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¡Visca Catalunya! sí, pero ¿viva España?
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Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

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¡Visca Catalunya! sí, pero ¿viva España?

A los amantes de la historia e, incluso, a quienes gustan de retorcerla a su antojo, el debate de la propuesta de Estatuto de Cataluña que

A los amantes de la historia e, incluso, a quienes gustan de retorcerla a su antojo, el debate de la propuesta de Estatuto de Cataluña que se celebra este miércoles en el Congreso les permitirá evocar el que se vivió en las Cortes Españolas el 27 de mayo de 1932. Se discutía entonces un articulado al que los diputados catalanes habían opuesto su propio texto, redactado por cierto en un santuario, en el que se definía a Cataluña no ya como una nación, sino como un “Estado autónomo”. La situación guardaba algunas similitudes con la que se vive actualmente: la derecha y sus medios afines habían logrado crear un clima de agitación social lanzando el mensaje de que la unidad de la patria estaba en peligro. La convulsión alcanzaba a todo el país, avivada por las dramáticas proclamas anticatalanistas de Gil Robles, Maura, Sánchez Román, Martínez de Velasco o el propio Unamuno. España, se decía entonces como ahora, se deshacía. Mientras, Ortega y Gasset advertía del “terrible destino” de Cataluña, a la que describía proféticamente como un problema “que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar”.

El objetivo de quienes tan ferozmente combatían la autonomía catalana –y ello a pesar de que Lluis Companys no tardó en aceptar el término “región autónoma” para definir a Cataluña-, no era otro que desestabilizar a la República, que se enfrentaría apenas unos meses más tarde a un levantamiento militar dirigido por Sanjurjo, la primera intentona golpista de la extrema derecha. Nada que ver con el propósito que se persigue ahora, mucho más modesto, de tumbar al Gobierno de Zapatero, una causa para la que trabaja legítimamente el Partido Popular y a la que contribuyen con denuedo sus activistas de la pluma y de las ondas. Para desesperación de algunos sembradores de odio, el Ejército ya no está ni se le espera, como es natural.

Aquel 27 de mayo, el presidente del Gobierno Manuel Azaña pronunció uno de sus discursos más célebres. Reconoció la existencia de hechos diferenciales, criticó a los monopolizadores del patriotismo y aseguró que uno de los mayores errores que podía cometerse era contraponer los sentimientos de Cataluña a los de España: “Cataluña dice, los catalanes dicen: queremos vivir de otra manera dentro del Estado español. La pretensión es legítima; es legítima porque lo autoriza la ley, nada menos que la ley constitucional. La ley fija los límites que debe seguir esta pretensión, y quién y cómo debe resolver sobre ella”. Al concluir su intervención de tres horas, Companys profirió un “¡Viva España!” al que Azaña correspondió con un “¡Visca Catalunya!”. Las Cortes enardecidas dieron vía libre a la tramitación del Estatuto. “Con un discurso así sí que se puede mandar a los catalanes”, declararía Jaime Carner, nacido en El Vendrell y ministro de Hacienda.

Las comparaciones serán, por tanto, inevitables, pero las diferencias son abrumadoras. La primera y obvia es que ni Zapatero es Azaña, por mucho que trate de emularle con un largo e intenso discurso que sus asesores llevan tiempo preparándole, ni Carod Rovira se parece a Companys, y posiblemente enfermaría de urticaria antes de dar vivas a España. La segunda y fundamental es que lo que se plantea en la actualidad no es si Cataluña tiene o no derecho a vivir de otra manera dentro del Estado. Lo que realmente se debate es si la Cataluña que se plasma en la propuesta de Estatuto tiene cabida en el Estado. Con independencia de si son uno o cien los artículos inconstitucionales o si el término nación es o no aplicable, el mal de origen es conceptual: una parte se dirige al todo de tú a tú, en condiciones de igualdad, algo sencillamente inaceptable.

