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El 14 de abril, contra el anacronismo de la Monarquía
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Carlos Fonseca

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Carlos Fonseca

El 14 de abril, contra el anacronismo de la Monarquía

Ya no hay sociedad civil. Los poderes económicos han acabado con ella. Se han apoderado de la política e impuesto la dictadura de los mercados como

Ya no hay sociedad civil. Los poderes económicos han acabado con ella. Se han apoderado de la política e impuesto la dictadura de los mercados como razón única. La utopía como aspiración ha sido sustituida por el pragmatismo, y el individualismo feroz ha acabado con la solidaridad y lo que ésta tiene de reconocimiento y empatía con nuestro semejante. El bipartidismo ha convertido a los ciudadanos en meros votantes a los que consulta cada cuatro años e ignora después de sus decisiones. Resignación e indiferencia son las palabras que mejor definen el momento que vivimos.

Un estado de ánimo radicalmente distinto al que vivió nuestro país hace ahora 80 años con la proclamación de la Segunda República y lo que supuso de esperanza en el futuro. Hasta hace poco el 14 de abril era una fecha que apenas trascendía de sectores minoritarios, y su solo enunciado era descalificado por la modernidad como una extravagancia de nostálgicos.

La paulatina recuperación de nuestra memoria histórica ha puesto en valor una etapa que sentó las bases de las libertades que hoy disfrutamos, y extendido sus valores entre las generaciones más jóvenes. La República no es un fetiche, ni una aspiración de trasnochados, sino una propuesta contra la indiferencia y el “lo mismo da” que tan buenos resultados da a quienes pretenden que el futuro siga atado y bien atado. La laicidad del Estado, el divorcio o las autonomías, que aún concitan enfrentamientos, ya figuraban en la Constitución de 1931.

La Transición fue un ejercicio de generosidad por parte de la izquierda, que optó por la reforma en lugar de la ruptura con la etapa precedente y aceptó la Monarquía constitucional como un mal menor. Sirvió para un momento concreto, pero los pactos no son eternos, ni sinónimo de olvido, ni nos eximen del ejercicio intelectual de plantearnos dudas para mejorar lo que tenemos, y a mí la monarquía me parece un anacronismo. La razón no me alcanza para entender que alguien sea el máximo representante del Estado por ser el hijo/a de quien le precede en el cargo. Una especie de “de oca en oca y tiro porque me toca”.

No se trata solo del privilegio hereditario, sino de la corte que se mueve en torno a la figura monárquica, que por un simple vínculo de consanguineidad disfruta del privilegio de una vida regalada. Príncipes, princesas, infantas, altezas reales, duques y condes de aquí y de allá, cuyas vidas de cuento nos acercan las publicaciones de papel couché para convencernos de que son el espejo en el que mirarnos. Eso sí, se mira pero no se toca.

Los defensores de la monarquía dicen que su vigencia se explica con su longevidad. Los reyes reinan pero no gobiernan, añaden como pretexto, y me pregunto, ¿entonces para qué sirven? Su labor, defienden, es meramente representativa y, llegado el caso, son el árbitro para dirimir conflictos entre los poderes del Estado, al que representan desde su imparcialidad política. Esto último también es mentira, y les invito a que repasen la historia de nuestros Borbones más recientes, de Alfonso XIII a Juan Carlos I, por ejemplo.

Me dirán que si con la monarquía nos ha ido bien, ¿para qué cambiar entonces? Pues para mejorar. Si se trata de representarnos, prefiero a alguien a quien los ciudadanos podamos elegir que a una persona que nos venga impuesta. No se trata de “reabrir heridas del pasado”, como dicen los apocalípticos de la derecha, ni de plantear un debate estéril porque la Constitución impide la restauración de la República. Se trata de mirar hacia adelante en busca de una sociedad más justa e igualitaria; mejor.

El debate genera dudas, y nada más peligroso que la duda para quien sustenta sus privilegios en el inmovilismo. No nos resignemos a callar sobre lo mejorable, ni a posponer debates que nunca son prioritarios, ni al mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Ortega y Gasset lo dijo muy claro: “solo progresa quien piensa en grande, solo camina quien mira lejos”. La Tercera República no es un sueño, es una propuesta política con vocación de ser mayoritaria algún día. Lo dicho, ¡salud y República!

Hasta el próximo miércoles.

Ya no hay sociedad civil. Los poderes económicos han acabado con ella. Se han apoderado de la política e impuesto la dictadura de los mercados como razón única. La utopía como aspiración ha sido sustituida por el pragmatismo, y el individualismo feroz ha acabado con la solidaridad y lo que ésta tiene de reconocimiento y empatía con nuestro semejante. El bipartidismo ha convertido a los ciudadanos en meros votantes a los que consulta cada cuatro años e ignora después de sus decisiones. Resignación e indiferencia son las palabras que mejor definen el momento que vivimos.

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