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La trampa de la igualdad
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La trampa de la igualdad

Leo estos días un libro antiguo y hermoso de Amos Oz, No digas noche, donde un hombre y una mujer se rozan hasta embriagarse con apenas

Leo estos días un libro antiguo y hermoso de Amos Oz, No digas noche, donde un hombre y una mujer se rozan hasta embriagarse con apenas unas cuantas palabras, las de ese inmenso escritor que es Oz. Y pienso: Dios mío, si Javier Sardá tuviera entre sus manos un material tan noble sería capaz, tal vez, de dignificar su nauseabundo programa. Pero pronto caigo en el error. Sardá carece de decencia, una palabra tan vieja como la historia que cuenta el narrador judío, y tan olvidada. La misma palabra que Willian Holden le escupe a la cara a Faye Dunaway, su amante en Network, cuando la degradación moral de esta prosélita del todo vale televisivo es tal, que incluso al espectador le cuesta soportarlo.

 

Qué fácil es criticar a Sardá; cómo si no hubiera más canallas circulando por las televisiones. Hasta la modélica Cuatro de vez en cuando tiene que envilecerse. No hace mucho tuve que apagar el televisor porque mis dos hijas adolescentes contemplaban sin pestañear cómo una jovencísima aprendiz de modelo era insultada a pierna suelta (ya se sabe, la audiencia) por una supuesta estilista. Y todo, porque la chiquilla no era lo suficientemente delgada, lo suficientemente sexy y lo suficientemente hermosa para estar encima de una pasarela. Mis hijas me miraron como si fuera una lunática, pensando que mi venganza se debía al hecho de que no habían recogido los platos de la cena.

Estos son los programas que ven mis hijos, y los hijos de mis amigos, y los hijos de los amigos de mis vecinos. Y quién esté libre de culpa que tire la primera piedra. Y yo me pregunto, quién es responsable de tanta miseria intelectual: el presentador que todo lo que toca convierte en oro, el educador metido a político que reniega de su pasado y no alza la voz o yo misma, una progre que cree en la libertad como valor supremo.

Estos usos televisivos son fruto de un modelo de sociedad que dice enaltecer la libertad, la tolerancia y la modernidad. Sin que nadie, o casi nadie, lo discuta. Tal es así, que estos principios rectores hace más de tres décadas que se filtraron por los poros del sistema académico y ahí siguen.

Hubo un tiempo en que el fin de la educación no era otro que convertir al estudiante en una personal culta y emancipada intelectualmente. Pero desde mediados de los 80 a la escuela europea se le impone como reto la igualdad social, la libertad personal, la adquisición de conocimientos tecnológicos y la integración social de los inmigrantes. Un fardo demasiado pesado para la institución y sus maestros.

El modelo lleva tiempo rodando y fracasando. Me quedo para ilustrar la descomposición educativa con la historia del colegio sueco Farila. Este centro, según cuenta la pedagoga sueca Inger Enkvist en el libro Los retos de futuro en educación, recibió dinero a espuertas para llevar a cabo un proyecto ultramoderno: ordenadores portátiles individuales, la posibilidad de estudiar desde casa y temas de interés en lugar de asignaturas. Ya se sabe, el learning by doing, tan de moda. Se trataba de atender los intereses personales de los chicos. Así, los alumnos hacían en un mismo curso escolar trabajos tan dispares como la economía de Japón, el hinduismo, la desertización de África y la Vespa. El resultado, un aprendizaje parcial y fragmentario. Algo parecido a lo que les ocurre a nuestros alumnos más jóvenes, anclados desde hace tiempo en la mediocridad científica y matemática y escandalosamente faltos de comprensión lectora.

 

Educación pública y valores

 

Con el suspenso en la mano, hace tiempo que me pregunto por qué los políticos socialistas se empeñan en pertrechar la educación pública detrás de los principios y valores de la escuela comprensiva, que interpreta la igualdad como la misma formación para todos y a veces incluso va más lejos, insistiendo en que los resultados sean similares. Como si la identidad no fuera el valor supremo del hombre. Es más, asisto con estupor a los esfuerzos de estas mismas autoridades por acallar aquellas voces que proponen el modelo de escuela diferenciada como una de las muchas medidas que pueden adoptarse contra el fracaso escolar. Son voces mesuradas e informadas, que saben que el dimorfismo cerebral es una realidad empírica y que la madurez de ellas perjudica seriamente el rendimiento académico de ellos, sólo hay que echar un vistazo a los datos de fracaso escolar. Y que sin embargo son acusadas sistemáticamente de segregacionistas, cuando no de meapilas, agitando el fantasma de tiempos pasados.

Pero, claro, estos gobernantes tan progresistas y bien intencionados no sufren en carne propia las secuelas de una educación deficiente. Sus vástagos van a instituciones donde no hay ni un solo inmigrante, donde los chicos aprenden castellano, inglés, alemán y francés e historia universal, donde se habla de usted a los profesores y donde los vagos y revoltosos son expulsados sin miramientos. En estos colegios la nota es fruto del conocimiento y las expectativas de promoción social son reales. A estos centros, la mayoría privados, van los hijos de la élite administrativa socialista de este país, cuando no estudian en el extranjero.

Mientras estos chavales tienen la suerte de aprender guiados por un ideario, el gobierno socialista niegan a la escuela pública la autonomía real, un proyecto educativo original y la posibilidad de contratar al profesorado capaz de ponerlo en práctica; se aferran a los usos del aprender a aprender cuando el ethos del conocimiento no es otro que el esfuerzo por adquirirlo y sumergen a los niños inmigrantes en un modelo escolar solidario y equitativo que no exige prácticamente nada.

“Los ilustrados nos enseñaron que la educación era el camino para la redención social, contra el origen, contra las circunstancias y contra el destino*”.  Ya es hora de que estas élites salgan del armario y los ciudadanos nos preguntemos, les preguntemos, por qué no practican la educación en la que creen.

(*) María Calvo. Profesora de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III. ¿Qué ofrece la escuela pública española a los inmigrantes?

Leo estos días un libro antiguo y hermoso de Amos Oz, No digas noche, donde un hombre y una mujer se rozan hasta embriagarse con apenas unas cuantas palabras, las de ese inmenso escritor que es Oz. Y pienso: Dios mío, si Javier Sardá tuviera entre sus manos un material tan noble sería capaz, tal vez, de dignificar su nauseabundo programa. Pero pronto caigo en el error. Sardá carece de decencia, una palabra tan vieja como la historia que cuenta el narrador judío, y tan olvidada. La misma palabra que Willian Holden le escupe a la cara a Faye Dunaway, su amante en Network, cuando la degradación moral de esta prosélita del todo vale televisivo es tal, que incluso al espectador le cuesta soportarlo.