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Catastrofismo 'versus' solución
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Catastrofismo 'versus' solución

Es costumbre en España que cuando una minoría insiste en abordar profundos cambios políticos para evitar que el país entero siga avanzando en dirección al desastre,

Es costumbre en España que cuando una minoría insiste en abordar profundos cambios políticos para evitar que el país entero siga avanzando en dirección al desastre, la parte más privilegiada de la sociedad, aquella que tiene especial interés en mantener el actual statu quo, y la que aún se cree a salvo del peligro, antes que atender al diagnóstico y, en consecuencia, a las soluciones propuestas por esa minoría, suele apresurarse en señalar como cómplices de la profecía que se auto cumple a quienes avisan de la catástrofe que se avecina. Y, lejos de tomarse en serio el análisis racional de quien trata de prevenirnos, se opta por matar al mensajero con la esperanza de que con su muerte se extinga también la profecía.

 

Una vez prevenidos sobre el recurrente paradigma de la profecía que se auto cumple y la maldición que acompaña a sus mensajeros, atendamos a la racionalidad y pongamos todo nuestro esfuerzo en localizar e identificar el verdadero origen de los problemas, aunque ello nos lleve a romper con el guión establecido y, por ende, con los grupos de interés dominantes, es decir: asumamos por un momento el riesgo de confundirnos con el mensajero. Si tenemos valor para ello, es más que probable que lleguemos al convencimiento de que no podemos seguir dando por bueno el argumento de que todos nuestros problemas económicos se deben en exclusiva a un modelo de crecimiento periclitado. Tal vez, incluso, caigamos en la cuenta de que la enfermedad y sus consecuencias no son una misma cosa, sino más bien cuestiones distintas. Esto es: que el agotamiento del modelo de crecimiento económico no es la enfermedad, sino el resultado de la enfermedad. Y que la enfermedad no es el modelo de crecimiento económico, sino el propio modelo político. Una vez llegados a este punto, empezaremos a hacernos nuevas y sugerentes preguntas.

Supongamos que, por razones inconfesables, nos resistimos a identificar como origen de los males al modelo político e insistimos en nuestro empeño de centrar nuestra terapia en el cambio de modelo de crecimiento económico. En ese caso estamos obligados a encontrar una alternativa que tenga la capacidad no ya de sostener, sino de hacer crecer la economía de un país de 45 millones de habitantes en el que el número total de trabajadores es de 18 millones, de los que casi tres millones son funcionarios y otros 300.000 son liberados sindicales. Además, ese nuevo modelo deberá hacer posible que esos 18 millones de ciudadanos sostengan con su productividad 19 parlamentos, 24 televisiones al que hay que sumar un número similar de radios públicas (estatales y regionales) y un entramado de subvenciones discrecionales que emana incesantemente no sólo desde los ministerios, sino desde las consejerías autonómicas y las concejalías de los ayuntamientos. También, esos 18 millones de ciudadanos, tienen que sufragar un sistema sanitario universal y gratuito, la educación pública, el subsidio agrario, los subsidios de desempleo, las obras faraónicas, los servicios básicos, los sindicatos, los partidos políticos, infinidad de fundaciones y asociaciones de todo tipo y pelaje, amén de una ingente gasto en publicidad institucional. ¿Qué modelo de crecimiento económico es capaz de sostener el Estado de bienestar de 45 millones de almas y una estructura tan desproporcionada con tan sólo 18 millones de trabajadores? Dicho de otra forma, si cambiamos de modelo de crecimiento económico pero mantenemos el mismo modelo político, ¿quién garantiza que, ante este panorama, el nuevo modelo vaya a ser capaz de proporcionar estabilidad económica y bienestar social a largo plazo?

