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Juan Carlos Escudier

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Los Estados Unidos han accedido a pagar la mitad de lo que costará descontaminar Palomares, la pedanía almeriense donde hace 40 años se les cayeron tres

Los Estados Unidos han accedido a pagar la mitad de lo que costará descontaminar Palomares, la pedanía almeriense donde hace 40 años se les cayeron tres bombas atómicas tan potentes que obligaron a Fraga a tirar de Meyba y chapotear para el NO-DO. Siendo de por sí noticiosa la generosidad de nuestros aliados, lo más sorprendente es que, año tras año, un ente llamado Consejo de Seguridad Nuclear ha venido certificando que aquello es una patena y que los elementos radiactivos de la zona no han afectado ni a las personas, ni a la vegetación ni a los productos agrícolas. Lo más que se ha llegado a decir es que en los tomates y pimientos hay plutonio, sí, pero que si se lavan salen unas ensaladas magníficas y sin riesgo.

Tuvo que venir un alcalde del PP y anunciar que, según es costumbre en el litoral, se disponía a levantar unos centenares de viviendas de nada, para que al Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT) le entraran las prisas por expropiar las 10 hectáreas donde impactaron dos de las bombas. La explicación que se ha dado es que algunas muestras de caracoles habían salido más radiactivas de lo normal, lo que sugiere una posible contaminación del subsuelo. En otras palabras, que habiendo cosas que es mejor no remover y siendo una de ellas el plutonio, los chalés adosados no convenían al paisaje salvo que sus inquilinos llevaran trajes NBQ hasta en el retrete.

Del acuerdo suscrito con el Departamento de Energía estadounidense y del tiempo estimado de los trabajos de limpieza –no menos de dos años- se infiere que en las últimas cuatro décadas hemos sido víctimas de un monumental engaño, porque el riesgo para la población –que se negaba- siempre ha estado presente. El colofón lo ha puesto en estos días el director del CIEMAT, Juan Antonio Rubio, que ha asegurado que no se ha podido estimar aún el coste de la limpieza porque se desconoce el nivel de contaminación. ¿A qué se ha dedicado entonces el organismo en los últimos lustros?

Y es que si algo se ha hecho en este tiempo es controlar y medir, se supone que con cargo a la cuenta corriente del Tío Sam y de la Atomic Energy Commision. Salvo cambios recientes, cada año, medio pueblo de Palomares se montaba por turnos en dos taxis en primavera y en otoño y se desplazaba a Madrid. Se salía el domingo, después de comer, y se llegaba de noche al mismo hotel, el Mediodía, en plena plaza de Atocha. Al día siguiente, comenzaban los análisis de orina y de sangre y el martes se regresaba al pueblo.

Cualquiera que se haya dado una vuelta a fondo por Palomares se habrá topado con las estaciones de contaminación radiactiva, una especie de magefesas gigantes que producen un insufrible zumbido y que registran lecturas continuas. Cada viernes se levantan sus tapas. De anotar las mediciones y transmitirlas al CIEMAT se encargaba no hace mucho un topógrafo, de nombre Francisco para más señas.

Después de tantos controles, de tantos análisis de hortalizas y hasta de caracoles suena extraño que se nos diga ahora que se ignora cuán contaminado está el subsuelo, siendo como fue la gran preocupación de nuestros amigos americanos, que se llevaron casi dos millones de toneladas de tierra en su limpieza inicial tras el accidente. ¿Se mide la radioactividad de los gasterópodos y no la que se encuentra a veinte metros de profundidad?

Ocurre que el silencio ha sido muy rentable para todos, empezando por los habitantes de Palomares. Desde el accidente el pueblo cambió, y no tanto por las indemnizaciones de los americanos, que ni fueron tantas ni tan cuantiosas, sino por la agricultura intensiva, que esa sí que fue un bombazo. El municipio ha sido en estos años una mina de oro y el que más y el que menos se ha puesto las botas exportando lechugas, sandías, tomates o melones, a Alemania y Bélgica principalmente. A la hora de consignar la procedencia, el nombre de Palomares fue sustituido por otro completamente aséptico: Cuevas del Almanzora.

Ha interesado borrar el pasado, pero de la discreción con que las hortalizas soportan el uranio y el americio hemos pasado al estruendo del cemento y del ladrillo visto. Vamos a tener que aceptar dos cosas: que quien contamina paga es una frase perfecta, salvo si el que contamina es Estados Unidos, que paga la mitad; y que la especulación inmobiliaria es buena para la salud. Para que luego digan.

Los Estados Unidos han accedido a pagar la mitad de lo que costará descontaminar Palomares, la pedanía almeriense donde hace 40 años se les cayeron tres bombas atómicas tan potentes que obligaron a Fraga a tirar de Meyba y chapotear para el NO-DO. Siendo de por sí noticiosa la generosidad de nuestros aliados, lo más sorprendente es que, año tras año, un ente llamado Consejo de Seguridad Nuclear ha venido certificando que aquello es una patena y que los elementos radiactivos de la zona no han afectado ni a las personas, ni a la vegetación ni a los productos agrícolas. Lo más que se ha llegado a decir es que en los tomates y pimientos hay plutonio, sí, pero que si se lavan salen unas ensaladas magníficas y sin riesgo.