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El Suárez que conocí nos quitó una guerra
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Graciano Palomo

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El Suárez que conocí nos quitó una guerra

Madrugada del 28 de julio de 1980. En Madrid la leucemia se acababa de llevar a Joaquín Garrigues Walker, ministro adjunto al presidente. A 14.000 kilómetros,

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Madrugada del 28 de julio de 1980. En Madrid la leucemia se acababa de llevar a Joaquín Garrigues Walker, ministro adjunto al presidente. A 14.000 kilómetros, en el hotel Intercontinental de Lima (Perú) sonó el teléfono de la habitación.

– Graciano, vete a ver al presidente y le dices que ha muerto su ministro.

Me puse a toda prisa un vaquero y una camiseta y subí al piso 25 del mismo hotel donde dormía Adolfo Suárez, presidente constitucional del Gobierno de España.

El escolta de guardia me conocía porque yo cubría periodísticamente toda la actividad del presidente para la agencia EFE, pero él tenía la obligación de velar por el sueño de Adolfo. Le expliqué que necesitaba una declaración urgente de Suárez y convinimos antes en avisar a Josep Meliá, secretario de Estado de Comunicación, que estaba justo en una habitación al lado de la presidencial. Juntos entramos a ver a Suárez que ya conocía la noticia “por Gabinete…”.

Allí mismo, con unas cuartillas del hotel, Adolfo redactó a Meliá su pésame por la pérdida de su amigo/enemigo Garrigues. Yo me quedé con las históricas cuartillas y difundí el comunicado presidencial al mundo mediante los teletipos de EFE.

–  ¡Qué duro es esto, Graciano!, ¿eh? ¡Qué lucha para luego nada!

ASG, las letras que llevaba grabadas siempre en sus camisas, no pasaba por sus mejores momentos. Le esperaba a la vuelta una moción de censura injusta, absurda y demoledora que le habían presentado el tándem Felipe/Guerra.

14 de enero de 1981. El presidente se presentó en los acuartelamientos de la Legión en Ceuta y Melilla, donde hizo que desfilaran ante él los feroces legionarios. Pretendía rebajar la tensión de sables que amenazaban su cabeza y la de la nación. Durante el vino español, un aguerrido capitán legionario se le acercó, se cuadró militarmente y Suárez le dio la mano al más puro ‘Suárez style’.

– Presidente, –preguntó el oficial– ¿la patria está en peligro?

– Mientras yo sea presidente, jamás, nunca… No deje que le engañen y dígaselo a sus compañeros.

Cuatro días más tarde, 18 de enero, viajamos al País Vasco, donde a diario caían asesinados por ETA ciudadanos de todo tipo y condición. Fue recibido por una huelga general abertzale –apoyada también por el PSOE de Felipe y Benegas– que le tuvo retenido en la Delegación del Gobierno que capitaneaba Marcelino Oreja. Era un pulso “bélico” en toda la regla.

De Vitoria a Bilbao. No pudo siquiera andar los doscientos metros que hay desde la sede del Gobierno Civil a la Diputación. El jefe de seguridad comandante Castro le colocó un chaleco antibalas que le hacía sudar y sudar. Decidió mandarlo al carajo y caminar por la Gran Vía bilbaína a pecho descubierto

-Nunca he conocido a un hombre con tal capacidad de seducción. Si me descuido termina por afiliarme a UCD…, dijo Santiago. Y continuó: yo soy ateo pero Dios puso en el camino del país a un hombre providencial como Adolfo, al que luego España maltrató de forma inmisericorde

– ¡Estoy preparado para cualquier cosa…!, –repetía cada vez que se le planteaba la posibilidad de que sufriera un atentado.

Recuerdo que en la campaña por las elecciones de 1977, en un pueblo de Granada, comunista en su mayoría, el presidente fue rodeado por una multitud ruidosa y agresiva que le llamaba de todo. En un momento determinado, los escoltas desenfundaron las pistolas para amedrentar a la enfurecida plebe.

– ¡Guardad las pistolas! –conminó al equipo de seguridad personal–. Estamos intentando traer la democracia, no provocar más muertos.

25 de octubre de 1982. Me recibió en su despacho de presidente del CDS en la imponente sede que le había cedido su amigo el constructor Luis García Cereceda muy cerca de la Puerta de Alcalá.

– Presidente, ¿te compensa esta nueva aventura? –pregunté– … ¡Si ya estás en la Historia!

– Este país necesita un partido de centro liberal/progresista como el comer… Me echaron prematuramente del poder, Graciano, y mi obligación con el pueblo español es seguir remando porque la Transición no está concluida y la Reconciliación es todavía muy débil…

– 6 de mayo de 1996. Había invitado yo a Santiago Carrillo a comer en un restaurante de Villaviciosa de Odón porque el histórico líder comunista me había prometido prologar un libro titulado La Tierra prometida, en el que analizaba el devenir del centroderecha en España.

Carrillo, además de devorar el jamón, quería hablarme de Adolfo.

– Nunca he conocido a un hombre con tal capacidad de seducción. Si me descuido, termina por afiliarme a UCD… – dijo Santiago. Y continuó: – Yo soy ateo, pero Dios puso en el camino del país a un hombre providencial como Adolfo, al que luego España maltrató de forma inmisericorde.

9 de junio de 1976. Yo me acababa de incorporar al periodismo. Recuerdo todavía con emoción cómo Adolfo Suárez González, el “chusquero” de la política como él mismo se definía, se dirigió a unas Cortes franquistas, repletas de bigotitos recortados, para defender su Ley de Asociaciones Políticas con unos versos de un poeta muerto en el exilio producto de la Guerra Civil.

Está el hoy abierto al mañana

Mañana al infinito

Hombres de España

Ni el pasado ha muerto

Ni está el mañana ni el ayer escrito.

Él, el chico de Cebreros, al que despreciaron los de dentro y los de fuera, escribió el milagro. Enterró el pasado y escribió el mañana.

Cualquier día de estos, cuando el ruido se haya apagado, iré a rezar en tu tumba de la hermosa catedral abulense que te va a acoger.

Hasta entonces, presidente, que Dios te lleve en la palma de su mano.

Madrugada del 28 de julio de 1980. En Madrid la leucemia se acababa de llevar a Joaquín Garrigues Walker, ministro adjunto al presidente. A 14.000 kilómetros, en el hotel Intercontinental de Lima (Perú) sonó el teléfono de la habitación.

Adolfo Suárez