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El fiasco del referéndum del Estatuto andaluz y la desconfianza en las clases dirigentes
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El fiasco del referéndum del Estatuto andaluz y la desconfianza en las clases dirigentes

El fiasco del referéndum del Estatuto de Andalucía, como también lo fue el de Cataluña, no parece afectar a los responsables del mismo. Tal y como

El fiasco del referéndum del Estatuto de Andalucía, como también lo fue el de Cataluña, no parece afectar a los responsables del mismo. Tal y como ha declarado el presidente de la Junta de Andalucía, los ciudadanos se han abstenido porque han depositado toda su confianza en los partidos políticos. Ni más ni menos. De ahí a preconizar la inutilidad de las consultas electorales queda un paso que, al menos por omisión, ya esta dado. Se ha cubierto el trámite y la clase política continuará impertérrita con sus formulaciones huecas, abusando de la buena fe de los contribuyentes, en este caso de los andaluces. El déficit democrático de España seguirá aumentando con el mismo vigor que su déficit comercial.

Andalucía es una de las regiones más importantes de España tanto por territorio como por población. Cuando se inició el régimen constitucional de 1978, la región andaluza estaba en los umbrales del subdesarrollo, producto de una historia de incuria y abandono por parte de sus clases dirigentes: era una tierra de jornaleros y emigrantes con graves carencias económicas y educativas, que alimentaban el círculo virtuoso de la pobreza y de la sumisión al poder. Por eso, la llegada de nuevos tiempos políticos suponía una inyección de esperanza para quienes deseaban sacar a Andalucía de su postración.

La conversión de Andalucía en comunidad autónoma de 1ª categoría allá por 1980, tras unas controversias no exentas de demagogia, reforzó las expectativas en un cambio genuino a favor del progreso de la región. Y el encargado de dicho cambio, por decisión abrumadora y generosa de los andaluces, fue el PSOE, que anticipó así el caudal de confianza que recibiría en el resto de España en las memorables elecciones de octubre de 1982. Existían, pues, confianza y poder para poner en marcha un proyecto de progreso para España y, especialmente, para Andalucía. Pero el transcurso del tiempo, casi treinta años, ha dejado un sabor amargo sobre lo que pudo ser y no fue por mor de un entendimiento acomodaticio de la política, trufado de intereses meramente electorales para garantizarse la permanencia en el poder.

El modelo político desarrollado en la región ha consistido básicamente en estimular los sentimientos de sumisión y escepticismo, enraizados profundamente en un pueblo cansado de esperar mejores tiempos que, por unas u otras razones, nunca llegaban. La educación, como motor del desarrollo y el progreso social, estaba fuera de ese modelo: había que mantener el perfil bajo en beneficio del conformismo y en detrimento de la consecución de una ciudadanía instruida y exigente en todos los sentidos. Para ello los medios públicos de la región se han volcado en rescatar y promover una suerte de cultura autóctona, que ha tomado para sí lo más retardatario de las tradiciones andaluzas, con menosprecio de lo nuevo y ajeno que hubiera sido tan útil para salir del estancamiento.

Todo lo anterior se ha visto acompañado por la creación de una red clientelar, comparable al viejo caciquismo de la Restauración, que asegurara un caudal de sufragios suficientes para mantener inalterado el disfrute del poder. Los casi treinta años transcurridos son buena prueba de ello, teniendo en cuenta que Andalucía no ha salido en ningún parámetro importante (educación, sanidad, infraestructuras y empleo) del furgón de cola de las regiones españolas. Ese es el resultado de una gestión pública insatisfactoria, que no resistiría la prueba electoral en una sociedad abierta y plural.

La desafección mostrada por los andaluces hacia sus dirigentes puede tomarse como un síntoma previo de que las cosas podrían empezar a cambiar; pero también puede verse en ello una muestra actualizada del sentimiento de abandono de un pueblo que no tiene la más mínima esperanza en la capacidad de sus clases dirigentes y se conforma con sufrirlas y sobrevivir con el fatalismo que eso conlleva. Es la traducción colectiva del “no vale la pena”, para justificar la inacción.

Las declaraciones públicas comentadas al principio indican que no hay el menor propósito de enmienda. Antes al contrario, se profundizará en las políticas realizadas, para evitar cualquier atisbo de cambio progresivo para la región. En éste caso, además, se ha contado con la ayuda inestimable del PP, corresponsable del fracaso, dejando vacía, por el momento, cualquier alternativa a la situación creada. Mala suerte para los andaluces que continuarán refugiados en el descreimiento para no indignarse cada día con sus dirigentes.

* Manuel Muela es economista.

El fiasco del referéndum del Estatuto de Andalucía, como también lo fue el de Cataluña, no parece afectar a los responsables del mismo. Tal y como ha declarado el presidente de la Junta de Andalucía, los ciudadanos se han abstenido porque han depositado toda su confianza en los partidos políticos. Ni más ni menos. De ahí a preconizar la inutilidad de las consultas electorales queda un paso que, al menos por omisión, ya esta dado. Se ha cubierto el trámite y la clase política continuará impertérrita con sus formulaciones huecas, abusando de la buena fe de los contribuyentes, en este caso de los andaluces. El déficit democrático de España seguirá aumentando con el mismo vigor que su déficit comercial.