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El año del miedo y de la maldita resignación
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Juan Carlos Escudier

Sin Enmienda

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El año del miedo y de la maldita resignación

Si hubiera que definir este 2010 que hemos empezado a dejar atrás bastarían cuatro palabras: el año del miedo. Es verdad que desde que empezamos a

Si hubiera que definir este 2010 que hemos empezado a dejar atrás bastarían cuatro palabras: el año del miedo. Es verdad que desde que empezamos a sentirnos opulentos esta emoción dejó de resultarnos ajena, como si la prosperidad llevara forzosamente impreso el temor en su cara oculta. Componemos una sociedad asustadiza que siempre encuentra argumentos para sentir pánico, ya sea a los terroristas, a los inmigrantes, a la gripe A, al ratero de la esquina o al vecino del quinto. Es un miedo muy del agrado del poder, que lo maneja a conveniencia como instrumento efectivo de control. La leyenda de una viñeta de El Roto allá por el mes de enero describía magistralmente esta atmósfera: “Por su propia seguridad, permanezcan asustados”.

Sobre estos miedos, en su mayor parte inducidos, la crisis económica ha venido a extender un temblor distinto, que tiene que ver con la visión que tenemos de nosotros mismos y de nuestra posición en la escala social. Hemos sentido pavor  a mirarnos al espejo y contemplarnos en los márgenes del sistema, apeados a la fuerza de ese tren en el que viajábamos a no se sabe bien dónde pero cómodamente instalados en vagones de primera clase.

El terror de este 2010 nos ha paralizado. Como niños espantados por las sombras de la habitación, hemos metido la cabeza entre las sábanas rogando que amaneciera pronto, y, sobre todo, que la carta de despido no fuera para nosotros sino para el compañero de al lado. El miedo no nos ha dejado gritar que era injusto que recortaran el sueldo a los asalariados mientras seguían creciendo los bonus de los ejecutivos, nos ha impedido rebelarnos cuando se argumentaba que para contratar más había que despedir más barato, y ha evitado que hiciéramos un corte de mangas a quien nos apremiaba a trabajar más por menos dinero, como sostenía ese líder de la patronal que llegó a autocontratarse para desvalijar a fondo la caja registradora de una de sus empresas.

Esa maldita resignación es la que nos hace pensar que nada volverá a ser como antes y que, en consecuencia, tendremos que acostumbrarnos a renunciar a esos derechos que tanto tardamos en conquistar y que nadie vino a regalarnos

No es que hayamos temido perder el empleo, el piso hipotecado del centro, el apartamento en la playa o el 4x4 tan estupendo que iba a llevarnos al fin del mundo, eso sí, pisando asfalto, no fuéramos a cargarnos la amortiguación campo a través; es que hemos tenido a sensación de que flirtear con la pobreza en un momento como éste nos reduciría a la condición de marginados. Hemos sido dóciles porque tenemos 50 años y el mercado laboral no quiere vejestorios o porque somos tan jóvenes, tan preparados y tan mileuristas que hemos llegado a aplaudir este darwinismo social que la crisis llevaba escondido en las alas pensando que, por fin, se acercaba nuestra hora.

Antes de sentir los primeros sudores fríos por la espalda, cuando la angustia de no estar obligados a madrugar era cosa de otros y pensábamos que nunca nos alcanzaría, teníamos perfectamente identificados a los responsables del destrozo y llegamos a creernos las grandilocuentes palabras de quienes prometían la refundación del capitalismo y el sometimiento del dinero a la política. Descubrimos demasiado tarde que salvar a los bancos de su ruina era como dejar a un puñado de gremlins bajo la tormenta, y que cuando se intenta reformar los mercados con tan poca convicción lo normal es que sean los mercados los que terminen por reformarle a uno.

De repente, los responsables de tanta desgracia dejaron de serlo y nos sumamos a una caza de brujas que buscaba a los culpables entre nosotros mismos. Aconsejados por algunos de los mas reputados especuladores, que ni con la crisis han dejado de ir al dentista en avión privado, o por sus secuaces más activos, fuimos primero a por los funcionarios, que eran unos vagos; luego a por los sindicalistas, que además de vagos eran unos maleantes; después a por los asalariados, tipos insolidarios que no eran capaces de comprender que sólo abaratando sus despidos los parados dejarían de serlo; más tarde a por los parados, que no tienen para filetes pero están a la sopa boba; a continuación a por los inmigrantes, que nos arruinan con sus gripes y sus operaciones de coronaria; finalmente, decidimos que los culpables éramos todos nosotros sin distinción, por esa manía absurda de no morirnos a los 65 años y querer cobrar una pensión al mes sin dar un palo al agua.

Tanta actividad persecutoria nos tiene rendidos y, sobre todo, resignados. Hemos llegado a convencernos de que todo lo que nos pasa es por nuestra mala cabeza y hasta asentimos cuando alguno de nuestros millonarios de la lista Forbes nos reprocha haber vivido por encima de nuestras posibilidades gracias al crédito que ellos mismos nos concedieron. Esa maldita resignación es la que nos hace pensar que nada volverá a ser como antes y que, en consecuencia, tendremos que acostumbrarnos a renunciar a esos derechos que tanto tardamos en conquistar y que nadie vino a regalarnos.

Nada hace prever que seamos capaces de espantar a esos fantasmas que nos acompañan. Nuestro miedo nos disculpará de rebelarnos contra las injusticias. Es una eximente que ya contemplaba el Derecho Romano cuando reguló las acciones metus causa. El llamado “miedo insuperable”, que servía para justificar la legítima defensa, ampara ahora la consciente postración en la que nos encontramos. Para estas estatuas de sal ha comenzado el 2011.

Si hubiera que definir este 2010 que hemos empezado a dejar atrás bastarían cuatro palabras: el año del miedo. Es verdad que desde que empezamos a sentirnos opulentos esta emoción dejó de resultarnos ajena, como si la prosperidad llevara forzosamente impreso el temor en su cara oculta. Componemos una sociedad asustadiza que siempre encuentra argumentos para sentir pánico, ya sea a los terroristas, a los inmigrantes, a la gripe A, al ratero de la esquina o al vecino del quinto. Es un miedo muy del agrado del poder, que lo maneja a conveniencia como instrumento efectivo de control. La leyenda de una viñeta de El Roto allá por el mes de enero describía magistralmente esta atmósfera: “Por su propia seguridad, permanezcan asustados”.

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