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Jiménez de Parga y su contexto
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Jiménez de Parga y su contexto

Siempre he creído que lo mejor de la novela El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, es una frase de su primera página. Aquella en la

Siempre he creído que lo mejor de la novela El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, es una frase de su primera página. Aquella en la que el narrador recuerda que su padre solía decirle “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien, ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas”.

Empiezo así estas reflexiones sobre la trayectoria vital de Don Manuel Jiménez de Parga, fallecido ayer, porque en las mismas quiero tener muy presente el hecho de que maduró, como académico especialista en Derecho Político, en tiempos muy difíciles para ser tal cosa. Basta con recordar que, desde 1938 a 1975, farsas institucionales más o menos complejas aparte, la norma fundamental del régimen era que el líder del bando vencedor en la Guerra Civil (el “Caudillo”, el general Franco) tenía “la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general” (arts.17 de la Ley de 30 de enero de 1938).

En esas condiciones, dedicarse a reflexionar sobre problemas jurídico-políticos era complicado. Jiménez de Parga accedió a la cátedra de la Universidad de Barcelona en 1957. Pueden imaginarse las dificultades. Las que, por otra parte, tuvieron muchos otros, a los que convendría reconocer sus esfuerzos. En la transición vendrían tiempos mejores para su proyección pública. Fue Diputado constituyente, Ministro de Trabajo, Embajador ante la OIT; y, algo después, por decisión de Felipe González, Magistrado, y Presidente, del Tribunal Constitucional.

No tendría sentido detenerse, con detalle, en sus actividades en todos estos cargos, ni en su también brillante condición de abogado en ejercicio, al frente, junto a su hermano Rafael, de un bufete prestigioso.

Solo quisiera apuntar un par de ideas sobre las dos facetas en las que tuve ocasión de tratarle más. La de profesor universitario, desde el momento en que trabajamos en el Departamento de Derecho Constitucional de la Complutense; y la de miembro del Tribunal Constitucional, del que soy letrado, actualmente en excedencia.

Como profesor, don Manuel tenía una característica que para los más inmaduros era impagable. Como había ejercido la abogacía desde muy joven, nos daba unos magníficos baños de realidad, de realidad española, a los que llegábamos, a veces, cargados de lecturas, de mucha profundidad teórica, y en todos los idiomas imaginables. Era una persona que conocía el derecho, y no de oídas, sino porque había estado mucho tiempo a pie de obra. Lo mismo le pasaba con la política, y en las discusiones con él, sobre este segundo tema, siempre se aprendía algo.

Lo cierto es que ya en los años sesenta su producción era más bien divulgativa, también porque entonces empezó a publicar, con el pseudónimo de ‘Secondat’, sus ‘brevetes’ en La Vanguardia, que luego pasarían a El Mundo. Sus trabajos pretendían, cosa difícil para un universitario, llegar al mayor número posible de ciudadanos. De todos ellos basta con recordar su libro Las Monarquías europeas en el horizonte español. En el mismo, y en 1966 (momento álgido de la defensa la Monarquía “tradicional, católica, social y representativa” de la Ley de Principios del Movimiento Nacional; principio VII), Don Manuel explicaba que eso no era lo habitual en nuestro entorno, y que lo mejor podría ser plantearse una “Monarquía parlamentaria”. Mucho después, su insistencia en la “televización” (horrible palabra, pero muy expresiva) de la política demostró que, una vez más, estaba perfectamente conectado con la realidad.

Respecto a sus años de magistrado, y presidente del Tribunal Constitucional, frecuentemente a los letrados, y sospecho que también a sus compañeros de fatigas, nos sucedía algo muy parecido. Un hombre de su experiencia como abogado y político, añadida a su formación académica, era muy habitual que tuviera una visión, de los asuntos en litigio, demoledoramente realista. Con ello desmontaba, sonrisa en los labios, un defecto de las argumentaciones del Tribunal que, a mi juicio, se daba demasiadas veces. El de pretender fundamentar, con un exceso de teoría, lo que no son más, hay que reconocerlo, que intentos de resolver, con finura y solidez desde luego, complicados problemas constitucionales, en los que suele ser más útil el manejo del sentido común. En este sentido, prestó servicios importantes, y continuó enseñándonos a los más jóvenes, ahora letrados a su servicio, cosas que conviene siempre tener presentes en España, cuando uno se dedica a asuntos en los que es preciso hacer más de un equilibrio.

Me voy a parar aquí. Es verdad que Don Manuel tuvo luces, y sombras, como todo ser humano. Al que pretenda no estar cargado de ellas, hay que internarlo en el psiquiátrico más cercano. Sobre las segundas no parece necesario extenderse. Creo que tuvieron mucho que ver con las circunstancias en las que maduró, y desarrolló las múltiples actividades que le ocuparon. Sería una torpeza emitir un juicio sumarísimo sin tener dicho contexto en cuenta. Eso era precisamente lo que hacíamos los “jóvenes cachorros” del derecho constitucional de los ochenta. Los mismos a los que, ahora, nos gustaría contar con el sentido de la realidad, que de Don Manuel tenía por arrobas, para abordar lo que se nos está viniendo encima.

(*) Ignacio Torres Muro es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Cuerpo de Letrados del Tribunal Constitucional

Siempre he creído que lo mejor de la novela El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, es una frase de su primera página. Aquella en la que el narrador recuerda que su padre solía decirle “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien, ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas”.

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