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El absurdo menú de las pensiones: ¡y también dos años duros!
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El absurdo menú de las pensiones: ¡y también dos años duros!

El proyecto de reforma del sistema público de pensiones debe estar en el top ten de los mayores disparates de la política desde el advenimiento de

El proyecto de reforma del sistema público de pensiones debe estar en el top ten de los mayores disparates de la política desde el advenimiento de la democracia. Y eso que la competencia ha sido feroz en todos los niveles de la administración. Los gobernantes podrán ser ariscos, ineptos e incluso malintencionados. Casi siempre lo son. Pero un Gobierno tirándose piedras contra su propio tejado sin beneficio aparente es una eventualidad casi desconocida anteriormente.

 

Siendo claros: el sistema público de pensiones no necesita una reforma. Ninguna. Los números ganan a las ideas preconcebidas como la tijera rasga el papel. La Seguridad Social en su conjunto, de la que las pensiones son el principal baluarte y el gran elemento de su gasto, registró en los once primeros meses de 2010 un superávit de once mil millones de euros, el 1,05% del Producto Interior Bruto. El hito tiene su mérito: se produce en el preciso instante en el que el número de cotizantes de despeña por causa de la crisis. Si en las peores circunstancias económicas hasta ahora imaginables las pensiones son el único elemento del gasto público que mantiene el tipo, reformarlas es una pérdida de tiempo del tamaño de repintar la única habitación de la mansión que no se ha desconchado tras el paso de una inundación. Punto final a la discusión de fondo.

Podrían reabrirse otros debates colaterales, estos sí, de plena actualidad. Por ejemplo, el destino de ese superávit. Que se dedique masivamente a comprar deuda del Reino de España, aparte de suponer una trampa en el solitario presupuestario, podría no ser la opción más inteligente para rentabilizar esos fondos propiedad de los pensionistas futuros. Si lo que se pretende es minimizar riesgos, más seguro sería la adquisición de bonos alemanes. Aunque, vista la senda de los acontecimientos, la compra de deuda griega sería una solución más rentable: al final terminará convertida en deuda alemana con otro escudo, por el bien de los bancos alemanes y la irritación de sus súbditos.

El disimulado aunque real y actual superávit del sistema público de pensiones se hermana en la discusión con el déficit de credibilidad de la propuesta cuantitativa del Gobierno y sus aliados-superiores financieros. Si se trata sobre previsiones, el margen de error de economistas y demógrafos tiende al cien por ciento. El pasado puede dar buena cuenta de ello. Sí, es irrebatible que la esperanza de vida aumenta leve pero constantemente y que la tasa de natalidad está por los suelos desde hace años. No hace falta ser un gurú de las finanzas y la vida para darse cuenta de que el equilibrio del ecosistema cotizantes-pensionistas cambia a favor de estos últimos y en contra de su propia subsistencia.

Pero, al igual que rentabilidades pasadas no garantizan rendimientos futuros, no tiene porque ser así siempre. No sólo de dinámica vegetativa vive la demografía de las pensiones. La variable migratoria también juega este partido. Aunque sólo traslade en el tiempo la brecha cotizantes-pensionistas, en el medio plazo supone un parche de primera. Y viéndolo con extrema benevolencia, ahorra las inversiones poco o nada productivas que convierten a un bebé en un cotizante a la Seguridad Social. Pero que haya que insertar las migraciones como materia pone de relieve la ínfima calidad del debate cuantitativo y la exclusión de las variables verdaderamente importantes: las económicas.

Los primeros efectos sobre las finanzas públicas que pueden esperarse de la propuesta de reforma comenzarían a vislumbrarse dentro de diez años, que es justo el periodo en el que se vence el grueso de deuda pública a largo plazo. Ningún inversor/especulador va a decidirse por la deuda pública española, que caduca en su inmensa mayoría antes de diez años, sobre la base de una reforma que va a tener nulos efectos hasta entonces

Los inmigrantes sólo acudirán al rescate del sistema público de pensiones si existen empleos disponibles, si la economía funciona. Si la dinámica económica no es buena, ni los más ajustados ratios de edad legal de jubilación y periodos de cotización conseguirán salvar el sistema, ni siquiera evitar que potenciales cotizantes se fuguen en parajes más idílicos. Es más, sólo la evolución salarial y de categorías profesionales, transformadas en calidad de cotizaciones, que no sólo de cantidad viven las pensiones, tienen un impacto más rotundo sobre el equilibrio financiero de las pensiones que la demografía.

