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El vértigo de ETA y Zapatero
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Óscar López-Fonseca

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El vértigo de ETA y Zapatero

En la antigua Persia, cuando una caravana partía, el primer día limitaba su viaje a un farsar, una medida que equivalía a seis kilómetros de los

En la antigua Persia, cuando una caravana partía, el primer día limitaba su viaje a un farsar, una medida que equivalía a seis kilómetros de los de ahora. No lo hacía ni por superstición ni por pereza, sino porque los caravaneros eran conscientes de que la primera noche, tras la salida, la mayoría de sus integrantes se percataba de que había olvidado algo en casa. Ese farsar permitía a los despistados ir a su hogar y volver antes de la salida del sol, cuando la caravana reiniciaba el camino dispuesta a cubrir largas distancias en cada jornada sin posibilidad de dar marcha atrás. En un farsar, precisamente, se encuentra aún el criticado, alabado, reclamado y rechazado proceso de paz del País Vasco. Un proceso que, lógicamente, requiere un largo viaje del que apenas se han dado los primeros pasos en forma de contactos “oficiosos” entre la ilegalizada Batasuna y dirigentes del Partido Socialista de Euskadi (PSE), y en el que los principales protagonistas, el Gobierno y ETA, se han mantenido como aparentes espectadores que, sin embargo, han manejado los hilos de dichos encuentros desde la sombra.

Ninguno de ellos se ha decidido a dar, de hecho, un solo paso público. Ni la organización terrorista ha anunciado una tregua, aunque sea temporal; ni el Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero ha realizado un gesto con los presos etarras acercándolos a cárceles próximas a Euskadi. A lo máximo que han llegado ambos es a lanzar a la opinión pública mensajes, ya sea en forma de comunicado o de resolución parlamentaria, de que están dispuestos a encontrar a una solución, pero sin arriesgar. Ambos se han comportado hasta ahora como si desearan que esa primera noche de la caravana no acabara nunca para no tener que dar el primer paso de ese largo viaje que tanto vértigo parece producirles.

Temen dar un paso de más que el contrario, ceder más de la cuenta, no poder dar marcha atrás en las decisiones que tomen. Y ello a pesar de que desde muchos ámbitos les llegan mensajes animándoles a iniciar el viaje. A ETA, por ejemplo, su brazo político le ha repetido hasta la saciedad que ahora o nunca, que si se pasa este tren, tal vez no haya ninguno más. Pero la banda armada o, al menos, un sector de la misma, el integrado por los militantes más jóvenes -que es, precisamente, el que controla los comandos y las armas-, cree todavía que pueden imponer a la sociedad vasca y la española sus posturas maximalistas de independencia y socialismo trasnochado.

No es algo nuevo ni en la banda ni en otros grupos terroristas. Ahí está el IRA, que tras largos años de tiras y aflojas, de acelerones y frenazos, anunció hace escasos días la entrega definitiva de las armas después de años de negociaciones más o menos públicas. Los políticos irlandeses que de vez en cuando se dejan caer por el País Vasco para participar en charlas con la paz como telón de fondo aseguran que este punto final sólo ha sido posible cuando la organización terrorista descubrió que el coche que podía ofrecer como contrapartida de la negociaciones no valía lo que creía, sino bastante menos. ETA, o una parte importante de ella, aún no se ha dado cuenta que en sus manos no tienen un Ferrari, sino un utilitario y con demasiados kilómetros a cuestas. Bien es cierto que los Otegi, Barrena y Díaz de Usabiaga -por mencionar únicamente a los dirigentes de Batasuna que se han sentado a hablar con los socialistas vascos- ya lo hicieron hace tiempo, como se deduce de lo que ha trascendido hasta ahora de esas conversaciones. Lo malo es que otros dirigentes con peso dentro de la coalición, como Joseba Permach o Elena Beloki, y gran parte de sus bases sigue pensando que su automóvil es el mejor del mundo.

