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La ‘Doctrina Botín’ como síntoma del grave deterioro de la Justicia española
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La ‘Doctrina Botín’ como síntoma del grave deterioro de la Justicia española

Una sentencia del Tribunal Supremo de 30 de enero de 2006 desestimó el recurso de casación del alcalde de un pequeño pueblo, condenado por estafa y

Una sentencia del Tribunal Supremo de 30 de enero de 2006 desestimó el recurso de casación del alcalde de un pequeño pueblo, condenado por estafa y fraude. En la sentencia se identifica a ese alcalde como Jon. El recurrente pretendía que dado que la Fiscalía pidió el sobreseimiento de su causa y que el perjudicado había renunciado al ejercicio de la acción, no debió de haberse abierto juicio oral a instancias tan solo de la acusación popular. La Sala que lo juzgó desestimó su recurso fundándose en la reiterada interpretación acerca de la autonomía de la acusación popular respecto a las demás acusaciones. A resaltar que entre los Magistrados que formaron Sala en ese caso, uno de ellos, Giménez García, ante el caso que ahora se verá mantuvo una posición diametralmente opuesta a la que costó a Jon una condena de un año de prisión menor por un delito de estafa, diez meses de prisión menor por otro de fraude, y su inhabilitación para ocupar cargo público en seis años y un día.

Las coincidencias de este caso con el de las “cesiones de crédito” que han determinado la que se conoce en los ambientes forenses como Doctrina Botín son obvias: la existencia de una acusación popular que mantuvo su acusación contra el criterio de la Fiscalía y la renuncia del perjudicado.

Ciertamente hay diferencias entre una y otra. No me refiero a la posición económica y social de Jon, a años luz de la del banquero. Me refiero a que, siendo muy censurable la conducta de Jon, está muy lejos de constituir “el mayor fraude fiscal de la democracia”, como calificó a las “cesiones de crédito” el diputado Joan Saura, en sesión plenaria del Congreso. Y a que en el caso de Jon el delito masivo no se perpetró abusando de la confianza en una organización bancaria extendida por todo el territorio español. Ni tampoco Jon exteriorizó su desprecio a la Ley como en el caso de las “cesiones de crédito”, hasta el punto de hacer figurar como contratantes del mecanismo ideado para defraudar al Fisco a personajes de ficción como el Capitán Trueno, a difuntos que dormían el sueño de la paz en los cementerios, a indigentes varios o a emigrados a Venezuela que desconocían que su nombre estaba siendo usado como tapadera de una nómina inacabable de miles de defraudadores (más de 47.000 operaciones, 426.000 millones de pesetas ocultados) al Erario atraídos por los reclamos de “opacidad” del Banco de Santander. ¿Alguien recuerda aquel anuncio, con palmera de fondo y todo, en que se sugería “ven al Paraíso Fiscal, ven al Santander.”

Tampoco Jon tuvo a su disposición a un ejército de conocidos letrados y peritos. Unos letrados, en su mayor parte catedráticos de las facultades de Derecho o Abogados del Estado en excedencia, que recuerdan aquel chiste de La Codorniz según el cual son “Abogados del Estado por la mañana y Abogados contra el Estado por la tarde.” Y menos aún vio Jon su caso apoyado por la Fiscalía (desde que el Sr. Santos fue sustituido por el Sr. Fungairiño) y por el Servicio Jurídico del Estado, travestidos ambos en mutación contra natura en defensores del omnipotente banquero. Los españolitos de a pie no se verán defendidos por tan ilustres instituciones públicas costeadas con los impuestos que pagan. La gente corriente, la agobiada por la hipoteca, la que pasa miedo por el fantasma del desempleo, no se puede permitir cometer el más mínimo error a la hora de declarar sus ingresos y gastos a un Ministerio de Hacienda que los revisa con lupa y que al menor error los llama a capítulo, sanción incluida.

Y seguro que la mayoría no conoce (ya se encargan los medios afines, que son casi todos, de que así sea) el “adorno” que culminó la vergonzosa faena de aliño de tan ilustres instituciones. En el caso de las “cesiones”, el Ministerio Fiscal y el Abogado del Estado decidieron, sobre los mismos hechos, no formular acusación contra los clientes que se juzgaban en el mismo procedimiento en que se imputaba a Botín y al Santander y, sin embargo, acusaron y acusan a los clientes, siempre sobre los mismos hechos, a quienes se juzga en procedimiento aparte desgajado en su día del de Botín.

Además, aquí no se trataba solo de no acusar al ilustre prócer de las finanzas patrias. Por obsceno que pueda parecer, los letrados de Botín se atrevieron a quejarse a la Sala de la hipótesis de “un juicio oral interminable, que dure años y en el que los acusados, en especial don Emilio Botín, tengan que sentarse en el banquillo todos los días”. Es difícil encontrar un ejercicio de prepotencia similar. Los abogados deberíamos escandalizarnos de unas actuaciones realizadas por quienes no solo olvidan lo que es la Ley positiva que enseñan en sus cátedras, sino que pierden cualquier referencia de lo justo y lo injusto, y hasta del sentido del ridículo, llegando a tales afirmaciones. Ante ese ejercicio de servilismo de sus letrados, Botín acabará perdiendo cualquier noción de su humana dimensión.

