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Prosopopeyas y otros sentimentalismos
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Prosopopeyas y otros sentimentalismos

1. La democracia mediática ha venido disipando su tedio con florecientes exhibiciones de sentimentalismo. La grisura, indispensable para una vida buena, ha tomado color a fuerza

1. La democracia mediática ha venido disipando su tedio con florecientes exhibiciones de sentimentalismo. La grisura, indispensable para una vida buena, ha tomado color a fuerza de obscenidad. Antes, cuando no había géneros y las palabras nombraban realidades, la ostentación del sentimiento se achacaba casi en exclusiva a niños, mujeres y borrachos. Ahora es condición de ciudadanía y hasta indicio de intelectualidad. Y, desde luego, no hay mayor descaro pasional que la busca febril de las identidades colectivas, donde los individuos pierden su constitución molecular, a menudo tan fútil e inestable, en beneficio de una masa terrosa, compacta y tranquilizadora. Enseguida se los ve: prosopopéyicos y sentimentales.

 

2. El sistema autonómico nos ha traído la pertenencia al pueblo y ha hecho de ella la base sentimental de nuestras vidas. El sistema autonómico ha impedido la consolidación del civismo: aquí no se es ciudadano de un Estado cuyos medios se gestionan para el bien común; aquí se es miembro de un pueblo sagrado que, en el interior de un Estado sin escrúpulos, adopta la hipóstasis de un perfecto organismo pensante y doliente. El comportamiento individual es lo de menos: la responsabilidad de cada uno se diluye en la magnífica entidad del colectivo, capaz de actuar y sentir por todos. Y cuidado: nadie se atreva a cuestionar su ontológica existencia y ni siquiera censure a uno solo de sus miembros, porque entonces será enemigo frontal de todo el frente (del frente nacional, se entiende).

3. La sentimentalidad romántica de la identidad popular ha llegado a los rincones más raros, incluida la despoblada Castilla y su apéndice leonés, por ejemplo. Si algo saludable había por ahí consistía sobre todo en su escéptico distanciamiento de amoríos telúricos y afectadas mandangas. Allí se vivía por casualidad y se aguantaba como se podía. La tierra se conllevaba con sosiego, quizá por dejadez. Pero el sistema autonómico ha ido alentando un runrún irracional y paradójico: la identidad castellano-leonesa. Todos a una (políticos, periodistas, intelectuales, militares, curas) han celebrado hace poco el aniversario del correspondiente Estatuto de la zona: las glosas literarias, los despliegues visuales han sido tan emocionantes que al paisanaje, lleno de sentido patrio, se le ha puesto la piel de gallina. La pena es que falte una lengua propia, porque el oprobioso castellano, a estas alturas, es un bastardo español que ya no pertenece a nadie ni puede asociarse con alma popular alguna. Qué pena de lengüilla, coño.

4. A falta de propiedad lingüística se echa mano de otros símbolos espirituales: la cultura y sus lumbreras, los paisajes, la religión y así. Una reata de cualidades que sirve para describir sin rubor el carácter de un pueblo, porque los pueblos tienen carácter y ejecutan acciones verbales como el individuo más pintado. La propaganda cultural está haciendo mucho por la consolidación de nuestras estrechas identidades: dispendios asombrosos, recuperación de tradiciones, subvención de villas monográficas o concesiones de premios millonarios a personajes traídos por los pelos. Andrés Trapiello, por seguir con el ejemplo castellano, contaba con gracia su breve experiencia del asunto, en un artículo de homenaje a su paisano Ramón Carnicer: “En 1998 Gonzalo Santonja recibió el Premio de las Letras de Castilla y León y cierto día de 1998, acaso de 1999, me telefoneó con una fantasía tan extraña cuanto incomprensible, al menos para mí: preguntaba si le gustaría a uno recibir ese mismo premio en la siguiente convocatoria, pues acaso hubiese un modo de preparar el camino para un fin tan noble”. El noble fin, desde luego, de construir la personalidad de una región y volver su tierra, con la cultura en ristre, una galaxia inagotable.

5. Bien es verdad que hacer una identidad colectiva cuesta mucho dinero, y el Estado autonómico, en estos tiempos difíciles, anda al borde de la quiebra. No se sabe si seguirá habiendo momio para premios, paisajes y villas, y ni siquiera se sabe si la gente (les imbeciles heureux qui sont nés quelque part) estaría dispuesta a morir por su tierrilla y su gobernación correspondiente. Es posible que la crisis, cuando el agua llegue definitivamente al cuello, nos haga renegar del sentimiento y centrar la razón en las cosas reales. Aunque el optimismo aquí no cabe: el dinero volverá a fluir, tornarán pujantes las vacaciones y los microondas y, a la postre, la tierra sagrada hará brotar más fuerte la sentimentalidad colectiva. Pero, aunque mínima, late aún esa esperanza: la ruina nacional como solución única.

1. La democracia mediática ha venido disipando su tedio con florecientes exhibiciones de sentimentalismo. La grisura, indispensable para una vida buena, ha tomado color a fuerza de obscenidad. Antes, cuando no había géneros y las palabras nombraban realidades, la ostentación del sentimiento se achacaba casi en exclusiva a niños, mujeres y borrachos. Ahora es condición de ciudadanía y hasta indicio de intelectualidad. Y, desde luego, no hay mayor descaro pasional que la busca febril de las identidades colectivas, donde los individuos pierden su constitución molecular, a menudo tan fútil e inestable, en beneficio de una masa terrosa, compacta y tranquilizadora. Enseguida se los ve: prosopopéyicos y sentimentales.

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