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Apuntalar dictadores en el mundo árabe es un mal negocio
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Juan Carlos Escudier

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Apuntalar dictadores en el mundo árabe es un mal negocio

Ya fuera por esa sinceridad que le distingue o porque se estaba ganando el sueldo como líder del lobby de los llamados Friends of Israel, quien

Ya fuera por esa sinceridad que le distingue o porque se estaba ganando el sueldo como líder del lobby de los llamados Friends of Israel, quien con más claridad ha descrito el papel que debe jugar Occidente en los estallidos populares de Túnez, Egipto, Yemen y Jordania ha sido José María Aznar. Para el ex presidente es bonito reclamar libertad y democracia, pero, dadas las enormes dificultades de los musulmanes para “adaptarse al mundo moderno”, ha de prevalecer la estabilidad y los intereses de quienes sí somos capaces de experimentar la modernidad. Se limitaba Aznar a poner letra a la música que Estados Unidos y la Unión Europea vienen tocando en la región desde hace décadas, con mayor intensidad desde que los atentados del 11-S convirtieran la lucha contra el islamismo en un asunto de Estado. Bajo esta óptica, en el futuro hay que hacer lo mismo que se ha hecho en el pasado sin tocar una sola coma.

Es precisamente esta política la que ha desacreditado a Occidente entre los grupos de oposición a estos regímenes, que han comprobado la hipocresía de quienes se presentaban como los valedores de la democracia y los derechos humanos mientras apuntalaban a los dictadores. Tal ha sido la miopía que en vísperas de la caída de Ben Alí la Unión Europea negociaba otorgar a Túnez un estatuto avanzado y el comisario de la cosa, el checo Stefan Fule, se refería al país como “un socio importante y fiable para la UE con el que ha forjado relaciones sólidas basadas en valores compartidos y en el respeto mutuo”.

La ola de los cambios ha pillado por sorpresa a la UE, cuyas iniciativas en el Mediterráneo para contener el islamismo, tal y como ha explicado José Ignacio Torreblanca, experto en Oriente Medio y director de la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations, han sido semejantes a las que Estados Unidos llevó a cabo en Centroamérica para evitar la expansión del comunismo. Su contribución ha sido decisiva para mantener en el poder a dictadores corruptos y su descrédito es de tal calibre entre la sociedad civil de estos países que su influencia en el devenir de los acontecimientos ha quedado reducida a la insignificancia.

España no es una excepción en la relación con los vecinos del sur. El interés nacional ha aconsejado el silencio sobre las violaciones de derechos humanos en Marruecos, Argelia y Túnez, especialmente en el primer caso, porque a quienes vigilan nuestras vallas fronterizas y evitan que el país se llene de hambrientos subsaharianos, mantienen a raya a los islamistas que con gusto intentarían reconquistar Al-Andalus, e impiden que nos llueva la marihuana no se les puede ofender con exigencias democráticas, sobre todo si no dan mucho la matraca con Ceuta y Melilla. Nos limitamos a cumplir la norma de la UE de anteponer las reglas de la democracia a las relaciones comerciales que, como todo el  mundo sabe, sólo funciona con Cuba.

Lo más alucinante es que ese paraíso de las libertades que es Occidente sigue considerando a Marruecos como el arquetipo de democracia en el que ha de inspirarse el resto de la región

Túnez es insignificante y Egipto nos pilla un poco lejos, así que la principal preocupación de la diplomacia española es que las revueltas prendan en Marruecos, peligro que la ministra Trinidad Jiménez ha querido conjurar con unas declaraciones sorprendentes. En su opinión, el contagio de las protestas está completamente descartado en Marruecos porque el país inició hace años un proceso de apertura democrática.

Llegados a este punto, quizás convenga recordar los elementos fundamentales de la democracia marroquí. Según su Constitución de 1996, el Rey es la máxima autoridad política y religiosa, en su papel de comandante de los fieles y comendador de los creyentes. Tiene en sus manos el poder Ejecutivo y nombra al Gobierno y a los altos cargos de los ministerios más principales. Puede aprobar las leyes que le venga en gana y vetar cualquier iniciativa del Parlamento o del Gobierno, por lo que detenta el poder legislativo. El judicial simplemente no tiene reconocimiento como tal y está al servicio del Rey. Es una monarquía absoluta en la que cualquier semejanza con el Estado de Derecho es pura coincidencia.

Las supuestas reformas impulsadas por Mohamed VI se han quedado en nada. La principal, por lo revolucionaria, fue la creación de la llamada Comisión de Equidad y Reconciliación, que debía examinar las desapariciones y las gravísimas violaciones de los derechos humanos cometidos entre 1956 y 1999. La Comisión concluyó sus trabajos en 2005 y, según Rabat, se ha indemnizado a 17.000 supervivientes y se han facilitado tarjetas sanitarias a cerca de 3.000. Por supuesto, la lista jamás se ha hecho pública y no se ha llevado a la Justicia a los culpables.

El nuevo rey promulgó leyes contra la tortura, que se habrán tenido muy en cuenta en la salvaje represión contra las últimas protestas saharauis, una legislación sobre prensa que no impide el cierre de periódicos o el encarcelamiento constante de periodistas, y ha dejado en suspenso la firma de distintos convenios internacionales sobre derechos humanos por entender que restringía su autoridad. Lo más alucinante es que ese paraíso de las libertades que es Occidente sigue considerando a Marruecos como el arquetipo de democracia en el que ha de inspirarse el resto de la región.

Para Europa, y también para España, es urgente un cambio de política, salvo que se llegue a la conclusión de que la democracia es un árbol que sólo puede florecer en Central Park o como mucho en el Retiro, aunque entonces alguien tendría que explicar por qué han muerto miles de personas en Iraq y Afganistán cuando se sabía que exportar allí la democracia era imposible por el clima.

Hay muros de contención que no pueden mantenerse indefinidamente a costa del sufrimiento de los pueblos. Lo aconsejable sería cambiar de estrategia, defender de una vez por todas los valores que, según dicen, nos identifican, apoyar elecciones libres, condenar la represión, incluso si ésta se ejerce contra los islamistas, respaldar a quienes defienden los derechos humanos y la libertad de prensa y no querer para los demás lo que no querríamos para nosotros mismos. Eso sería lo inteligente y, por ello, altamente improbable.

Ya fuera por esa sinceridad que le distingue o porque se estaba ganando el sueldo como líder del lobby de los llamados Friends of Israel, quien con más claridad ha descrito el papel que debe jugar Occidente en los estallidos populares de Túnez, Egipto, Yemen y Jordania ha sido José María Aznar. Para el ex presidente es bonito reclamar libertad y democracia, pero, dadas las enormes dificultades de los musulmanes para “adaptarse al mundo moderno”, ha de prevalecer la estabilidad y los intereses de quienes sí somos capaces de experimentar la modernidad. Se limitaba Aznar a poner letra a la música que Estados Unidos y la Unión Europea vienen tocando en la región desde hace décadas, con mayor intensidad desde que los atentados del 11-S convirtieran la lucha contra el islamismo en un asunto de Estado. Bajo esta óptica, en el futuro hay que hacer lo mismo que se ha hecho en el pasado sin tocar una sola coma.