Llegados a este punto aparece otra gran diferencia con el caso Jon. Porque éste, a diferencia de Botín, sí hubo de sentarse en el banquillo de los acusados. Era llegado el momento de la Doctrina a la que da nombre nuestro prócer. La Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional presidida (a la tercera va la vencida) por el magistrado de meteórica carrera Gómez Bermúdez, conocido como SuperBer, en ponencia de ese mismo magistrado, alumbró la doctrina que habría de evitar las incomodidades del banquillo para el trasero de Botín de que se quejaban sus letrados. El Fiscal propuso y SuperBer dispuso esa nueva Doctrina fundada, en lo sustancial, no en la inexistencia de indicios de criminalidad, sino en que determinado artículo de la Ley Procesal Penal había sido objeto de modificación el año 2002 y esa modificación, no aplicable a Jon, era manifiestamente aplicable a Botín, a quien así se evitaba situación tan embarazosa para cualquier ciudadano como es la de someterse a un juicio público con las garantías procesales oportunas.

El problema que tiene la tesis de SuperBer es solo uno pero muy grande: en la citada reforma de 2002, lo único que se modificó fue la numeración (antes era el artículo 790.3 y ahora es el 782.1, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal) del precepto procesal en que descansa, no su contenido. O sea, la Doctrina Botín descansa en que se ha producido una modificación que no se ha producido. El asunto tiene sus bemoles. Como en las moscas y los cañones, además de salvar el trasero de Botín, el auto de SuperBer se llevó por delante la venerable institución de la acusación popular que data de 1882 y que en 1978 se elevó a derecho constitucional de la ciudadanía (art. 125 CE).

Una de las acusaciones populares que mantuvo su acusación contra Botín, la Asociación para la Defensa de Inversores y Clientes (ADIC), puso de relieve en su recurso de casación ante el Tribunal Supremo las indigencias argumentales del auto de SuperBer, además de las graves vulneraciones del principio de igualdad ante la Ley. Vano empeño. El Pleno de la Sala de lo Penal, por 9 votos contra 5 (en realidad 8 contra 6 si se lee su contenido), en sentencia de la que fue ponente el Magistrado Bacigalupo, decidió que la Doctrina Botín era correcta. Para quien la desconozca y quiera abandonar la profesión de abogado, es altamente recomendable la lectura de la sentencia del incomparable Bacigalupo, aunque con la advertencia previa de que dicha lectura puede ocasionar una profunda depresión en cualquier persona con un mínimo de honradez intelectual. Bacigalupo sostuvo ce por be lo mismo que SuperBer, y en el trance se vio acompañado, por ejemplo, por uno de los magistrados, el antes mencionado Giménez García, que un año antes había confirmado la cárcel e inhabilitación para Jon.

Escasamente un mes más tarde se produjo otra Sentencia del Pleno de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Se trataba del conocido como “caso Atutxa”. Resolvía el recurso interpuesto por el sindicato Manos Limpias contra la sentencia del TSJ del País Vasco que había absuelto al político nacionalista y a otros correligionarios de un delito de desobediencia a la ejecutoria de una sentencia del Tribunal Supremo. Atutxa y sus compañeros tenían buenas razones para sentirse tranquilos. No solo habían sido absueltos en la instancia (banquillo si hubo), sino que su caso y el de las “cesiones de crédito” coincidían en que el Fiscal no había formulado acusación. La Doctrina Botín, se decían, cerraba cualquier posibilidad de condena. Y la invocaron. Gran chasco. Donde dije digo, digo Diego. Condena al canto. No tan grande como la de Jon, pero condena, de modo que a Atutxa y a otros “desobedientes” se les puede llamar ahora “delincuentes”. Habrá que convenir que su enfado tiene muy buenos motivos.

La Doctrina Botín, en suma, constituye un síntoma más del gravísimo deterioro en que se encuentra la justicia española. Para salvarle el fondillo a Botín se “crea” una doctrina que se funda en una modificación legal que no ha ocurrido. El letrado del sindicato Manos Limpias ha expuesto de tal Doctrina que “una golondrina no hace primavera”. Cierto. Pero golondrina o no, la Doctrina Botín significa para muchos de nosotros que, lisa y llanamente, España no es un Estado de Derecho. Y que aquí, salvo los poderosos, nadie puede sentirse tranquilo desde el punto y hora en que la justicia no es igual para todos. Por cierto ¿alguien ha oído expresar alguna crítica a los partidos políticos? En el piélago putrefacto en que ha devenido lo que los ingenuos calificaron una vez de Estado de Derecho, es mejor no hacer olas.

Ramón Sacristán es abogado.

Una sentencia del Tribunal Supremo de 30 de enero de 2006 desestimó el recurso de casación del alcalde de un pequeño pueblo, condenado por estafa y fraude. En la sentencia se identifica a ese alcalde como Jon. El recurrente pretendía que dado que la Fiscalía pidió el sobreseimiento de su causa y que el perjudicado había renunciado al ejercicio de la acción, no debió de haberse abierto juicio oral a instancias tan solo de la acusación popular. La Sala que lo juzgó desestimó su recurso fundándose en la reiterada interpretación acerca de la autonomía de la acusación popular respecto a las demás acusaciones. A resaltar que entre los Magistrados que formaron Sala en ese caso, uno de ellos, Giménez García, ante el caso que ahora se verá mantuvo una posición diametralmente opuesta a la que costó a Jon una condena de un año de prisión menor por un delito de estafa, diez meses de prisión menor por otro de fraude, y su inhabilitación para ocupar cargo público en seis años y un día.

Emilio Botín