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El Estado de las desigualdades
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El Estado de las desigualdades

Cada día conocemos hechos y circunstancias que ponen de manifiesto la intensidad de un fenómeno, el de la desigualdad, que debería estar en fase de superación,

Cada día conocemos hechos y circunstancias que ponen de manifiesto la intensidad de un fenómeno, el de la desigualdad, que debería estar en fase de superación, sobre todo en aquellos países dotados de un orden democrático que trae causa de los viejos ideales de libertad, igualdad y fraternidad. El caso de la España actual es paradigmático de cómo, a partir de una constitución formalmente democrática, se ha ido construyendo una red de valores y realidades jurídicas cuya maduración se ha producido en términos de sublimación de las desigualdades, siendo las más visibles las que se derivan de las diferentes políticas emanadas del poder público, que parecen tener como objetivo la construcción de una sociedad desigual. Es algo insólito que vuelve a poner a nuestro país en una dirección doctrinal y política contraria a la imperante en las naciones democráticas.

Se ha reiterado hasta la saciedad que el papel del Estado en las sociedades modernas ha sido y es contribuir a su desarrollo equilibrado para evitar injusticias y penurias, que impiden el avance y desarrollo de la sociedad. Y España no podía ser una excepción: todos aquellos movimientos sociales y políticos que en nuestro país han querido transformar la sociedad, concedían al Estado, sobre todo a su reforzamiento y crédito, la mayor importancia. Liberales, conservadores, republicanos y socialistas han acreditado en los dos últimos siglos de Historia española su respeto por el Estado como garante del bien público y de la consecución del interés general, sin perjuicio de las diferencias ideológicas y las políticas concretas que cada grupo pudiera ejecutar.

Esa tradición que nos homologaba con las corrientes doctrinales imperantes, al menos en Europa, empezó a quebrarse a principio de los años 80 del siglo pasado, una vez aprobada la constitución. El derecho a la autonomía de las regiones contemplado en la misma se fue convirtiendo en la práctica en una operación de desmontaje del Estado en beneficio de otras realidades, las comunidades autónomas, que en su afán por afirmarse se han negado a aceptar el interés nacional y, en consecuencia, han procurado el descrédito y empobrecimiento del que representa tal interés, el Estado. Han sido casi 30 años de transferencias jurídicas, materiales y humanas, hasta el punto de que a estas alturas poco o casi nada queda por transferir. El Estado es poco más que un residuo, todavía incómodo para algunos.

No habría objeciones importantes que hacer a esa gigantesca tarea de descentralización del poder público si su resultado fuera el avance en la igualdad, en la libertad y en la administración austera de los recursos públicos. Todos nos felicitaríamos de haber inventado una construcción jurídico-política interesante y singular. Pero no ha sido así: el Estado se ha fragmentado, la igualdad y la libertad de los españoles han salido malparadas en materias muy sensibles, tales como la educación, la sanidad, la fiscalidad y la propia seguridad en algunos lugares del país. Solo la superestructura política y determinados poderes económicos se sienten satisfechos de esa realidad: los unos porque tienen privilegios y prebendas, y los otros porque tienen enfrente un poder político débil, al que resulta muy fácil manejar.

Todo este proceso ha sido posible porque el crecimiento económico del país y el caudal de recursos recibidos desde nuestra integración en la UE en 1985 han permitido una administración “generosa” de los dineros públicos. La sociedad, por su parte, ha procurado acomodarse a ese nuevo orden que, en no pocas regiones, ha generado importantes redes clientelares de individuos y empresas al abrigo del nuevo feudalismo. Ha sido una época de divertimento y lujo que ahora empieza a pasar factura. Los ejemplos serían interminables; desde la disparidad en la remuneración de los funcionarios públicos hasta la imposibilidad de elegir la lengua oficial para la educación de los hijos, pasando por la ruptura de la unidad de mercado, con fiscalidades diversas y diferentes exigencias administrativas, etc., etc. En el vértice, el Gobierno de la nación, que carece de facultades para ejecutar las políticas públicas sanitarias, educativas, asistenciales y fiscales, convertido así en predicador de lujo de la impotencia.

Por eso resulta un debate sin fundamento analizar la enjundia o liviandad de los recientes nombramientos ministeriales. Excepto el ministro de Hacienda, que conserva su papel de máximo recaudador a secas, casi todo lo demás es relleno e imagen. Una penosa devaluación del poder público con los impuestos de todos. Aunque parezca un ejercicio de pesimismo, el panorama actual, con una crisis económico financiera que tiene mala cara, nos sugiere que, como los ateos que piden rogativas para que llueva sobre Barcelona, recurramos al “Dios proveerá” para no terminar como el rosario de la aurora.

*Manuel Muela es economista.

Cada día conocemos hechos y circunstancias que ponen de manifiesto la intensidad de un fenómeno, el de la desigualdad, que debería estar en fase de superación, sobre todo en aquellos países dotados de un orden democrático que trae causa de los viejos ideales de libertad, igualdad y fraternidad. El caso de la España actual es paradigmático de cómo, a partir de una constitución formalmente democrática, se ha ido construyendo una red de valores y realidades jurídicas cuya maduración se ha producido en términos de sublimación de las desigualdades, siendo las más visibles las que se derivan de las diferentes políticas emanadas del poder público, que parecen tener como objetivo la construcción de una sociedad desigual. Es algo insólito que vuelve a poner a nuestro país en una dirección doctrinal y política contraria a la imperante en las naciones democráticas.