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¿Acabamos con los sindicatos?
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Juan Carlos Escudier

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¿Acabamos con los sindicatos?

Como si fuera algo normal que los olmos dieran peras, los más empeñados en que el Gobierno aproveche la crisis para reformar el mercado de trabajo,

Como si fuera algo normal que los olmos dieran peras, los más empeñados en que el Gobierno aproveche la crisis para reformar el mercado de trabajo, abaratar el despido, recortar las pensiones y cambiar las reglas de la negociación colectiva han redoblado su presión sobre los sindicatos, con el argumento de que no pueden permanecer impasibles ante una política económica que ha generado cuatro millones de parados. A las centrales se les exige que convoquen una huelga general contra Zapatero que, según ha prometido, ni facilitará los despidos, ni rebajará las pensiones ni adoptará reformas en el mercado de trabajo que no sean bendecidas por los sindicatos, además de compartir con ellos la estrategia de aumentar el gasto público para incentivar la economía. En definitiva, se pretende que UGT y CCOO den peras y, de paso, se peguen un tiro en el pie, so pena de excomunión por entreguistas, inoperantes, oficialistas y vividores.

En realidad, a los promotores de esta movilización les trae al pairo los motivos por los que pudiera convocarse, incluida la alopecia de Rubalcaba, siempre y cuando fuera una huelga general contra el Gobierno. Pero aun imaginando que parar el país durante 24 horas sirviera para salir de la crisis, la posibilidad de que se haga realidad es remota, salvo que Zapatero adoptara contra la recesión las liberales recetas de sus opositores.

Ello no significa que haya que descartar el escenario de la huelga, pero siempre como reacción ante actitudes beligerantes de una patronal que no quiere oír hablar de subidas de sueldo y que quizás se vea tentada a recomendar a la empresas que no hagan efectivos algunos compromisos salariales pactados en los convenios vigentes. La huelga, por tanto, sería contra la CEOE y no contra el Gobierno. No son peras, pero es lo que hay.Alternativamente, cabe suponer que la estrategia de reclamar lo absurdo a los sindicatos por parte de sectores vinculados mayoritariamente a la derecha mediática, trata de poner en cuestión su papel y desacreditarles como interlocutores, en un momento en el que están en juego algunas cuestiones esenciales para el conjunto de los trabajadores. Las cifras de un desempleo galopante sirven de abono a la especie de que las centrales son simples correas de transmisión del Gobierno o que su inacción obedece a su dependencia de las subvenciones oficiales. ¿A quién favorece la debilidad sindical en una negociación sobre nuevas formas de contratación o sobre el futuro de las pensiones?

Es verdad que los sindicatos no son perfectos, que la burocracia ha anquilosado muchas de sus estructuras, que no han sabido atraerse a los trabajadores precarios y a los más jóvenes, que entre sus afiliados están infrarrepresentados mujeres e inmigrantes y que, en cierta medida, han perdido su carácter de movimiento social. Pero eso no es óbice para reconocer que han contribuido decisivamente en el desarrollo social del país, que han combatido la pobreza y la explotación, y que siguen siendo los garantes de un Estado del Bienestar que ahora se quiere poner en cuestión.

También es cierto que algunas de las críticas que reciben son manifiestamente injustas. Se menciona por ejemplo la baja afiliación, que ronda el 16%, muy alejada de las tasas de sindicalización de los países nórdicos (alrededor del 80%) o de la media de la UE, en torno a un 25%. Y se oculta que la negociación colectiva tiene efectos generales, de manera que no hay que ser afiliado para beneficiarse de la subida salarial negociada por un sindicato. O que la baja militancia dice poco de su representatividad porque cerca de un 70% de los trabajadores eligen a sus delegados sindicales.

Este modelo es el que ha determinado un sistema de financiación poco transparente, que se nutre de los Presupuestos Generales del Estado y que ha generado algún que otro escándalo por el desvío de los fondos previstos para la formación continua, actividad en la que comparten responsabilidades con las organizaciones empresariales. Es imprescindible una ley que establezca la financiación en función de las actividades realizadas y no por el número de delegados, y que lo haga de manera diáfana, aunque, por lo visto, no.

Los retos del sindicalismo en este nuevo siglo son enormes. Se hace indispensable una modernización de sus organizaciones, que siguen confiando a la capacidad autodidacta de sus propios representantes la gestión de conflictos cada vez más complejos, cuando no ya los empresarios, que cuentan con consultoras y bufetes a su servicio, sino los propios Gobiernos utilizan laboratorios de ideas para buscar alternativas o encontrar soluciones a los problemas que enfrentan.

Es necesario también imaginar nuevas formas de presión, porque la ciudadanía esta harta de soportar movilizaciones que le son ajenas, especialmente si afectan a sectores como el transporte, la educación o la sanidad. Hay quien ha planteado con bastante criterio aprovechar la necesidad de imagen que tienen hoy las empresas o buscar la complicidad de los consumidores, fórmulas que, por otra parte, han explotado con relativo éxito las ONG en sus pugnas con las multinacionales.

Los sindicatos han de ser cada vez más globales, sin olvidar que su poder radica en los centros de trabajo. No es una tarea fácil en un país con una red empresarial tan atomizada, con casi un 20% de empresas de menos de seis trabajadores. Es aquí donde han de desarrollar su función los liberados sindicales, en vez de copar el 5% de la plantilla de RTVE.

Su acción es imprescindible para enfrentarse a directivas como la del comisario Bolkestein, que pretendía con la libre prestación de servicios trasnacionales que empresas y trabajadores se rigieran por las condiciones de su país de origen, o para impedir que la jornada laboral pueda fijarse en un pacto individual en el contrato. Son útiles, incluso, a las propias empresas, que difícilmente podrían encauzar sin su ayuda algunos conflictos laborales a los que se enfrentan. No dan peras pero ofrecen algo de seguridad. A algunos, les basta.

Como si fuera algo normal que los olmos dieran peras, los más empeñados en que el Gobierno aproveche la crisis para reformar el mercado de trabajo, abaratar el despido, recortar las pensiones y cambiar las reglas de la negociación colectiva han redoblado su presión sobre los sindicatos, con el argumento de que no pueden permanecer impasibles ante una política económica que ha generado cuatro millones de parados. A las centrales se les exige que convoquen una huelga general contra Zapatero que, según ha prometido, ni facilitará los despidos, ni rebajará las pensiones ni adoptará reformas en el mercado de trabajo que no sean bendecidas por los sindicatos, además de compartir con ellos la estrategia de aumentar el gasto público para incentivar la economía. En definitiva, se pretende que UGT y CCOO den peras y, de paso, se peguen un tiro en el pie, so pena de excomunión por entreguistas, inoperantes, oficialistas y vividores.

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