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Crisis sistemática de España

Cuando nos referimos al sistema financiero siempre se considera que existen entidades cuyos problemas pueden contaminar a las demás, acarreando desequilibrios que colapsarían al sistema en

Cuando nos referimos al sistema financiero siempre se considera que existen entidades cuyos problemas pueden contaminar a las demás, acarreando desequilibrios que colapsarían al sistema en su integridad, es la llamada crisis sistémica. Una definición que, por analogía, podríamos aplicar al caso de España, cuyo modelo político, económico y social se encuentra en el umbral de un apagón de consecuencias negativas difíciles de determinar. Por ello, desde mi punto de vista, no conduce a nada insistir en el mal que ya se ha producido, sino partir de su reconocimiento para proponer salidas a la parálisis y desmoralización que se van adueñando del conjunto de la sociedad.

 

En los pasados treinta años España ha vivido cambios importantes, pero, a la vista de la situación en que nos encontramos, parece evidente que algunos no lo han sido en la dirección acertada: la iconografía creada alrededor del orden de la Transición, que ha sido mitificado y sacralizado hasta la saciedad, se está desmoronando ante los ojos incrédulos de muchos ciudadanos que, de buena fe, creían en sus virtudes y entre sus protagonistas y valedores que acusan, con su parálisis, el golpe de una realidad dramática e inesperada. Nuestro país recoge la cosecha de errores acumulados, la mayoría de ellos imputables a quienes han tenido la responsabilidad de dirigir la nación durante las décadas pasadas, y no me refiero sólo a la tan denostada clase política. Hay otras elites, culturales y económicas, que no han estado a la altura de lo que se podía esperar de ellas.

Por eso, resulta de un simplismo atroz hacer responsable de nuestros males al jefe del Gobierno, pensando que su sustitución bastaría para salir de las tinieblas en que nos encontramos. Desde luego que es responsable de sus errores, que no vamos a repetir, pero las raíces de la crisis española son mucho más profundas y antiguas que su quinquenio de gobierno. El propio jefe de gobierno y quienes le acompañan y aplauden, es verdad que ahora menos, son productos de una estructura que se demuestra inservible para responder a la angustia de millones de españoles.

Hay que remontarse a los años que van de 1977 a 1984 para recordar que en aquel tiempo España hizo frente con éxito a una crisis bancaria, la mayor de la Europa de entonces, y a una reconversión industrial, centrada en los astilleros y la siderurgia, que contribuyeron al objetivo de sanear nuestra economía para abrir el país y facilitar su integración en la Comunidad Europea, con el cumplimiento de los requisitos políticos y económicos. Todo apuntaba entonces a que nuestra modernización, que era un proyecto anhelado por las mentes más inquietas de la sociedad, podría conseguirse eliminando la barrera de los Pirineos. Pero no fue así.

España continuó con la apertura de su economía y empezó a recibir los fondos comunitarios encaminados a poner al día nuestras infraestructuras, para convertirnos en una base atractiva de inversiones de propios y extraños. Ese caudal de recursos se vio acompañado por el esfuerzo fiscal de los españoles, que pusieron en manos del Estado ingresos desconocidos hasta entonces. Y se supone que ese Estado, el de la Transición, y los grupos de poder que lo sostenían, se esforzaría en sembrar y acrecentar la riqueza que llegaba, estimulando los valores cívicos, educativos y empresariales que habían hecho fuertes a los países que nos ayudaban, concretamente Francia y Alemania, motores de la Comunidad Europea. 

El europeismo, que siempre se identificó con la modernización, no fue asumido por las elites políticas y económicas y, en consecuencia, sus principios liberadores no se transmitieron a la sociedad. El Estado siguió preso de las viejas inercias y aspiraciones, convirtiéndose, una vez más, en un instrumento de poder y de sustento de las organizaciones políticas, sindicales y empresariales, a las que se añadieron los neofeudalismos autonómicos. Mientras la maquinaria pública crecía de forma exponencial y desordenada, poco preocupada de civilizar el país, las oligarquías tradicionales, con apenas un leve barniz de modernidad, se aprestaron a crear un modelo económico especulativo, que ha tomado carta de naturaleza en estos decenios, facilitando, mediante el endeudamiento fácil, los deseos de consumo y de riqueza de un pueblo poco acostumbrado a ambos. Los valores de la moderación y del esfuerzo quedaron casi desterrados.

Las facturas de los excesos ya se están pagando, el paro es su demostración más dolorosa, y queda conocer cómo se va a salir del agujero con los mimbres que tenemos: un Estado débil y fragmentado, condicionado por los poderosos, y una sociedad desinformada, presa fácil de la propaganda. Podría concluirse que vamos a la deriva, como afirman algunos grupos cercanos al poder llenos de cinismo. Eso sería ahondar en la desmoralización cuando lo que conviene es la esperanza, sostenida con razones y hechos, sin slogans ni voluntarismos.

A partir de esta realidad, y sobre todo de su conocimiento, valdría la pena echar mano de la expresión “a grandes males, grandes remedios”, para que quienes tienen algo de poder e influencia en España, y crean además en su porvenir, adopten iniciativas para reestructurar el Estado, simplificándolo y fortaleciéndolo, generar confianza e impulsar los valores educativos y civiles, para recuperar el tiempo perdido. Los años venideros serán duros, pero si la sociedad ve claridad y ejemplaridad en sus dirigentes, el final de la pesadilla estará más cercano, que si continuamos enlodados en los comportamientos políticos y económicos que nos han conducido a la ruina.

Cuando nos referimos al sistema financiero siempre se considera que existen entidades cuyos problemas pueden contaminar a las demás, acarreando desequilibrios que colapsarían al sistema en su integridad, es la llamada crisis sistémica. Una definición que, por analogía, podríamos aplicar al caso de España, cuyo modelo político, económico y social se encuentra en el umbral de un apagón de consecuencias negativas difíciles de determinar. Por ello, desde mi punto de vista, no conduce a nada insistir en el mal que ya se ha producido, sino partir de su reconocimiento para proponer salidas a la parálisis y desmoralización que se van adueñando del conjunto de la sociedad.

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