No extraña por ello que Otegi, que se juega algo más que su futuro político en esta apuesta, insista en pedir al Gobierno un gesto hacia los presos, un acercamiento que le permita acallar a los críticos que le surgen como setas dentro de una organización que tiene un carácter asambleario, con el peligro que ello tiene para los actuales dirigentes. Cuando sus interlocutores del PSE le piden una tregua a cambio, él no ha podido sino encogerse de hombros y reconocer que su poder no llega hasta el otro lado de la frontera. De todas formas, él sabe que la banda no decretará la reclamada tregua hasta que vea que todo marcha, que la Mesa de Partidos anunciada por el lehendakari Ibarretxe está en funcionamiento y que ésta sigue el camino que ella considere correcto. Ese es su gran error de la banda. El mismo que hizo fracasar hace años el célebre Pacto de Lizarra. ETA quiere ser de nuevo el garante armado de una conversaciones en las que no tiene nada que decir y en la que la última palabra la debe tener el pueblo vasco y español, y sus representantes políticos, no una organización terrorista con el dedo amenazante en el gatillo.

La posición de José Luis Rodríguez Zapatero no es muy distinta. El dio el visto bueno al presidente del PSE, Jesús Eguiguren, para que iniciara los contactos con Batasuna, siempre que si se descubrían éstos, el político guipuzcoano los asumiera como una decisión propia en la que no había intervenido Moncloa. También consiguió que su partido, a pesar de la reticencia de pesos pesados como Bono e Ibarra, lanzase la resolución parlamentaria del pasado Debate sobre el Estado de la Nación que abría las puertas a negociar con la banda el fin de la violencia. Sin embargo, aún no se ha atrevido a dar el siguiente paso. Le pesa demasiado el temor a las consecuencias políticas en las urnas.

El presidente sabía y sabe que el inicio de cualquier tipo de negociación con ETA sería utilizado como arma por un PP aún demasiado rabioso por su derrota del 14-M y que teme que el hipotético fin de la banda bajo el mandato de ZP le deje en la oposición, al menos, otros cuatro años más. El presidente sabía y sabe que le acusarían de pagar “un precio político”, una expresión que los opuestos a los contactos mencionan sin parar pero que nadie ha explicado claramente qué significa exactamente. El presidente sabía y sabe que una parte importante del colectivo de víctimas calificaría de abominable el intento. Lo sabía, lo sabe, sí, pero también conoce que las últimas encuestas, incluida una realizada por el equipo del Euskobarómetro de la Universidad del País Vasco, arrojan que casi dos de cada tres españoles respaldan una hipotética negociación del Gobierno con ETA.

Son esos dos tercios de ciudadanos los que claman a la banda y a Rodríguez Zapatero que pierdan el miedo a dar el siguiente paso con una tregua y un acercamiento de presos, respectivamente. Tal vez este verano sea el discreto y propicio momento para dejar atrás el farsar y el afrontar el vértigo de este viaje que puede y debe llevar la paz al País Vasco.

En la antigua Persia, cuando una caravana partía, el primer día limitaba su viaje a un farsar, una medida que equivalía a seis kilómetros de los de ahora. No lo hacía ni por superstición ni por pereza, sino porque los caravaneros eran conscientes de que la primera noche, tras la salida, la mayoría de sus integrantes se percataba de que había olvidado algo en casa. Ese farsar permitía a los despistados ir a su hogar y volver antes de la salida del sol, cuando la caravana reiniciaba el camino dispuesta a cubrir largas distancias en cada jornada sin posibilidad de dar marcha atrás. En un farsar, precisamente, se encuentra aún el criticado, alabado, reclamado y rechazado proceso de paz del País Vasco. Un proceso que, lógicamente, requiere un largo viaje del que apenas se han dado los primeros pasos en forma de contactos “oficiosos” entre la ilegalizada Batasuna y dirigentes del Partido Socialista de Euskadi (PSE), y en el que los principales protagonistas, el Gobierno y ETA, se han mantenido como aparentes espectadores que, sin embargo, han manejado los hilos de dichos encuentros desde la sombra.