Si algo ha revelado este Estatuto es que la izquierda catalana ha sido fagocitada por el nacionalismo, lo que deja a una buena parte del electorado sin referente. Zapatero debería haber tomado ya buena nota de que, tan peligroso como tener a Maragall de enemigo, es tenerlo como amigo. En último término, demonizar a los catalanes, aunque luego se brinde con cava, puede servir para avanzar en las encuestas a corto plazo, pero aboca, no ya a la marginalidad, sino a la extinción como partido del PP en Cataluña, lo que complica mucho la vida a quien quiere ganar las próximas elecciones generales.

Es innegable que se ha creado un problema donde no lo había, una habilidad que el nacionalismo ha perfeccionado a lo largo de la historia para retroalimentarse. Pero se trata, en definitiva, de un problema político que requiere una solución política. Fijados los límites de lo aceptable, las fronteras de la constitucionalidad, la tramitación del Estatuto en el Congreso no tendría por qué producir sobresaltos. Por el contrario, desactivará alarmas y acallará tremendismos. Los Balcanes quedan demasiado lejos, como bien saben los fabricantes de miedo.

A partir de aquí, los escenarios son diversos. Pudiera ocurrir que las modificaciones del proyecto sean tantas y tan profundas que los promotores del Estatuto las consideren inasumibles y decidan su retirada. El primer efecto sería que el PSOE perdería el apoyo parlamentario de ERC, lo que conduciría posiblemente a unas elecciones anticipadas en las que Zapatero podría presentarse como el hombre que ofreció diálogo pero que se mantuvo firme en la defensa de la Constitución. Pudiera ocurrir también que las modificaciones sean aceptadas a regañadientes por los cuatro partidos que defienden el proyecto, lo que daría munición de futuro a los nacionalistas, pero dejaría solo al PP en su rechazo a un Estatuto que habría pasado el cedazo constitucional. Ambas situaciones merecerían ser meditadas por Rajoy, a la hora de decidir si su partido se implica o no en el trámite parlamentario.

Finalmente, existiría una tercera posibilidad: que el Estatuto se apruebe en el Congreso a pesar de la oposición de alguno de sus promotores, presumiblemente CiU. El conflicto se trasladaría a Cataluña, donde el texto debe ser sometido a referéndum. De darse esta circunstancia, nos hallaríamos ante una lotería, que acarrearía graves perjuicios a los perdedores. Si CiU fracasa, se despediría de sus aspiraciones de volver a la Generalitat en décadas; si triunfa, el tripartito caería y abocaría a elecciones anticipadas en Cataluña y, casi con toda probabilidad, en el conjunto de España. Demasiado riesgo para ser asumido por alguno de los implicados.

El 9 de septiembre de 1932 el Parlamento aprobaba la autonomía de Cataluña por 314 votos contra 24. Companys volvía a expresar su júbilo con un “¡Viva nuestra España!” al que, en aquella ocasión, correspondió el poeta, periodista y diputado republicano Luis de Tapia con otro sonoro “¡Viva nuestra Cataluña!”. Setenta años después, cuando el vocablo ‘nosotros’ ya no une sino aleja, empiezan a faltar voces para una parte del coro.

A los amantes de la historia e, incluso, a quienes gustan de retorcerla a su antojo, el debate de la propuesta de Estatuto de Cataluña que se celebra este miércoles en el Congreso les permitirá evocar el que se vivió en las Cortes Españolas el 27 de mayo de 1932. Se discutía entonces un articulado al que los diputados catalanes habían opuesto su propio texto, redactado por cierto en un santuario, en el que se definía a Cataluña no ya como una nación, sino como un “Estado autónomo”. La situación guardaba algunas similitudes con la que se vive actualmente: la derecha y sus medios afines habían logrado crear un clima de agitación social lanzando el mensaje de que la unidad de la patria estaba en peligro. La convulsión alcanzaba a todo el país, avivada por las dramáticas proclamas anticatalanistas de Gil Robles, Maura, Sánchez Román, Martínez de Velasco o el propio Unamuno. España, se decía entonces como ahora, se deshacía. Mientras, Ortega y Gasset advertía del “terrible destino” de Cataluña, a la que describía proféticamente como un problema “que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar”.