Pese a la evidencia generada en los últimos años sobre la relación no directamente proporcional entre cotizantes y cotizaciones, entre pensionistas y pensiones, a este gobierno no se le ha ocurrido elevar por ley los salarios. Es una opción real y de gran impacto, de entre las muchas disponibles, para favorecer la supervivencia del sistema público de pensiones. Ha recurrido, sin embargo, a variables que aguantan mejor el papel, como la edad, aunque no sus consecuencias.

Si se asume que el número de empleos en una economía es relativamente fijo y dependiente de la demanda agregada, cualquier retraso en la edad de jubilación ceteris paribus implica un aumento de la tasa de paro y ningún beneficio sobre el número total de cotizantes.

Y, sobre todo, el debate cuantitativo-demográfico ignora los cimientos sobre la que se fundamenta el sistema en su  conjunto, que es la justicia social que lo creó y que le da sentido. Al final del día y de las negociaciones, en las pensiones siempre habrá una decisión política, no contable, que responda a una pregunta de fondo: ¿cuánto dinero está dispuesta a transferir la sociedad en su conjunto a sus viejos (para no andarnos con eufemismos)?

Una vez se alcance el consenso sobre la transferencia intergeneracional, ya los tecnócratas pueden torturar los números y las previsiones a su gusto. Probablemente entonces lleguen a una conclusión obvia y obviada: que es injusto que sean los asalariados mantengan en exclusiva el sistema y que los topes son absurdos. Pero sólo seguir el orden del debate, de ese menú en el que el plato principal es el cuánto y sólo después aparece el cómo de postre, permite llegar a un acuerdo de consenso en el futuro. Es el acuerdo social es el que origina otro financiero y no a la inversa.

Pero ya no es que el orden del debate es que esté desquiciado. Es que el conjunto del debate tiene motivos bastardos. El propio Gobierno ha reconocido por activa y por pasiva que la metamorfosis es innecesaria en este momento pero que se realiza para colmar las ansias reformistas de los denominados mercados o, mejor, de su particular interpretación de ese intangible imaginado y voraz. Y al hacerlo así, más que someterse a los dictados de los “mercados”, lo que el Ejecutivo demuestra con su actuación es que los teme como un niño al hombre del saco, que los desprecia o que los considera idiotas de solemnidad. O una combinación de los tres anteriores.

Los primeros efectos sobre las finanzas públicas que pueden esperarse de la propuesta de reforma comenzarían a vislumbrarse dentro de diez años, que es justo el periodo en el que se vence el grueso de deuda pública a largo plazo. Ningún inversor/especulador (llámesele según convenga) va a decidirse por la deuda pública española, que caduca en su inmensa mayoría antes de diez años, sobre la base de una reforma que va a tener nulos efectos hasta entonces. No es necesario ser un gran intérprete de esos mercados para deducir que la reforma tendrá cero influencia sobre el objetivo declarado. Que aun así siga en marcha y con enorme empeño es materia para programas de ciencia ficción.

La reforma del sistema público de pensiones, en conclusión, es innecesaria porque el sistema público va a aguantar con buena salud financiera al menos una década. Además, es inútil porque no sirve ni al objetivo coherente de garantizar la viabilidad futura del sistema ni aliviará las presiones de los mercados sobre la deuda pública. Si es innecesaria e inútil, solo queda una explicación a su premura por aprobarla, la motivación que se espera de cualquier autoridad democrática: puro electoralismo.

Tampoco pueden vislumbrarse intereses electorales en esta reforma. Más bien al contrario. En todo el siglo XXI sólo se recuerda una medida del ejecutivo estatal que concitase tal grado de impopularidad como la reforma de las pensiones públicas. Fue aquella decisión del gobierno de José María Aznar de apoyar la intervención en Iraq. Entonces se atribuyó la discrecionalidad e irracionalidad a la obcecación unilateral del propio presidente y a sus sueños de grandeza. ¿Habrá que sumar ahora la estulticia? ¿O también “dos huevos duros”?

*Carlos Resa Nestares es doctor en administración de empresas.

El proyecto de reforma del sistema público de pensiones debe estar en el top ten de los mayores disparates de la política desde el advenimiento de la democracia. Y eso que la competencia ha sido feroz en todos los niveles de la administración. Los gobernantes podrán ser ariscos, ineptos e incluso malintencionados. Casi siempre lo son. Pero un Gobierno tirándose piedras contra su propio tejado sin beneficio aparente es una eventualidad casi desconocida anteriormente.

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