uno de los pocos gobernantes interesados en impulsar un proyecto nacional propio, como era el de incluir a España en ese ramillete de países influyentes, aunque fuera a costa de subordinarse a Estados Unidos. A Aznar hay que alabarle el ánimo y criticarle las maneras. Cuando se trata de aglutinar voluntades desde la imposición y no desde el convencimiento se corre el riesgo de convertir un objetivo común en un fin personal. Un político convencido de estar en posesión de la verdad absoluta no escucha, no escatima su apoyo a guerras insensatas ni es consciente del oxígeno que insufla a quienes pretende asfixiar.

El turno corresponde a Zapatero, del que cabría esperar algo más que talante. El socialista puede pasar a la historia como el arquitecto de una gran obra institucional o como la piqueta del viejo edificio de la nación española. Su alianza de civilizaciones quizás sea válida para contemplar el mundo con nuevos ojos pero carece de sentido a este lado de los Pirineos. Su lucha contra la pobreza nos emociona un 0,7% como máximo.

Posiblemente, el objetivo deba de ser ahora la propia supervivencia. Si aceptamos como inevitable que en España coexisten otras naciones, es imprescindible un nuevo pacto constituyente, un cauce común que nos permita convivir lealmente sin despedazarnos. Es curioso que cuando la globalización está a punto de arrumbar el concepto mismo de nación, aquí florezca como un campo de champiñones.

Decía Ortega que en la insolidaria España de 1920 cualquiera tenía fuerza para deshacer. “Hay muchas escasas energías en España: si no las atamos unas con otras, no juntaremos lo bastante para mandar cantar a un ciego”. Ese sigue siendo el reto que debemos afrontar. Siempre, claro, que queramos seguir siendo un pueblo y no “la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo..”. Porque de tanto respirar ese polvo, nos acabarán estallando los pulmones.

Si tuviéramos que hacer caso a Ortega y a su España invertebrada, lo ocurrido en Cataluña con el Estatuto y su proclamación como nación no sería sino el episodio último de un proceso de desintegración que se prolonga desde hace cuatro siglos. “Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho” escribía el filósofo para explicar que cuando una sociedad se consume víctima de los particularismos (nacionalismos) “siempre puede afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central”.