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La Constitución inamovible e inalterable
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La Constitución inamovible e inalterable

El aniversario de la Constitución española de diciembre de 1978 siempre suscita comentarios, muchos laudatorios, sobre todo de sus beneficiarios, aunque este año resulta destacable una

El aniversario de la Constitución española de diciembre de 1978 siempre suscita comentarios, muchos laudatorios, sobre todo de sus beneficiarios, aunque este año resulta destacable una proclamación uniforme: el orden constitucional goza de buena salud y no se requiere reforma alguna. Esto, expresado por quienes no se han cansado de apelar a la reforma constitucional tanto desde el gobierno como desde la oposición, nos indica que la situación es peor de lo que se piensa y que, por ello, pretenden huir de cualquier debate o controversia que pudiera poner en peligro el entramado de intereses políticos y económicos tejido durante décadas. La crisis española, real y lacerante, obliga a los máximos responsables de la misma a guarecerse del debate y, lo que es más importante, a eludir la exigencia de responsabilidades por su gestión de todos estos años.

Las constituciones liberales y democráticas llevan en su seno la idea de la perdurabilidad, ya que sus normas aspiran a ser el modo de vida política y de expresión jurídica de la sociedad en la que han de desenvolverse: son garantía de estabilidad, de pluralismo y del respeto por la separación de poderes. Por ello, las reformas constitucionales siempre exigen un amplio acuerdo para llevarse a cabo, con el fin de evitar que la propia constitución se convierta en un campo de batalla de la controversia política. En la tradición del constitucionalismo, los requisitos para la reforma constitucional varían desde los más rígidos, que suelen ser producto de la desconfianza, a los más flexibles, que son propios de países con larga tradición democrática.

En la historia constitucional española ha habido de todo, por causa de nuestras dificultades para establecer el orden constitucional y democrático. Porque, salvo en contadas ocasiones, el pueblo español no ha tenido capacidad para ejercer libremente su poder constituyente: los problemas dinásticos durante el siglo XIX, que enfangaron al país en las guerras carlistas, y la prolongación de los mismos a la primera parte del siglo XX, arruinaron sucesivamente cualquier intento de constitucionalismo democrático e integrador. Todavía hoy, la evolución política de España sigue siendo una obra inacabada, cuya conclusión desconocemos. Pocos creen de verdad en el mantenimiento prolongado del orden de la Transición, aunque sus protagonistas cierren filas ante los peligros que se derivan de la ruina progresiva de sus instituciones que ellos mismos, no los ciudadanos, se han ido encargando de dinamitar: la incapacidad del Tribunal Constitucional para dictar una sentencia sobre el Estatuto de Cataluña es la expresión máxima de la decapitación de las instituciones constitucionales por parte de sus hacedores.

La desconfianza que inspiró el otorgamiento de la Constitución de 1978 está en el origen de los requisitos extremos que se exigen para su reforma, hasta el punto de hacerla imposible. Eso lo sabe bien el gobierno que, en la legislatura anterior, proclamó la necesidad y el propósito de la reforma constitucional, de la que nunca más se supo. Ahora, ese mismo gobierno declara que no es necesaria. Es la consecuencia lógica de la rigidez y, sobre todo, de la desconfianza: el muro del dogmatismo de la Transición va creciendo parejo con la descomposición de sus instituciones y el desapego de los ciudadanos. La burbuja de la España oficial engorda cual burbuja inmobiliaria sin que los españoles, pacíficos y pacientes, tengan la oportunidad de decidir sobre un orden que, a ojos vista, no tiene respuesta para sus inquietudes y angustias.

Nuestro país ha demostrado en los años de la Transición que es fácil de gobernar y que está abierto a los cambios. Y que es indulgente con los errores de sus gobernantes incluso en los supuestos de corrupción, tan de moda últimamente. Algo que sería impensable en las sociedades luteranas del centro y del norte de Europa. También es un país que, por su historia trágica, es alérgico a los conflictos. Pero sería un error creer que eso otorga impunidad indefinida. En mi opinión, se trata de unas características sociales que, conducidas positivamente, podrían servir para facilitar los cambios que ayuden a superar las amenazas ciertas que oscurecen nuestro porvenir: la crisis económica, que se presume larga, la debilidad institucional del Estado, fragmentado, costoso e ineficaz, y la exclusión social que empieza a aflorar tras los estallidos de las burbujas especulativas.

No hay, por desgracia, ningún bálsamo de fierabrás, pero sí es cierto que España necesita salir de este trance, poniendo todos los medios que estén a nuestro alcance; y hoy, que hablamos de la Constitución, corresponde llamar a la recuperación institucional del Estado: el modelo de Estado autonómico no solo no facilita la resolución de los problemas, sino que se constituye en un nudo gordiano que impide su superación. Cada día que pasa perdemos oportunidades, por la imposibilidad de ejecutar políticas de interés general, y ahondamos la grieta de la nación: abundan las razones para el cambio de marcha. Y este se podría hacer con la suavidad con la que se hace en los automóviles. Solo se requiere buen sentido, algo de experiencia y visión del porvenir.

Algunos, quizá muchos, pensarán que todavía hay la esperanza de que unas elecciones anticipadas marquen un nuevo rumbo. Puede ser, pero, desde mi punto de vista, resulta necesaria una operación de saneamiento previo, igual que ocurre con las empresas en crisis, para emprender el camino de la recuperación política y económica de España. Por ello, parece oportuno apelar a la constitución de un gobierno no partidario formado por personas de hondas convicciones democráticas que, desde el punto de vista profesional y social, gocen de apreciación y respeto, para acometer la tarea de buscar solución a los problemas nacionales, sin la servidumbre de la disciplina partidaria.

Ese gobierno, respaldado por el Congreso de los Diputados, debería procurar la restauración de la confianza para sanear la economía, recuperando la inversión y el crédito, además de capitanear la elaboración de proyectos de cambios constitucionales y electorales, con el objetivo de convocar elecciones en un plazo de dos años. Elecciones que tendrían carácter constituyente, con un cuerpo electoral libre e informado sobre los proyectos constitucionales. Sería un modo ordenado y pacífico de consultar a los españoles sin el corsé partitocrático, que viene impidiendo la consecución de la plenitud democrática, con resultados que a la vista están.

La pregunta final es si la crisis española ha madurado lo suficiente para provocar la catarsis. Confieso que no lo se, pero todo indica que España carece de capacidad política, económica y financiera para seguir instalada mucho tiempo en la autocomplacencia y la negación de la realidad.

El aniversario de la Constitución española de diciembre de 1978 siempre suscita comentarios, muchos laudatorios, sobre todo de sus beneficiarios, aunque este año resulta destacable una proclamación uniforme: el orden constitucional goza de buena salud y no se requiere reforma alguna. Esto, expresado por quienes no se han cansado de apelar a la reforma constitucional tanto desde el gobierno como desde la oposición, nos indica que la situación es peor de lo que se piensa y que, por ello, pretenden huir de cualquier debate o controversia que pudiera poner en peligro el entramado de intereses políticos y económicos tejido durante décadas. La crisis española, real y lacerante, obliga a los máximos responsables de la misma a guarecerse del debate y, lo que es más importante, a eludir la exigencia de responsabilidades por su gestión de todos estos años.

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