Ante esta pregunta pronto viene a nuestra cabeza un diagnóstico comúnmente aceptado, que la construcción y la vivienda residencial, debido a la especulación y al exceso de liquidez, han generado una burbuja que finalmente ha estallado. Por lo que el modelo de crecimiento basado en el “ladrillo” es un modelo agotado que hay que desechar y reemplazar por otro nuevo. Lo que equivale a decir que el modelo de crecimiento económico es en sí la enfermedad. Pero quizá estemos de nuevo invirtiendo los términos del problema, y dejemos pasar por alto que la especulación no tiene su origen en el modelo de crecimiento económico, sino en las enormes tensiones e ineficiencias que el actual modelo político y su superestructura asociada generan. Por otro lado, y para rematar la cuestión, ¿cuál es la alternativa viable al finiquitado modelo de crecimiento? Frente a esta segunda pregunta ya no encontramos una respuesta, sino una serie de vaguedades que degeneran en confusión al mezclar lo que son modelos de crecimiento alternativos con medidas políticas, reformas laborales, aumento de la productividad, política educativa, ayudas sociales y un sin fin de variables con las que aparentemente se trata de poner los cimientos para ese nuevo supermodelo. Pero el caso es que es imposible saber cómo han de ser esos cimientos sin conocer antes de qué nuevo supermodelo estamos hablando. Una vez atrapados en este bucle, y antes de perder la cabeza tratando de dar respuestas equivocadas a preguntas mal formuladas, nos vemos obligados a volver al principio.

¿Es realista creer que el sector de la construcción y la vivienda puede ser sustituido por otro capaz de emular su capacidad de crecimiento económico a corto plazo?, ¿es sensato pensar que también podremos a su vez sustituir el protagonismo del sector turístico a la hora de generar riqueza y empleo? Y, por último, ¿cómo puede un sector industrial en vías de extinción generar un tejido productivo sobre el que establecer los cimientos de un modelo económico basado en la innovación tecnológica? Pues bien, estos son los mensajes que desde el modelo político se vienen lanzando desde que comenzó esta colosal crisis económica. Pongamos como ejemplo ilustrativo el sector de las energías renovables, donde cada molino de viento y huerto solar es posible gracias a la subvención impuesta por el modelo político y no a la demanda del mercado, puesto que lo que el mercado demanda es una energía más barata. En este caso, al igual que ha sucedido con el suelo edificable, el control está en manos de unos pocos privilegiados y el oscurantismo es norma. Si bien es cierto que el mercado de la vivienda ha terminado por colapsarse por culpa de unos precios disparatados que han generado un apalancamiento insostenible, no menos cierto es que el sector artificialmente emergente de las energías renovables está generando un sobreprecio que impacta muy negativamente sobre nuestra productividad. En todos estos casos, el modelo económico de crecimiento está condicionado por el modelo político y los errores se repiten.

España es un país que desde hace mucho tiempo ha basado su crecimiento en unas actividades concretas. Y, de hecho, ha podido desarrollarse gracias a ellas. Y es razonable pensar que sólo en base a éstas podrán surgir nuevos sectores productivos, porque al igual que los desiertos no florecen, los modelos económicos alternativos no pueden surgir de la nada, y desde luego aún menos van a surgir por la vía de la imposición política y la oportunista liquidación de los tradicionales sectores productivos.

Por mi parte, voy a dar una oportunidad al mensajero y voy a señalar como verdadero problema al modelo político. Es un riesgo aceptable en comparación con lo que en estos turbulentos días está en juego. El paradigma de la profecía que se auto cumple no es catastrofismo, sino la publicidad negra con la que el sistema impone el toque de queda a la racionalidad.

* Javier Benegas  es autor de “Sociedad terminal: la comunicación como arma de destrucción masiva”

Es costumbre en España que cuando una minoría insiste en abordar profundos cambios políticos para evitar que el país entero siga avanzando en dirección al desastre, la parte más privilegiada de la sociedad, aquella que tiene especial interés en mantener el actual statu quo, y la que aún se cree a salvo del peligro, antes que atender al diagnóstico y, en consecuencia, a las soluciones propuestas por esa minoría, suele apresurarse en señalar como cómplices de la profecía que se auto cumple a quienes avisan de la catástrofe que se avecina. Y, lejos de tomarse en serio el análisis racional de quien trata de prevenirnos, se opta por matar al mensajero con la esperanza de que con su muerte se extinga también la profecía.