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Escoliario (cuánta cultura)
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Escoliario (cuánta cultura)

Pocas palabras (o muchas, quizá) tan vacías como cultura. Su acepción no atañe ya al cultivo de la mente humana, por lo que en realidad se

Pocas palabras (o muchas, quizá) tan vacías como cultura. Su acepción no atañe ya al cultivo de la mente humana, por lo que en realidad se ha quedado sin acepción, y sólo su adyacente indica a qué se refiere en cada caso. La transformación, como es ya habitual en este tiempo, se produce entre los hablantes más o menos cultivados. Nadie piense que cultura sea un término de uso común a labradores, obreros o parados, con que malamente pueden ellos obrar alguna transformación en él. En cambio, para ser o aparentar un hombre culto se requiere, a cada vuelta de conversación, discurso o texto, el empleo concienzudo del vocablo de marras como núcleo de un sintagma cualquiera. No es nada nuevo el aviso, pero conviene recordarlo de vez en cuando para poner la estatura justa a cada intelectual que se nos venga encima. Y vienen a ventregones: basta mirar la tele y los periódicos, o fijarse tan sólo en la sensibilidad exhibida de nuestro ministro de Cultura, que Dios guarde muchos años.

 

Los políticos y los periodistas suelen ser, en efecto, los personajes que más veces por minuto pronuncian la palabra cultura. De sus bocas el término ha pasado, como los catarros, a las bocas de quienes los admiran, siguen, leen: en general, quienes antes se llamaban profesionales liberales y, sobre todo, ellas. Aun así, hay una recua de cultivados que no les va a la zaga, para qué engañarse: habitan en tropa en las universidades, enseñan, publican y, cuando toman alguna notoriedad, pontifican. Sus opiniones pontificales, de hecho, suelen llevar siempre la cultura como un apéndice que cuelga de su desbaratada sintaxis. Pero el público, por lo general, se muestra muy comprensivo. Qué digo comprensivo: admirado, admiradísimo. Incluso cobran por ello.

Un botón de muestra: el artículo Cómo abordar el cambio federal (El País, 23 de enero de 2009), que firman al alimón dos catedráticos, uno de Ciencias Políticas (Ramón Maíz) y otro de Derecho Constitucional (Juan José Solozábal). En su defensa del federalismo frenteal centralismo o la confederación (asunto que ahora nos sobra), además de un no adjetivado “terreno de la cultura” y una cultura en adjetivo (“patrón cultural”), se incluyen los siguientes y magníficos sintagmas: “cultura política federal”, “cultura política”, “cultura espiritual del federalismo”, “cultura política del federalismo”, “cultura del gradualismo y del pacto”. No negarán que la enumeración sigue un ritmo in crescendo ciertamente atractivo, aunque lo más interesante es la banalidad del núcleo, sin significado propio: la cultura no sólo puede ser política (quizá la haya también apolítica, civilizada, salvaje, animal, con guarnición), sino además política y federal, porque existiría asimismo la cultura confederal, centralista, democrática, autoritaria, dictatorial. De la cultura del gradualismo y del pacto, mejor no decir nada.

La cultura, por esos posos románticos y supersticiosos que nos entrampan, se junta a menudo con la espiritualidad o, por mejor decir, con el espíritu. Uno no sabe qué sea el espíritu, pero se usa y se le da entidad. En el artículo anterior lo hemos visto, y además como sujeto de una oración con personificación incluida: “La cultura espiritual del federalismo reclama sensatez y prudencia, renuncia a la maximización de las posiciones e intereses respectivos del centro y de los integrantes del pacto político”. Una cultura reclamante y renunciante: casi nada. Además, el “plano espiritual” es equivalente al “plano de la cultura política”, con lo que ya nos quedamos mucho más tranquilos. Y todo para decir que el federalismo es la mejor solución para España y que, dada su frágil condición, es conveniente que se explique, se difunda y se comprenda. Si puede ser, con espíritu y cultura.

Pocas palabras (o muchas, quizá) tan vacías como cultura. Su acepción no atañe ya al cultivo de la mente humana, por lo que en realidad se ha quedado sin acepción, y sólo su adyacente indica a qué se refiere en cada caso. La transformación, como es ya habitual en este tiempo, se produce entre los hablantes más o menos cultivados. Nadie piense que cultura sea un término de uso común a labradores, obreros o parados, con que malamente pueden ellos obrar alguna transformación en él. En cambio, para ser o aparentar un hombre culto se requiere, a cada vuelta de conversación, discurso o texto, el empleo concienzudo del vocablo de marras como núcleo de un sintagma cualquiera. No es nada nuevo el aviso, pero conviene recordarlo de vez en cuando para poner la estatura justa a cada intelectual que se nos venga encima. Y vienen a ventregones: basta mirar la tele y los periódicos, o fijarse tan sólo en la sensibilidad exhibida de nuestro ministro de Cultura, que Dios guarde muchos años.