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Hace unos días encontré en el buzón de casa una carta del Ministro del Interior acompañada de una comunicación de la DGT. Pensé, al verla, que

Hace unos días encontré en el buzón de casa una carta del Ministro del Interior acompañada de una comunicación de la DGT. Pensé, al verla, que se trataría de una multa: como los agentes ya no tienen que parar al conductor para notificarla y así saber dónde ha cometido una infracción para no volver a hacerlo (que ese es el verdadero sentido del carácter sancionador en materia de tráfico), no podía pensar que la Administración se dirigía a mí para felicitarme por ser buen conductor. No. Era un folleto sobre la reforma de la Ley de Tráfico (“cambiamos para mejorar”, reza el eslogan que encabeza la comunicación) que nos informa a los usuarios de lo bueno, lo bonito y lo barato que va a ser conducir a partir de ahora. Las carreteras son, desde el 25 de mayo, una arcadia feliz en la que casi apetece que a uno lo multen, por las muchas ventajas que la nueva Ley nos ofrece. También en esto, en la política de Tráfico, el Gobierno se ha puesto una careta buenista en virtud de la cual el mundo se divide en demonios infractores y prudentes y cautos conductores. A mayor gloria de esa máquina de hacer dinero que es la DGT, que con esta Ley cierra el círculo de la voracidad recaudatoria.

 

En realidad, tras esa imagen amable que sólo vela por salvarnos la vida -porque si nos matamos la culpa es nuestra, pero si terminamos nuestro viaje sin incidencias, es un éxito de la DGT- se esconde el rostro agriado de gesto implacable expresivo de una gobernanza cimentada en la cercenación progresiva de los derechos individuales. Es el paternalismo de sonrisa amplia y mano dura que lo prohíbe todo o, en su defecto, crea una tasa o un impuesto para que, mientras nos lo pensamos, vayamos pasando por caja. Discurso, además, que sirve para enfrentar a los ciudadanos entre ellos, que así estamos distraídos mientras nos sacan la pasta. Confrontación, discusión, incomprensión… Guerracivilismo dialéctico llevado al asfalto.

Es la primera vez en la historia de nuestra democracia que una Ley en materia de Tráfico no ha contado con el apoyo de todos los grupos

La Ley de Seguridad Vial que acaba de entrar en vigor (es una curiosa denominación para un texto que no habla, ni de pasada, de mejorar la seguridad en las carreteras) da carta de naturaleza al mayor recorte de derechos fundamentales de los ciudadanos desde la llamada Ley Corcuera, como tendremos ocasión de comprobar una vez que miles de recursos de multas terminen en los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo; pero esto no lo explica el florido folleto de la DGT. Se nos viene a decir, básicamente, que, o pagamos por las buenas o lo hacemos por las malas. Y si lo hacemos por las buenas podremos beneficiarnos de importantes descuentos. Póngame cuarto y mitad de pronto pago señor agente, que no llego a comer a Torrevieja. Y cóbrese con Visa, si es tan amable, que no llevo suelto.

Esto sólo podía suceder con este Gobierno, que se dice a sí mismo el de las libertades, los derechos y el consenso: será el de las libertades vigiladas, los derechos olvidados y los consensos rotos; porque, no lo olvidemos, esta es la primera vez en la historia de nuestra democracia que una Ley en materia de Tráfico no ha contado con el apoyo de todos los grupos. Así, el PP votó en contra de la Ley, por su manifiesta inconstitucionalidad, y, de hecho, el propio Grupo Parlamentario, por boca de su Portavoz en la Comisión de Seguridad Vial, Federico Souvirón, se ha comprometido a retirarla si llega al poder; y, a este paso, antes llegará a las manos de los juzgadores ordinarios -que, sin duda, la devolverán a los corrales-, que comprobar la veracidad del compromiso de los populares. La tramitación de la Ley fue de auténtica traca, y demuestra, una vez más, que el Parlamento es un mercadillo en el que una libertad ciudadana vale una carretera y un derecho civil, la transferencia de una competencia.

