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La muerte de la acusación popular y cómo sacrificar la justicia a los intereses del poder
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La muerte de la acusación popular y cómo sacrificar la justicia a los intereses del poder

La acusación popular nació en la España liberal de fines del XIX con la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, al igual que el Impuesto de la

La acusación popular nació en la España liberal de fines del XIX con la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, al igual que el Impuesto de la Renta o la libertad de prensa, ha sido siempre vista con muy malos ojos por el Poder, sea este político, económico o incluso mediático. Por supuesto, la dictadura supuso, como para tantas otras instituciones jurídicas de raigambre democrática, un largo paréntesis.

Y, sin embargo, los problemas que puede causar que se reconozca a la ciudadanía el derecho a que se constituya en acusadora en el proceso penal se ven, con mucho, ampliamente compensados con sus beneficiosos efectos para la salud pública. De ahí que sea una institución recogida en esa Constitución Española que tantos y tan distintos quieren hoy cambiar. Muchos casos relacionados con la corrupción de políticos y funcionarios no habrían sido nunca ni siquiera enjuiciados si del Fiscal o del Abogado del Estado hubiera dependido. Solo ciudadanos individuales o asociaciones de estos, incluidos, en ocasiones, los partidos políticos (en especial los que no tocan poder), hicieron posible que primero se conocieran, luego se enjuiciaran y, finalmente, algunos de los implicados respondieran de sus delitos.

Pues bien, el Auto dictado ayer por la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, presidida por el controvertido Gómez Bermúdez, para excluir de enjuiciamiento a Botín, Echenique y otros mandamases del Banco Santander, constituye el acta de defunción de la acción popular.

No se trata de entrar en el análisis técnico de la infame resolución de la Sala presidida por Bermúdez y de la que él mismo es ponente. Lo que en román paladino ha hecho, para evitar a Botín y sus colaboradores en la defraudación de las cesiones de crédito (480.000 millones de pesetas de las de a vellón de 1988 y más de 47.000 operaciones a lo largo y ancho de la geografía hispana) el sonrojo de someterse a un juicio cuya apertura se había acordado en resolución firme, es fijar una doctrina que establece el carácter secundario de la acción popular.

Ya ni siquiera se enjuiciará su conducta. Se ha dictado una sentencia anticipada sin hechos probados. Una absolución porque sí, que hace tabla rasa de la instrucción y del auto de apertura del juicio oral dictada por la jueza Palacios a la que, paradójicamente, lisonjea (“timeo dona ferentes...”). Una sentencia disfrazada de auto de sobreseimiento libre. Una resolución que le ha evitado al intocable pasiego (que no a los clientes de sus cesiones) los “inconvenientes” de verse sometido a un juicio público, los “inconvenientes” de que se entere la gente, el pueblo soberano, de lo que realmente hizo. Y muy grave debió de ser para que se prive a la ciudadanía de a pie de saberlo y poder formar su libre criterio.

Según la singular doctrina de Bermúdez (cuyo nombramiento para presidir la Sala de lo Penal ha sido reiteradamente anulado por el Tribunal Supremo), cuando se trata de delitos que se juzgan por el llamado procedimiento abreviado -los cuales, por cierto, constituyen la inmensa mayoría-, cuando el Fiscal y el Abogado del Estado piden el sobreseimiento respecto a los imputados, de nada sirve lo instruido, de nada sirve que el juez que instruyó haya encontrado indicios racionales de criminalidad en las conductas denunciadas e identificado a sus autores, cooperadores y cómplices, porque de nada sirve que la acusación sea sustentada por la acusación popular. Esta se ha convertido en mera coadyuvante de los que pasan a detentar, nuevamente, como en el franquismo, el monopolio de la acusación: el Fiscal y el Abogado del Estado.

Con ello, no solo este, sino cualquier procedimiento, se ciega, si hace falta, como sucede con los pozos negros que aún quedan en muchos lugares patrios, y a otra cosa, mariposa. Muerto el perro, se acabó la rabia. El tiempo disipará los detritos, que ya se sabe que los escándalos de corrupción son biodegradables por eso del medio ambiente. Y como el pozo está cegado no olerá, o al menos no olerá mucho. Se acabó, señoras y señores, no importunen más al banquero del Régimen (del que sea) y sus colaboradores.

Así y por mor de acabar con la mosca o moscardón que molestaba al prestamista cántabro, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional se ha cepillado la institución de la acusación popular. Y las prevaricaciones, los cohechos, los tráficos de influencias, las negociaciones prohibidas a los funcionarios y autoridades públicas, los delitos fiscales, los fraudes en la obtención de subvenciones, los delitos urbanísticos tan de moda y el largo etcétera que se resume en la Corrupción con mayúscula, solo se podrán enjuiciar si el Fiscal y el Abogado del Estado quieren. O sea, si quieren sus señoritos.

Nuestros políticos, por lo menos los que mandan, tienen ya todo el poder en sus ya poderosas manos. Hasta ahora tenían el de nombrar y cambiar a los jueces, a los fiscales y a los abogados del Estado. Ahora deciden, además, instrucciones mediante, qué y a quienes se enjuicia. Y las acusaciones populares, como en el mus, calladitas y a dar tabaco. Y todo eso, sin cambiar la Constitución. ¿De verdad alguien cree que el actual régimen político es algo que remotamente se parezca a un Estado de Derecho?

* Ramón Sacristán es abogado.

La acusación popular nació en la España liberal de fines del XIX con la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, al igual que el Impuesto de la Renta o la libertad de prensa, ha sido siempre vista con muy malos ojos por el Poder, sea este político, económico o incluso mediático. Por supuesto, la dictadura supuso, como para tantas otras instituciones jurídicas de raigambre democrática, un largo paréntesis.