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La presidencia de la Unión Europea, coartada para la inacción
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La presidencia de la Unión Europea, coartada para la inacción

Entre las variadas mistificaciones que abundan en la política española, la más reciente se refiere a la presidencia semestral de la Unión Europea, que desempeñará España

Entre las variadas mistificaciones que abundan en la política española, la más reciente se refiere a la presidencia semestral de la Unión Europea, que desempeñará España durante el primer semestre de 2010: algo que tiene un carácter meramente simbólico y rotatorio entre los miembros de la Unión, aunque con parafernalia costosa para las arcas estatales, se vende a la opinión pública como el non plus ultra de nuestro protagonismo exterior y se convierte en excusa o coartada, compartida por el poder y la oposición, para restar más vigor, si cabe, a la acción política que España requiere para superar el difícil trance en que se encuentra. Una prueba más del alejamiento entre política oficial y sociedad.

 

Es notorio que nuestro país está viviendo una crisis de dimensiones desconocidas en tiempos de paz: la economía y las finanzas, tanto públicas como privadas, se encuentran bajo mínimos como consecuencia principal de no haber hecho un uso racional y prudente de los ingentes recursos que han llegado a España desde su ingreso en la Unión Europea en 1985, a los que se han sumado las posibilidades de endeudamiento alcanzadas con la creación del euro y las políticas de bajos tipos de interés. Gracias a ambos fenómenos los poderes públicos han dispuesto de ingresos sobrados para mantener la estructura del Estado de las Autonomías; y la sociedad, que ha palpado unos niveles de bienestar poco conocidos, no ha sentido en las décadas pasadas la necesidad de preguntarse si ese Estado era eficaz y democrático y si el bienestar tenía fundamento para ser duradero.

Las respuestas han llegado, como otras veces en España, de forma abrupta y dramática: desde hace dos años asistimos al declive agudo no del gobierno, sino del régimen de la Transición. Un orden político que ha representado, en mi opinión, la simbiosis entre el poder público y el desarrollo de un modelo económico especulativo dañino e insostenible para nuestro país. La sociedad española, poco preparada para este mazazo y aún incrédula sobre la dimensión del mismo, sigue atrapada por un discurso oficial definido por la veleidad en el diagnóstico y la venta fraudulenta de expectativas infundadas. Porque la capacidad de acción y de reacción del Estado Autonómico es mínima y en la práctica solo le queda el refugio efímero de la imagen y la propaganda. A este propósito es digno de observar cómo en estos tiempos abundan los homenajes que se dan a sí mismos los partidos y sindicatos del régimen y los propios gobernantes: convenciones partidarias, conferencias sectoriales etcétera, etcétera.

Un ejemplo cercano de lo anterior lo tenemos en la conferencia reciente de presidentes autonómicos, que ha sido una muestra de impotencia y de vacío del poder público, algo muy distinto a lo que se perseguía con su convocatoria, que era vender una imagen de eficacia y unidad de acción. El polo opuesto a la dinámica centrífuga desarrollada hasta ahora por el proceso autonómico. A pesar de ello, su fiasco final, inevitable, transmite desesperanza hacia la sociedad y preocupación a los agentes exteriores sobre la capacidad de gestión del poder público en España. Y esto último es especialmente importante, dado el elevado endeudamiento de nuestra nación y las dudas que suscita el cumplimiento de sus compromisos.

Lo cierto es que, con propaganda o sin ella, la bajada de la marea, después de los días de vino y rosas, ha dejado al descubierto las miserias del tejido político y económico del país, hasta el punto de que los más conspicuos defensores de la Transición se afanan en buscar salidas para el mantenimiento de un sistema que, en su opinión, se encuentra en una situación apurada. Sin abjurar todavía de él, reiteran las dificultades de todo orden que lo tienen atenazado, aunque eluden, por el momento, el reconocimiento expreso del fracaso, que sería la antesala para iniciar el cambio de la estructura política y económica de España. Vivimos en la definición genuina de la crisis, que es cuando lo nuevo intenta aparecer y lo viejo o caduco se resiste a desaparecer. Lo malo es que no está claro qué es lo nuevo, porque algunas de las propuestas de cambio que se formulan no pasan todavía el filtro de esa dictadura doctrinal, que en España se define como “lo políticamente correcto”.

Pues bien, en ese ambiente de zozobra llega el turno de desempeñar la presidencia europea y a la clase dirigente le falta tiempo para cerrar filas y acorazarse en la inacción: los problemas españoles pueden esperar, el tiempo no es problema y cuando llegue el verano, veremos, ya aparecerá otra excusa para la dilación. Todos están por la labor de no afrontar sus responsabilidades; y lo demuestran cada día: los presupuestos generales del Estado a los que se considera papel mojado por parte de unos y de otros van a ser aprobados con mayor número de votos que los anteriores, tal como aventuramos en un comentario anterior. Son profecías fáciles de hacer, cuando se conoce el tinglado de la farsa.

Los españoles, pacíficos y pacientes, tratamos de acomodar nuestras vidas a la realidad sin recibir el apoyo y estímulo del mundo político, ensimismado en la defensa de sí mismo y de las apetencias de poder de cada cual. Los ejemplos de este divorcio abundan, y el que nos ocupa hoy, la presidencia europea, es uno más. Vendrán otros, porque conocemos el paño. Lo malo, o quizá no tanto, es que el desprecio constante a la inteligencia de los ciudadanos termine convirtiendo el arroyuelo murmurante de gentes descontentas en ancho río que desborde los diques de lo políticamente correcto

Entre las variadas mistificaciones que abundan en la política española, la más reciente se refiere a la presidencia semestral de la Unión Europea, que desempeñará España durante el primer semestre de 2010: algo que tiene un carácter meramente simbólico y rotatorio entre los miembros de la Unión, aunque con parafernalia costosa para las arcas estatales, se vende a la opinión pública como el non plus ultra de nuestro protagonismo exterior y se convierte en excusa o coartada, compartida por el poder y la oposición, para restar más vigor, si cabe, a la acción política que España requiere para superar el difícil trance en que se encuentra. Una prueba más del alejamiento entre política oficial y sociedad.

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