 Aumentar la recaudación

Apoyándose en un descenso de la siniestralidad en los últimos años (en términos absolutos, porque la DGT se calla muy mucho de explicar cuánto ha descendido el número de vehículos en la carretera, pero de esto ya tendremos ocasión de hablar), la política de Tráfico es ya el único éxito que el Gobierno se afana en apuntarse. También con esa palanca, la Ley que ahora estrangula a los conductores expresa una voluntad inequívoca, clara, y concreta: aumentar la recaudación. Del Estado, sí, pero también, y mucho, de los Ayuntamientos: no perdamos de vista que, con esta nueva Ley, un sólo consistorio, el de Madrid, va a recaudar por multas casi tanto como la DGT en toda la red nacional que es de su competencia. Y qué decir de las Comunidades Autónomas catalana y vasca, que tienen transferidas las competencias en materia de Tráfico. Jauja pura, y, si no, que se lo digan a los sufridos conductores catalanes.

La Ley es una vuelta de tuerca más sobre nuestras carteras, y tiene como principal objetivo el que los conductores no se defiendan, no recurran, y si para eso hay que restar garantías, pues nada, fuera con ellas. Lo que Rubalcaba llama “farragosa hojarasca administrativa”, es decir, los trámites que la Administración tiene que cumplir para que estemos jurídicamente seguros, no es sino la prevención que la Constitución expresa ante la posible tentación totalitaria del legislador.

Se avecinan tsunamis de tinta, sobre todo cuando los conductores empiecen a percatarse de que el Gobierno no necesita subir el IRPF para sacarle el dinero, que para eso están las multas. Conducir es, ya, un hecho impositivo más.

¿Cómo pretende Rubalcaba que renunciemos a intentar defendernos de la nueva Ley? Yo creo que se equivoca si piensa que será así. Por eso, yo sí quiero dar tres escuetos consejos que lograrán, si se siguen, que la apisonadora no nos aplaste, en esto de las multas: Recurrir antes de 20 días (lo contrario, con el señuelo del pronto pago, hace firme la multa y la pérdida de puntos); no dar el email a la DGT (no tenemos garantía alguna de que se nos notifique fehacientemente), y no identificar un conductor habitual a la DGT, puesto que eso nos hará responsables de las infracciones que se cometan con nuestro vehículo.

Con todo, como coda que se me antoja maliciosa, y como la felicidad nunca es completa, hay algo en la Ley que no ha gustado a Interior a y la DGT: que legalice el uso de detectores de radar. Pere Navarro, como un niño rico con bicicleta nueva que codicia el balón de trapo de su vecino pobre, ha dicho que los detectores de radar “son chungos”, en vez de decir, simplemente, que son legales. Pues por eso mismo acabo de instalarme uno. Y estoy descubriendo radares donde jamás soñé que se podrían encontrar: ahora sé por qué son “chungos” los detectores de radar.

*Pedro Javaloyes, Defensor del Conductor

Hace unos días encontré en el buzón de casa una carta del Ministro del Interior acompañada de una comunicación de la DGT. Pensé, al verla, que se trataría de una multa: como los agentes ya no tienen que parar al conductor para notificarla y así saber dónde ha cometido una infracción para no volver a hacerlo (que ese es el verdadero sentido del carácter sancionador en materia de tráfico), no podía pensar que la Administración se dirigía a mí para felicitarme por ser buen conductor. No. Era un folleto sobre la reforma de la Ley de Tráfico (“cambiamos para mejorar”, reza el eslogan que encabeza la comunicación) que nos informa a los usuarios de lo bueno, lo bonito y lo barato que va a ser conducir a partir de ahora. Las carreteras son, desde el 25 de mayo, una arcadia feliz en la que casi apetece que a uno lo multen, por las muchas ventajas que la nueva Ley nos ofrece. También en esto, en la política de Tráfico, el Gobierno se ha puesto una careta buenista en virtud de la cual el mundo se divide en demonios infractores y prudentes y cautos conductores. A mayor gloria de esa máquina de hacer dinero que es la DGT, que con esta Ley cierra el círculo de la voracidad recaudatoria.