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El árbol del anís estrellado
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Juan Carlos Escudier

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El árbol del anís estrellado

Tiene cinco metros de altura y su aspecto recuerda al laurel y al magnolio. En sus frutos de color marrón en forma de estrella se esconde

Tiene cinco metros de altura y su aspecto recuerda al laurel y al magnolio. En sus frutos de color marrón en forma de estrella se esconde la pócima con la que la farmacéutica Roche multiplicará sus beneficios en los próximos años. Del árbol del anís estrellado, una especie originaria de China, Corea y Japón, se extrae el principio activo del Tamiflu, el único medicamento que se ha demostrado capaz de hacer frente al virus de la gripe aviar. Mientras Asia pone los muertos, el histérico Occidente se apresura a comprar decenas de millones de dosis, ante el temor de que el bichito sea capaz de mutar y transmitirse entre humanos. Nuevamente, más vale curar que prevenir, aunque en esta ocasión ni siquiera se sepa si el producto llegaría a ser eficaz en este tipo de contagios.

A nuestros civilizados países, la aparición de esta enfermedad en 1997 les trajo sin cuidado. Que más de 60 personas murieran luego en Vietnam, Indonesia, Corea o Camboya representaba un hecho anecdótico, casi despreciable, salvo por las posibilidades que la desgracia podría abrir a los productores avícolas. Al fin y al cabo, si China o la India se veían obligadas a matar a millones de sus pollos, alguien tendría que proporcionarles aves sanas. Pura ley del mercado. Sólo cuando la Organización Mundial de la Salud dio la voz de alarma, se empezó a considerar al H5N1 -la cepa más mortal del virus- una amenaza real.

Así, a medida que el virus ha avanzado hacia Europa y se ha detectado su presencia en granjas de Turquía, Rumanía y hasta en un loro inglés, la paradoja se ha mostrado con la crueldad habitual: en los países en los que la obligada convivencia entre animales y hombres ha hecho posible el contagio resulta imposible proteger a la población por el enorme coste del Tamiflu (24 euros); en la precavida Europa, cuyos avanzados sistemas de producción dificultarían la transmisión de la enfermedad, los gobiernos han agotado las existencias -Roche ha duplicado sus ventas en el tercer trimestre y ha incrementado sus beneficios un 20%-, mientras sus ciudadanos han dado cuenta con igual voracidad de las vacunas contra la gripe común y de los ‘tamiflus’ puestos a la venta en Internet. Parece lógico además pensar que si el virus mutara y provocara el contagio entre humanos, los primeros afectados serían asiáticos y no europeos, pero ya se sabe que el sentido común es un bien escaso.

Ni que decir tiene que la multinacional suiza no ha dejado de frotarse las manos, pese a las presiones que ha empezado a recibir para que libere la patente y permita la fabricación de genéricos. Para acallar las primeras críticas, ha donado tres millones de dosis a la OMS y ha prometido reducir su precio en las regiones más deprimidas. Los argumentos de la farmacéutica son los mismos que el sector empleó en el caso del sida: el desarrollo y la comercialización de un nuevo medicamento exige fuertes inversiones, que en el caso del Tamiflu alcanza los 800 millones de dólares; además, según Roche, conceder licencias de fabricación a otras compañías no permitiría aumentar de inmediato la producción, y ello porque la badiana, el anís estrellado, se cosecha entre marzo y mayo y ha de ser sometido a un largo proceso, similar al que debe sufrir la molécula sintética del producto.

Nadie discute los efectos benéficos que para la humanidad han tenido los avances farmacéuticos pero sus métodos resultan escandalosos. Marcia Angell, ex directora de The New England Journal of Medicine, una de las revistas médicas más prestigiosas del mundo, describía sus prácticas en La verdad sobre la industria farmacéutica: cómo nos engañan y qué hacer al respecto, su último libro. Angell asegura que la industria miente acerca de la cuantía de sus inversiones, en las que no incluyen las generosas deducciones fiscales que reciben de los Estados por su I+D.

Según esta patóloga, profesora en Harvard, en la década de los 90 los beneficios de las grandes farmacéuticas se incrementaron anualmente entre el 19 y el 25%. En 2002 las 10 mayores compañías estadounidenses del sector obtuvieron un beneficio neto del 17% de las ventas, frente la media del 3% que registró el resto de empresas incluidas en el índice Fortune 500. La conclusión es obvia: los precios de los medicamentos son altos para engordar los beneficios, no porque las inversiones obliguen a ello.

En esta búsqueda de ganancias ilimitadas, tras suplantar a las universidades en sus tareas experimentales, las multinacionales pudieron por fin decidir qué investigar con criterios exclusivos de rentabilidad económica. Una parte de la humanidad se muere de malaria, tuberculosis, fiebre amarilla, peste, cólera y, por supuesto, de hambre mientras nuestras farmacéuticas inventan bálsamos para combatir la obesidad, reducir las arrugas o solucionar los problemas de erección. ¿A quién le interesa una vacuna contra el sida si se puede tener como clientes de por vida a los infectados?

En El jardinero fiel John Le Carré construye una trama demoledora sobre las fechorías que puede llegar a cometer una farmacéutica en connivencia con los gobiernos para poner en el mercado una cura contra la tuberculosis. Una nota del autor cierra la novela: “Al adentrarme en la jungla farmacéutica, llegué a la conclusión de que mi relato, comparado con la realidad, era tan inocuo como una postal de vacaciones”. Roche tiene derecho a obtener del Tamiflu beneficios razonables, pero este derecho no puede prevalecer sobre el que tiene la gente a seguir viva. El árbol del anís estrellado tiene un nombre demasiado bello como para estar en manos de truhanes.

Tiene cinco metros de altura y su aspecto recuerda al laurel y al magnolio. En sus frutos de color marrón en forma de estrella se esconde la pócima con la que la farmacéutica Roche multiplicará sus beneficios en los próximos años. Del árbol del anís estrellado, una especie originaria de China, Corea y Japón, se extrae el principio activo del Tamiflu, el único medicamento que se ha demostrado capaz de hacer frente al virus de la gripe aviar. Mientras Asia pone los muertos, el histérico Occidente se apresura a comprar decenas de millones de dosis, ante el temor de que el bichito sea capaz de mutar y transmitirse entre humanos. Nuevamente, más vale curar que prevenir, aunque en esta ocasión ni siquiera se sepa si el producto llegaría a ser eficaz en este tipo de contagios.