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Cuestión de confianza

Es deseable que las elecciones generales se celebren con normalidad, superando la grave anomalía de las de marzo de 2004, para poder constatar si la política

Es deseable que las elecciones generales se celebren con normalidad, superando la grave anomalía de las de marzo de 2004, para poder constatar si la política española se va desprendiendo del voto de la memoria y da paso al dinamismo electoral propio de las democracias desarrolladas, en las que el trasvase de votos entre partidos es una práctica habitual. Porque, al fin y a la postre, lo que se pide al elector es que haga una demostración de confianza, no de fe, en aquellos que considere más capacitados para administrar el poder público.

La historia atormentada de España durante el siglo XX, guerra civil y dictadura, ha venido influyendo en el comportamiento electoral de los españoles durante los últimos treinta años: el peso del voto ideológico, o lo que es en mi opinión el voto de la memoria, ha hecho posible que, con independencia del mayor o menor acierto de los gobernantes, éstos se hayan beneficiado de la fidelidad casi granítica de sus votantes, acentuando la oligarquización del sistema de partidos actual e impidiendo la regeneración del mismo.

No obstante lo anterior, conviene señalar que el paso del tiempo y la propia evolución de la sociedad española han mostrado algunos signos de cambio, todavía leves, puestos de manifiesto cuando se produjo la salida del poder de Felipe González en 1996, acompañada de la crisis de su propio partido. Desde entonces, el PSOE, que sumaba a su crisis doméstica el declive de todo el socialismo europeo, se dedicó a alentar posiciones centrífugas que dañaban cualquier propuesta unitaria, ignorando su razón de ser. Con tal actitud, se excluyó como referente sólido para la recuperación democrática, en perjuicio de todo el centro-izquierda de España. Ese fue un elemento determinante de la mayoría absoluta del Partido Popular en las elecciones de marzo del 2000. Por vez primera, se apreció un comportamiento electoral menos lastrado por la historia y más atento a la confianza en los gestores públicos.

El aligeramiento de la memoria parecía un anticipo de normalización progresiva de las consultas electorales y un acicate para que los partidos políticos actualizaran sus mensajes y prescindieran de la parafernalia trasnochada, que constituye un insulto permanente a la inteligencia de los españoles. Pero la fortuna, una vez más, abandonó a los españoles: la horrenda matanza del 11 de marzo de 2004 quebró la normalización y nos introdujo en una vía muerta. Tanto los gobernantes inesperados como sus oponentes se dedicaron a espolear los viejos fantasmas, con olvido de que la obligación de todos ellos ante semejante tragedia hubiera sido trabajar juntos, administrar con prudencia y cauterizar las heridas, para desembocar en un plazo breve en unas elecciones dominadas por la paz de los espíritus como garantía previa del libre juicio de los electores.

Es verdad que las consultas electorales celebradas después de marzo de 2004 han tenido una apariencia más normal y equilibrada, me refiero especialmente a las elecciones europeas de junio de 2004 y a las municipales y autonómicas de mayo de 2007, pero los altos índices de abstención observados son indicativos del disgusto y de la falta de motivación de los ciudadanos. Nadie pareció tomar nota de ello y todo apuntaba a que continuaría el viejo discurso de rojos y nacionales. Pero el verano de 2007 nos sorprendió con una crisis financiera cuyas consecuencias son difíciles de prever: malas en todo caso.

La crisis sobrevenida, producto típico del capitalismo financiero dominante, ha sembrado el temor y la desconfianza y debería haber obligado a los políticos a cambiar de discurso. Hay algunos intentos, pero los que gobiernan se obstinan en negar la realidad y los que se oponen no se resisten a cargar las tintas, aunque deslizan algunas propuestas para frenar los efectos adversos de la crisis. La confusión y el desánimo no parecen fáciles de conjurar, pero las elecciones obligan a decidir entre un conjunto de males.

A pesar de su definición constitucional como monarquía parlamentaria, el régimen de la Constitución de 1978 ha venido funcionando como un sistema seudopresidencialista en el que se termina eligiendo al futuro jefe de Gobierno y hay dos candidatos para ello, Zapatero y Rajoy. El margen de maniobra del elector es muy limitado, convirtiendo su elección en algo personal. Por encima de las viejas historias de rojos y nacionales, de la hojarasca propagandística y de las promesas vanas, el español preocupado por la crisis económica y su propio porvenir vital y familiar se ve obligado a decidir entre dos personas, para resolver cuál de ellas estaría más capacitada para gestionar el poder público en tiempos difíciles. Aunque parezca simplista, el 9 de marzo se ha convertido en una cuestión de confianza personal y no partidaria. Caveant consules

*Manuel Muela es economista.

Es deseable que las elecciones generales se celebren con normalidad, superando la grave anomalía de las de marzo de 2004, para poder constatar si la política española se va desprendiendo del voto de la memoria y da paso al dinamismo electoral propio de las democracias desarrolladas, en las que el trasvase de votos entre partidos es una práctica habitual. Porque, al fin y a la postre, lo que se pide al elector es que haga una demostración de confianza, no de fe, en aquellos que considere más capacitados para administrar el poder público.