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La responsabilidad de las Cortes Generales

Los acontecimientos políticos y económicos de las últimas semanas han culminado con un debate parlamentario que, en mi opinión, ha puesto de manifiesto la esclerosis aguda

Los acontecimientos políticos y económicos de las últimas semanas han culminado con un debate parlamentario que, en mi opinión, ha puesto de manifiesto la esclerosis aguda de las diferentes instituciones constitucionales y la consiguiente amenaza que se cierne sobre el porvenir de la cohesión social y la convivencia democrática de los españoles. Si las instituciones, que se deben a los ciudadanos, no responden a sus demandas y angustias, parece lógico pensar que se inicia un camino de sustitución de aquellas, que podrá ser tortuoso y difícil, pero inevitable. Para atenuar las dificultades del viaje hacia el cambio del orden constitucional, conviene apelar, en medio del marasmo, a la reacción constructiva de las Cortes Generales, que son formalmente las depositarias de la soberanía nacional.

 

España es un país en el que la tradición asociativa y la exigencia de los ciudadanos con quienes desempeñan responsabilidades públicas brillan por su ausencia. Era lo normal en las épocas no democráticas que hemos tenido en abundancia. Lo anómalo es que después de treinta años de régimen constitucional sigamos en las mismas, lo que da derecho a afirmar que el conjunto de las instituciones, no solo el gobierno, han fracasado en el objetivo de lograr para la sociedad española la civilización y la libertad. Suponiendo que ese hubiera sido el objetivo, que es dudoso que lo fuera.

El desconcierto y el sentimiento de orfandad que se han adueñado de los españoles son, en gran medida, consecuencia de unas actuaciones políticas y educativas que, a lo largo de los años, han procurado alejar el interés y conocimiento de los asuntos públicos de las conciencias individuales, en beneficio del control de éstos por parte de unas minorías alojadas férreamente en las instituciones que, conforme a la Constitución, deben expresar el pluralismo político y ser instrumento fundamental para la participación política, los partidos políticos, y aquellas otras instituciones orientadas a la defensa de los intereses económicos y sociales, los sindicatos y las asociaciones empresariales.

La partitocracia real que se ha impuesto en España, adobada con un poder sindical análogo, ha ido copando el resto de las instituciones constitucionales, de forma que todas, desde la Justicia al Tribunal Constitucional, han ido perdiendo independencia y capacidad para cumplir la función de contrapeso, que es la regla de oro de cualquier sistema democrático. Y eso ha sido relativamente fácil, porque casi nadie ha pretendido evitarlo: el aprovechamiento de unos pocos y la inhibición de la mayoría han funcionado eficazmente porque las condiciones económicas favorables también han contribuido a ello. Como en la monarquía burguesa de la Francia de Luis Felipe de Orleans, el lema inspirador ha sido el de “enriqueceos”, lo que se ha traducido en acumulación de riqueza para minorías poderosas y endeudamiento desusado para los demás.

Golpe de timón

La estructura del Estado ha ido creciendo y engordando hasta límites nunca conocidos, sin analizar si ello se podría sostener en circunstancias más restrictivas o adversas. Y hasta tal punto es así  que en los diferentes debates que nos inundan con motivo de la ruina sobrevenida ninguno de los protagonistas se atreve siquiera a formular la necesidad de reestructurar el Estado, que está claramente sobredimensionado. Todos se afanan en señalar partidas presupuestarias que, en su conjunto, son irrelevantes ante la magnitud del problema, ignorando conscientemente la influencia decisiva del fenómeno autonómico. Es sólo un apunte de la ceguera dominante.

La solvencia y el crédito de España han sido puestos en entredicho en los medios de opinión internacionales, que han recibido además la ayuda de opiniones expresadas por ilustres españoles, como es el caso del Sr. Almunia, comisario de la UE: nuestra deuda y nuestros principales valores empresariales han sido azotados cruelmente en los mercados de valores, para recordarnos de quienes dependemos. En España, mientras tanto, llegan desde Cataluña, comunidad importante en agudo declive económico “fatigada” de su tripartito, voces que apelan a la unidad y que, de forma superficial, se despachan con el “otra vez los depredadores nacionalistas”, lo que no parece el caso en esta ocasión. Se adivina una inquietud de mayor calado, como cuando Tarradellas pidió un golpe de timón.

El Jefe del Estado, que es un gran aficionado a la Fiesta Nacional, advertido de la gravedad del enfermo y alertado su instinto de político con más de tres décadas de ejercicio, lanza un primer aviso, expresando públicamente su preocupación y apelando a la unidad. Gran sorpresa y desconcierto, algún chascarrillo y espeso silencio oficial de los actores principales, medios de comunicación incluidos: todos adoptan la posición de a verlas venir. El Jefe del Gobierno, principal receptor del aviso, elude someterse a una cuestión de confianza y pretende ganar tiempo, ofreciendo acuerdos y creando una comisión ad hoc, ante el escepticismo de unos y la desgana de otros; casi nadie le concede crédito. Continuará la descomposición y llegará el segundo aviso.

La espera de no se sabe qué santo advenimiento, para justificar la prolongación de la agonía institucional y económica es inadmisible; por ello, comprobado que no se utilizan los resortes tradicionales para intentar el cambio de rumbo, las Cortes, y en concreto el Congreso de los Diputados, que representan la soberanía nacional y cuyos integrantes no están sometidos a mandato imperativo alguno, artículo 67 de la Constitución, deberían promover la constitución de un gobierno del parlamento con el objetivo de recuperar el crédito y la confianza perdidos, mediante un programa claro de saneamiento político y económico. Su tiempo sería el que resta hasta las próximas elecciones generales que, probablemente, habrían de tener carácter constituyente. Sería la alternativa a lo imprevisible.

Puede que la creencia en las virtudes democráticas nos conduzca a algunos a pensar que la crisis española debería remontarse con el ejercicio de aquellas. Así surgen propuestas que, al contrastarse con la prosaica realidad, parecen una ensoñación. Pero siempre será mejor creer en la libertad que lamentarse después, porque, como decía Sófocles, cuando las horas decisivas han pasado es inútil correr a su encuentro.

 

*Manuel Muela es economista

Los acontecimientos políticos y económicos de las últimas semanas han culminado con un debate parlamentario que, en mi opinión, ha puesto de manifiesto la esclerosis aguda de las diferentes instituciones constitucionales y la consiguiente amenaza que se cierne sobre el porvenir de la cohesión social y la convivencia democrática de los españoles. Si las instituciones, que se deben a los ciudadanos, no responden a sus demandas y angustias, parece lógico pensar que se inicia un camino de sustitución de aquellas, que podrá ser tortuoso y difícil, pero inevitable. Para atenuar las dificultades del viaje hacia el cambio del orden constitucional, conviene apelar, en medio del marasmo, a la reacción constructiva de las Cortes Generales, que son formalmente las depositarias de la soberanía nacional.