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Políticos honrados, políticos corruptos
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Políticos honrados, políticos corruptos

Con el paso del tiempo la historia va poniendo en su sitio a los políticos que, desde la Transición a nuestros días, sirvieron de pantalla entre

Con el paso del tiempo la historia va poniendo en su sitio a los políticos que, desde la Transición a nuestros días, sirvieron de pantalla entre el pueblo y el Estado. Unos trabajaron con espíritu de servicio, otros con el espíritu de la Corte y sólo una minoría lo hizo con espíritu de república de los camaradas o de patio de colegio que luego sirvió para hacer nombramientos en cajas y empresas.

La gran mayoría de nuestros políticos ejercieron sus funciones con eficacia y honradez. Son pocos los que, desde 1977 hasta hoy, llegaron a la política para emular a Talleyrand quien, al ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores por el Directorio, exclamó aquello de ”¡vamos a hacer una inmensa fortuna!”, o a Benjamin Constant, quien, cuando decidió unirse a Napoleón I, dijo: “Sirvamos a la causa y sirvámonos de ella”.

“En los gobiernos aristocráticos”, se lamentaba Tocqueville, “los hombres que llegaban a la política eran gente rica en busca de poder. En cambio, en las democracias, los hombres de Estado son gente sin fortuna que sólo buscan el dinero”. En la España de nuestros días, al contrario de lo que sucedió en el siglo XIX, no son tantos los políticos que sucumben al síndrome del sol.

Juan Valera y Alcalá Galiano, en una carta que escribió el 26 de agosto de 1857 a su hermanastro, el marqués de la Paniega, se quejaba de que “aquí sólo se ocupan de la política los que quieren turrón; los demás dejan que vayan las cosas por donde Dios o el diablo quieren y no se meten en nada. En Madrid habrá unos dos o tres mil tunantes, y en los principales pueblos otros tantos, que son los únicos que politiquean porque viven de eso”. En la España de nuestros días, la clase política ha mejorado a pesar de la guerra de dossieres y de las sospechas, picantes como el jengibre, que hacen que a la ciudadanía le hormiguee la nariz. Con todo, la calidad de nuestros políticos ha estado, por lo general, a la altura de su tiempo.

Adolfo Suárez es, casi con seguridad, el político español más valioso y valiente de nuestra democracia. Aún le recuerdo, hace unos años, comulgando en la iglesia madrileña de la calle de Marqués de Urquijo sin que, en un primer instante, el sacerdote se percatase de su presencia y luego, tras reconocerle, interrumpiendo la comunión y levantando la cabeza como un niño para clavar su mirada en él, como si Adolfo fuese Juan XXIII. Y mientras tanto, los feligreses que esperaban en la cola para comulgar giraban sus piadosos cuerpos hacia Suárez dando muestras no sólo de curiosidad sino también de simpatía y reconocimiento. Y él, san Adolfo, sin un asomo de vanidad, se mostraba algo apurado mientras el templo recibía la primera lección de esa tarde: los grandes hombres son siempre los más sencillos y amables.

Leopoldo Calvo Sotelo fue otro ciudadano de bien que, al más puro estilo Rajoy, sintió más pasión por su mujer y sus hijos que por el ejercicio del poder. Aunque era un hombre del siglo XVIII que hubiera hecho las delicias de los salonniers en el París de Madame du Duffand y de Voltaire, don Leopoldo fue todo un personaje. Se pasó la vida convencido de que Dios Nuestro Señor le enviaría una mañana de invierno una de esas terribles enfermedades que tanto nos impresionan cuando las oímos contar. Pero Dios -que no llega cuando uno quiere, pero siempre viene a tiempo- se lo llevó una primavera mientras dormía, sin el menor sufrimiento.

Felipe González fue un andaluz revolucionario a quien la sangre montañesa de su madre, próxima a las viejas ferrerías vizcaínas -“el frío templa el hierro”- y la sencillez campesina de su familia le proporcionaron la templanza necesaria para ser el primer presidente socialista desde la Guerra Civil. Hasta que llegó ZP, un hombre amable que, como los políticos del Ancien Régime, guardan las formas, pero que, como los revolucionarios franceses de 1789, echan gasolina al fondo y luego le prenden fuego para construir un mundo a su antojo y de alto riesgo.

Aznar fue su antítesis. José María Aznar López fue, en realidad, el milagro que tenían preparado Francisco Franco y la Madre Maravillas para que la derecha española se encumbrase al gobierno de España, se fumase un puro junto a los Estados Unidos mientras ponía sus pies sobre el tablero internacional, combatiese a los infieles en Iraq y diese satisfacción a muchos mártires de la Guerra Civil que, por méritos propios, acabaron siendo santos durante el pontificado de Juan Pablo II.

Con el paso del tiempo la historia va poniendo en su sitio a los políticos que, desde la Transición a nuestros días, sirvieron de pantalla entre el pueblo y el Estado. Unos trabajaron con espíritu de servicio, otros con el espíritu de la Corte y sólo una minoría lo hizo con espíritu de república de los camaradas o de patio de colegio que luego sirvió para hacer nombramientos en cajas y empresas.

Mariano Rajoy José María Aznar Botella