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La segunda caída de Constantinopla
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La segunda caída de Constantinopla

La reciente elección de un musulmán practicante como presidente de la República de Turquía es la conclusión natural de un proceso iniciado en 2002, con la

La reciente elección de un musulmán practicante como presidente de la República de Turquía es la conclusión natural de un proceso iniciado en 2002, con la primera victoria de los islamistas en las elecciones de aquel año, que, para algunos, puede suponer el recuerdo de la caída de Constantinopla en manos de los otomanos el 29 de mayo de 1453, que marcó el inicio de la Edad Moderna. Puede que esta vez no sea para tanto, pero si tenemos en cuenta cuál es la situación de Europa, cada vez más sensibilizada con el avance del Islam, y las pretensiones de Turquía de convertirse en socio de pleno derecho de la Unión Europea, resulta oportuno reflexionar sobre la trascendencia del cambio cualitativo producido en esa República laica, fundada por Kemal Ataturk en 1923, para sugerir alguna salida al entendimiento entre Turquía y la UE, como alternativa a la inclusión de aquella como un socio más de la Unión.

La historia de Turquía está profundamente enraizada con la historia europea desde la caída de Constantinopla, hoy Estambul, en poder de los turcos en el siglo XV. Momento que marca el inicio de la Edad Moderna y también de una relación ininterrumpida de amor-odio entre el pujante Imperio Turco y las diferentes Monarquías europeas: los Balcanes y el Mediterráneo pueden dar fe de ese devenir histórico. Y uno de los episodios culminantes de esa estrecha relación fue la alianza del Imperio Turco, ya decadente, con los Imperios centrales europeos, el alemán y el austriaco, en la Primera Guerra Mundial. La pérdida de la guerra disolvió los tres imperios, alumbró nuevos estados y dio fuerzas a los principios democráticos como base de la convivencia de las naciones, aunque todavía tendrían que superar pruebas durísimas con una nueva guerra mundial de por medio.

Turquía, cuya república fue establecida en 1923 tras ser abolido el sultanato por Kemal Ataturk, ha pretendido desde entonces ligar su destino a Europa, que se veía como espejo de laicismo, libertad y modernización. Pero ni la tormentosa historia europea del siglo XX ni la propia realidad turca han facilitado la práctica de los ideales, ciertamente loables, de los fundadores de la república de Turquía. No obstante, el hecho objetivo es que ese país ha sido un firme aliado de las potencias occidentales durante la guerra fría y ha pretendido, con menor éxito, mantener su distancia de las formulaciones más radicales del islamismo político.

Desde mi punto de vista, Europa occidental, germen y alma de la Unión Europea, ha sido poco abierta con Turquía y no le ha prestado la atención que merecía, a pesar de tenerla entre sus aliados. Los turcos sólo han contado de verdad con el apoyo de los Estados Unidos, que parecen valorar mejor el esfuerzo de ese país por mantenerse en la órbita de occidente. Aun así, la progresiva degradación de las condiciones de vida y la esclerotización de los partidos políticos tradicionales han provocado que los turcos impulsen un cambio que debería merecer atención y apoyo antes que desapego o recelo por parte de la Unión Europea.

Los propósitos reiterados por los nuevos gobernantes de Turquía favorables a la concertación con la Unión Europea creo que facilitan la recuperación de un interés que nunca debió olvidarse, y que puede ayudar en la tarea de asimilación y moderación de un movimiento político cuya raíz religiosa no debería convertirse en impedimento, siempre que se respeten los valores democráticos comúnmente aceptados. El verdadero riesgo sería hacer con Turquía lo que hace quince años se hizo con Argelia.

La Unión Europea tiene problemas importantes, entre ellos su propia definición constitucional. Por eso se está a tiempo de buscar una aproximación a la cuestión turca desde una perspectiva integradora, que prescinda de la rigidez actual según la cual sólo se puede ser miembro de pleno derecho sin apenas consideración a la figura del país asociado. El caso de Turquía debería mover a valorar más la figura y el estatus de la asociación que podría convertirse en una salida airosa y digna no sólo para la propia Turquía sino para el embrollo constitucional que atenaza a la UE desde que emprendió la huida hacia adelante con un proyecto constitucional poco maduro y bastante quimérico y una ampliación al Este que no está ni mucho menos resuelta.

La reciente elección de un musulmán practicante como presidente de la República de Turquía es la conclusión natural de un proceso iniciado en 2002, con la primera victoria de los islamistas en las elecciones de aquel año, que, para algunos, puede suponer el recuerdo de la caída de Constantinopla en manos de los otomanos el 29 de mayo de 1453, que marcó el inicio de la Edad Moderna. Puede que esta vez no sea para tanto, pero si tenemos en cuenta cuál es la situación de Europa, cada vez más sensibilizada con el avance del Islam, y las pretensiones de Turquía de convertirse en socio de pleno derecho de la Unión Europea, resulta oportuno reflexionar sobre la trascendencia del cambio cualitativo producido en esa República laica, fundada por Kemal Ataturk en 1923, para sugerir alguna salida al entendimiento entre Turquía y la UE, como alternativa a la inclusión de aquella como un socio más de la Unión.