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España en manos de sus prestamistas

Es un lugar común en los tiempos que corren referirse a la deuda de España, haciendo hincapié casi siempre en la deuda pública o del Estado;

Es un lugar común en los tiempos que corren referirse a la deuda de España, haciendo hincapié casi siempre en la deuda pública o del Estado; pero no es sólo ésta la preocupante: el conjunto de nuestra deuda como país, pública y privada, representa en términos netos una cantidad equivalente a nuestro Producto Interior Bruto, alrededor de un billón de euros. Los acreedores, bancos e instituciones, están en el exterior y de ellos los más destacados son Francia y Alemania, en coherencia con los importantes intereses de ambos países aquí. Cualquier problema de pagos les afectaría sobremanera y, por eso, es comprensible que les inquiete el desbarajuste político y económico que nos atenaza y que, si en un plazo razonable, no se impulsa internamente un cambio de tal estado de cosas, lo forzarán desde sus posiciones de acreedores privilegiados y de potencias centrales de la Unión Europea.

 

Han pasado dos años desde que se hizo patente que la economía española iniciaba, de forma acelerada, su descenso a la realidad; pero las inercias, el interés político y también las mieles de vivir en la ciudad alegre y confiada han impedido actuar con presteza para poner los cimientos políticos y económicos de un nuevo tiempo, más modesto, más austero y más exigente con el manejo de los recursos. No ha habido, ni se espera, un proyecto colectivo basado en el discurso del sacrificio y, como consecuencia  de esa ausencia, se mantienen las políticas y las conductas de paños calientes con la vana creencia de que en un plazo, que al principio se decía breve y ahora se va alargando de semestre en semestre, todo volvería a su estado natural.

Creo que ha sido un planteamiento erróneo, cuyas consecuencias pueden recordarnos las vicisitudes que sufrió España al final de la década de los años 70 y principios de los 80 del siglo pasado, por no haber reconocido en 1973 el impacto de la crisis del petróleo. Entonces el régimen agónico del general Franco, aunque contaba con un Estado poco endeudado y sólido patrimonialmente, negó el problema, hasta el punto de que algún ministro de entonces se permitió afirmar “que España era amiga de los árabes y no se vería afectada por la crisis del petróleo”. Aquello condujo, a partir de 1975, muerto Franco, a una situación alarmante en términos de paro e inflación, que ponía en peligro la estabilidad social y política del país. En paralelo, en el vecino Portugal, se desarrollaba una revolución en la que los comunistas jugaban un papel destacado.

La importancia geopolítica de la Península Ibérica obligó a las grandes potencias, Estados Unidos, Francia y Alemania, a interesarse por la situación de España, después vendría la estabilización de Portugal, y resolvieron apoyar la naciente Transición. A cambio de ese apoyo se exigió disciplina y el establecimiento de un orden económico estable. Así nacieron los Pactos de la Moncloa de 1977, que pusieron las bases para la integración en la Europa Occidental, culminada en 1985 con el ingreso en la  Comunidad Económica Europea. La tutela exterior fue necesaria y determinante ante la incapacidad doméstica para ordenarnos. Cruda realidad que parece asomar de nuevo.

España es hoy uno de los principales deudores de la banca europea, empezando por el propio Banco Central Europeo. Su economía representa el 10% de la UE y el 70% de nuestro comercio se desarrolla en el seno de ésta, siendo el quinto país más poblado del conjunto de los 27 que la integran. No somos, pues, ni Letonia ni Irlanda, que también atraviesan graves dificultades. Pero el volumen de la deuda española es desmesurado y no se corresponde con la capacidad de generar recursos suficientes para pagar en tiempo y forma los vencimientos de la misma. Porque la economía española va adelgazando a ojos vista y no se prevén cambios significativos a mejor en largo tiempo: los recursos y préstamos recibidos por España no han servido para sembrar el país del tejido empresarial y productivo capaz de resistir los embates de los ciclos depresivos. Se ha dejado pasar la oportunidad de convertirnos en una economía productiva plural y sólida y por eso carecemos del margen de maniobra de nuestros acreedores.

Es cierto que éstos tienen un problema, porque la deuda española es significativa en sus balances, y se verán obligados a ser flexibles en los vencimientos. Al fin y al cabo, es lo que viene haciendo el sistema crediticio español con sus clientes desde que apareció la crisis: su actividad principal es refinanciar operaciones confiando en la recuperación futura de sus deudores, aunque con nuevas exigencias y garantías, como es lógico. Cualquier cosa antes que incrementar las abultadas carteras de la morosidad.

Convendría pensar que si seguimos como hasta ahora, gastando más de lo que tenemos con la economía en recesión, no es difícil aventurar que llegará el momento de renegociar deudas. Por la importancia de los créditos los acreedores atenderán las demandas de flexibilidad, pero, como cualquier acreedor que se precie, exigirán garantías y, en su caso, planes de viabilidad. Y lo harán directamente o utilizando el concurso de las instituciones de la UE, que tienen entre sus obligaciones evitar que un socio significativo, por no cumplir sus deberes, ponga en peligro la estabilidad del conjunto y el crédito de la moneda única, el euro.

En el mundo actual ningún país es independiente, y España no es excepción. Pero se es menos independiente, si vivimos por encima de nuestra realidad con el dinero de otros. Por ello, queda el recurso de asumir los errores y adoptar las iniciativas necesarias para dar la imagen de fiabilidad y seriedad, que facilitará las cosas. En caso contrario, nos obligarán. No es que sea deshonroso, aunque si resultará lamentable que no hayamos sido capaces de sacudirnos la tutela histórica que, en los dos últimos siglos, han ejercido sobre nosotros las grandes potencias, para bien o para mal.

Es un lugar común en los tiempos que corren referirse a la deuda de España, haciendo hincapié casi siempre en la deuda pública o del Estado; pero no es sólo ésta la preocupante: el conjunto de nuestra deuda como país, pública y privada, representa en términos netos una cantidad equivalente a nuestro Producto Interior Bruto, alrededor de un billón de euros. Los acreedores, bancos e instituciones, están en el exterior y de ellos los más destacados son Francia y Alemania, en coherencia con los importantes intereses de ambos países aquí. Cualquier problema de pagos les afectaría sobremanera y, por eso, es comprensible que les inquiete el desbarajuste político y económico que nos atenaza y que, si en un plazo razonable, no se impulsa internamente un cambio de tal estado de cosas, lo forzarán desde sus posiciones de acreedores privilegiados y de potencias centrales de la Unión Europea.