Es noticia
Jugar con fuego
  1. España
  2. Sin Enmienda
Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

Por

Jugar con fuego

Un reciente editorial de Le Monde recordaba el diagnóstico que Jacques Chirac, entonces alcalde de París, hacía en 1995 sobre la fractura social que ya se

Un reciente editorial de Le Monde recordaba el diagnóstico que Jacques Chirac, entonces alcalde de París, hacía en 1995 sobre la fractura social que ya se manifestaba en Francia: “En los suburbios desheredados reina un terror difuso. Cuando demasiados jóvenes sólo ven ante sí el paro o pequeños períodos de prácticas al final de unos estudios inciertos, acaban rebelándose. De momento el Estado se esfuerza por mantener el orden, y el tratamiento social del paro evita lo peor. Pero, ¿hasta cuándo?”. Para el visionario Chirac, la dimensión de esa fractura urbana, étnica y religiosa amenazaba la propia unidad nacional. Diez años después, con el país envuelto en las llamas de una incontenible explosión de violencia, lo que ha quedado claro es la incapacidad de la República para reconquistar esos “territorios perdidos” y la de su presidente para aplicar las recetas que él mismo prescribía: poner las fuerzas de la nación al servicio del empleo para devolver a cada francés su lugar y su oportunidad en la sociedad y el control de su destino.

Esta orgía de destrucción y vandalismo en la que bailan al caer la noche miles de jóvenes de este extraño movimiento sin líderes, que exige respeto poniendo fuego a su propio mundo, a sus colegios y a los coches de sus vecinos, ha acabado con la ficción de la igualdad de la que el orgulloso Estado francés se enseñoreaba. Es la historia del fracaso de unas políticas públicas que pretendían conseguir, no ya la asimilación de la población inmigrante, sino fomentar el sentimiento de orgullo de ser ciudadanos franceses. Lo representaba gráficamente un dirigente socialista: “En la Asamblea Nacional no hay ni un solo diputado de origen magrebí o de piel oscura, a excepción de los tres de los territorios del Caribe. Y un sólo musulmán, el representante de Mayotte, en el Índico”.

El temor al contagio, a que una ola de violencia semejante alcance Alemania, donde la situación de la población de origen turco –más de dos millones y medio de personas entre inmigrantes y nacionalizados- no es muy distinta a la que se vive en los suburbios franceses, o, incluso España, que tiene en la inmigración uno de los puntos de fricción permanente entre el Gobierno y la oposición, preside hoy los debates. Para algunos finos analistas de nuestro país, lo importante no es estudiar las causas de la revuelta para no cometer los mismos errores sino cerrar a toda prisa las fronteras, fundamentalmente las de Marruecos, de forma que impidiendo llegar a los abuelos hagamos imposible que los nietos nos quemen el Volvo.

Francia y Alemania comenzaron a recibir inmigrantes hace más de 50 años y juzgaron erróneamente que se trataba de un fenómeno temporal y que los recién llegados terminarían por retornar a sus países de origen. Si el modelo de integración francés se ha demostrado desastroso, el alemán, basado en la mera aceptación de la diferencia, simplemente no ha existido. En el caso español, tal y como refleja un espléndido estudio titulado “La inmigración musulmana en Europa” (Víctor Pérez Díaz, Berta Álvarez-Miranda y Elisa Chuliá), las semejanzas empiezan a resultar alarmantes. Aquí también los inmigrantes marroquíes se han agrupado en ciertos barrios, lo que favorece un contacto endogámico, tienen altas tasas de desempleo y los ocupados lo son en trabajos de escasa cualificación y bajas remuneraciones. Constituyen además el colectivo de inmigrantes peor valorado por los españoles.

La integración exige una aceptación recíproca. Un señor recién llegado de Tánger no tendría por qué encontrar dificultades para adaptarse a un sistema de libertades que debe permitirle vivir dentro de los preceptos que su religión le impone. Pero a cambio tendría que comprender que su forma de vida ha de cambiar necesariamente y, especialmente, la de su mujer, a la que le han de alcanzar los derechos de una sociedad libre. Todo Gobierno que aspire realmente a la integración de estos inmigrantes haría bien en prestar atención a las mujeres, generalmente más cómodas con las formas occidentales que sus compañeros varones por razones que se antojan obvias.

La aceptación mutua es inevitablemente un proceso lento, que ha de comenzar en los colegios, primera vacuna contra la discriminación. Se trata, como casi siempre, de una cuestión de dinero. Un Estado que destine recursos suficientes a mejorar el rendimiento escolar de los niños inmigrantes y su manejo del idioma y que dé confianza a sus padres incorporando una educación religiosa islámica similar a la que se ofrece a los católicos estará conjurando el peligro de una fractura social a medio plazo.

Pero difícilmente se podrá convertir a los inmigrantes en ciudadanos si se les niega de entrada un derecho básico como es el voto. Parece razonable considerar que, además del nacimiento, la residencia sea la llave que abra las listas del censo electoral. El propio ministro del Interior francés, Nicolás Sarkozy, dos días antes de que desatara la ira de los suburbios llamando “racailles” (gentuza, escoria) a sus habitantes, había propuesto establecer un arraigo de 10 años para obtener el derecho al voto en elecciones locales. ¿Puede entenderse que personas que pagan sus impuestos estén inhabilitados para elegir a quienes han de administrarlos? Negar la participación democrática a los inmigrantes les convierte en invisibles: ni sus propuestas ni ellos mismos merecerán una excesiva atención de los políticos por la sencilla razón de que no les proporcionan votos.

Existen precedentes en toda Europa. Irlanda, Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca, Países Bajos y Gran Bretaña –que desde hace medio siglo concedió el sufragio activo y pasivo en todas las elecciones a los residentes ciudadanos de la Commonwealth- permiten a los ciudadanos no comunitarios elegir y ser elegidos en las elecciones locales. En España sólo se concede el derecho de voto a estos residentes en caso de reciprocidad con sus países de procedencia.

Es muy posible que, como ha declarado Mijail Gorbachov, los disturbios que tienen en vilo a Francia no sean sino los signos de un “malestar global general” por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, un problema, en definitiva, de justicia. Es urgente que las calles de París, de Toulouse o de Lyon recuperen la calma pero seamos conscientes de que todos estamos jugando con fuego.

Un reciente editorial de Le Monde recordaba el diagnóstico que Jacques Chirac, entonces alcalde de París, hacía en 1995 sobre la fractura social que ya se manifestaba en Francia: “En los suburbios desheredados reina un terror difuso. Cuando demasiados jóvenes sólo ven ante sí el paro o pequeños períodos de prácticas al final de unos estudios inciertos, acaban rebelándose. De momento el Estado se esfuerza por mantener el orden, y el tratamiento social del paro evita lo peor. Pero, ¿hasta cuándo?”. Para el visionario Chirac, la dimensión de esa fractura urbana, étnica y religiosa amenazaba la propia unidad nacional. Diez años después, con el país envuelto en las llamas de una incontenible explosión de violencia, lo que ha quedado claro es la incapacidad de la República para reconquistar esos “territorios perdidos” y la de su presidente para aplicar las recetas que él mismo prescribía: poner las fuerzas de la nación al servicio del empleo para devolver a cada francés su lugar y su oportunidad en la sociedad y el control de su destino.