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El periodismo y el derecho de pernada
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Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

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El periodismo y el derecho de pernada

Una de las máximas recurrentes en el periodismo dice así: “Perro no come carne de perro”. La frase, como puede intuirse, es un gran monumento a

Una de las máximas recurrentes en el periodismo dice así: “Perro no come carne de perro”. La frase, como puede intuirse, es un gran monumento a la impunidad. Se puede despellejar al político, al futbolista y al fontanero, está bien visto pitorrearse de la duquesa de Alba y, por supuesto, de Moratinos, y hasta se considera correcto dar bajonazos ocasionales a los empresarios y a los banqueros, siempre y cuando no sean anunciantes, que en eso consiste básicamente la libertad de expresión. Pero poner a caldo a los presuntos compañeros nunca se creyó elegante -hoy por ti mañana por mí- hasta que el frentismo se adueñó del oficio. Los perros últimamente comen cualquier cosa -bien es cierto que en pequeños bocados- especialmente si el hueso está en la otra trinchera.

Quizás sea lo único bueno que ha traído esta división, según la cual un periodista sólo puede ser ‘independiente’ -que es el eufemismo con el que se define la prensa de derechas de toda la vida-, o acreditarse como un esbirro de Polanco -un eufemismo todo él y su vasto imperio-. No hay tercera vía, y si la hay está hecha para gente frugal de menos de tres comidas diarias. Este bipartidismo mediático permite al menos desahogos antes impensables. En los últimos tiempos es posible leer, escuchar y hasta proferir mofas sobre la yihad de Jiménez Losantos y de César Vidal, el historiador más prolífico desde Herodoto; no crea escándalo retratar al académico Juan Luis Cebrián como un espléndido censor; es saludable envolver el bocadillo con los agujeros negros del 11-M fabricados por la factoría Ramírez; y resulta ocurrente preguntar si entre los miembros del jurado de Miss Roquetas se halla Luis María Anson.

La abolición de la impunidad dentro del gremio ha sido sustituida por otra de mayor calado, que sitúa a los periodistas al margen de la ley. Ocasionalmente, un médico va a la cárcel si se demuestra su negligencia; a los ingenieros se les cae el pelo si se vienen abajo sus presas; los jueces son desnudados de sus togas si prevarican; y hasta los profesores son expulsados de la docencia si se extralimitan en su libertad de cátedra. Pues bien, nada de esto afecta a la grey de la que este humilde juntaletras forma parte desde hace veinte años.

Este extraño privilegio, del que no se tiene constancia en ninguna parte del mundo, ha convertido al periodismo en España en una suerte de ruleta rusa trucada, porque nunca hay bala en la recámara. Así, se puede llamar golpista o gánster al presidente del Gobierno o se puede sugerir que estaba detrás de los atentados de Madrid en la que perdieron la vida 192 personas –elegante forma de llamarle asesino- a coste cero. Los propaladores de estas gravísimas acusaciones duermen a pierna suelta porque a ningún juez de este país se le ocurrirá abrir diligencias para que den cuenta de sus profundas investigaciones periodísticas y de sus caudalosas fuentes. Les ampara eso que se llama libertad de expresión, reconvertida en puro y vulgar derecho de pernada.

El mal que aqueja a la profesión es tan profundo que va camino de convertirse en irreparable. En el origen del problema se encuentra la extinción casi completa de los empresarios tradicionales de medios de comunicación. Salvo contadas excepciones, los propietarios han renunciado a creer que sus empresas pueden constituir un negocio en sí mismas y desconfían de que la venta de información de primera calidad sea rentable. Para remediarlo, han transformado sus diarios, sus emisoras de radio y sus televisiones en instrumentos de otros fines empresariales, que inexorablemente pasan por obtener la prebenda del poder político de turno. La verdad no se busca sino que se alquila al mejor postor.

En consecuencia, los proyectos intelectuales e ideológicos han sido sustituidos por simples maquinarias conspirativas, cuya auténtica dimensión se muestra en relación con el poder. El medio adulará o azotará, clamará o callará, alertará del fin del mundo o describirá el paraíso, según convenga. Despojados de su función social primigenia, los periodistas son peones que han puesto su libertad de expresión en almoneda, mientras contemplan embobados cómo se pisotea otro derecho más relevante: el de una sociedad libre a estar informada, incluso de los desmanes de ese grandilocuente y caricaturesco cuarto poder.

La perversión alcanza tal grado que los autoproclamados depositarios de la libertad de expresión no admiten crítica alguna ni reconocen la libertad de los demás para, cuando menos, defenderse. El reciente ejemplo de la Cope es ilustrativo. La cadena de los obispos puede descalificar, insultar y hasta vomitar sobre los socialistas, los comunistas, los nacionalistas, los independentistas, los gays, las lesbianas y los masones, pero considera inadmisible que los destinatarios de sus improperios reaccionen pidiendo ceses o la revocación de sus licencias porque ello atenta contra su sacrosanta libertad de expresión.

En estos días se discute un proyecto de Estatuto, que no es el catalán, sino el de la profesión periodística. Lo urgente no es regular el acceso al periodismo sino devolver algo de ética a un oficio desacreditado. Bertrand Rusell en La conquista de la felicidad llega a aconsejar a los periodistas un camino hacia la paz interior, tras constatar que la inmensa mayoría no creen en la política de los medios para los que trabajan y han adoptado el cinismo como válvula de escape a la prostitución de su talento: “No puedo condenar a los que se dedican a este tipo de trabajos, porque morirse de hambre es una alternativa demasiado dura, pero creo que si uno tiene posibilidades de hacer un trabajo que satisfaga sus impulsos constructivos sin pasar demasiada hambre, hará bien, desde el punto de vista de la felicidad, en elegir este trabajo antes que otro mucho mejor pagado pero que no le parezca digno de hacerse. Sin respeto de uno mismo, la felicidad es prácticamente imposible. Y el hombre que se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá respetarse a sí mismo”. Lástima que a la indignidad le lluevan voluntarios.

Una de las máximas recurrentes en el periodismo dice así: “Perro no come carne de perro”. La frase, como puede intuirse, es un gran monumento a la impunidad. Se puede despellejar al político, al futbolista y al fontanero, está bien visto pitorrearse de la duquesa de Alba y, por supuesto, de Moratinos, y hasta se considera correcto dar bajonazos ocasionales a los empresarios y a los banqueros, siempre y cuando no sean anunciantes, que en eso consiste básicamente la libertad de expresión. Pero poner a caldo a los presuntos compañeros nunca se creyó elegante -hoy por ti mañana por mí- hasta que el frentismo se adueñó del oficio. Los perros últimamente comen cualquier cosa -bien es cierto que en pequeños bocados- especialmente si el hueso está en la otra trinchera.