Tribuna
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Antropología del soberanismo
El auge desbordante del soberanismo ha propiciado, a lo largo de los últimos meses, todo tipo de análisis sobre sus causas y su evolución. El nacionalismo
El auge desbordante del soberanismo ha propiciado, a lo largo de los últimos meses, todo tipo de análisis sobre sus causas y su evolución. El nacionalismo catalán ha ligado la eclosión independentista a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto y a un supuesto maltrato sostenido del Estado hacia Cataluña. De acuerdo con este relato, el soberanismo es un movimiento que proviene de la sociedad civil y goza de una inmensa transversalidad.
Desde otras perspectivas, se ha interpretado el fenómeno de masas que vive Cataluña como una forma sofisticada de populismo, como una estrategia política cínica o como el resultado de una gran campaña de propaganda. Recomiendo, en este sentido, la lectura del capítulo con el que Juan Arza y Pau Mari-Klose abren el libro Cataluña. Los mitos de la secesión (Almuzara, 2014). Con un uso riguroso y crítico de datos estadísticos, los autores desmontan la retórica con la que los líderes nacionalistas justifican, día tras día, su insensata aventura.
A mi entender, el éxito social del independentismo se debe, en primer lugar, a la eficacia con la que sus ideólogos han planteado los marcos de discusión pública. El soberanismo ha pasado por cuatro fases discursivas. Las bases las puso el pujolismo. Durante decenios, la élite convergente se encargó de fortalecer el imaginario nacional catalán a través de los medios de comunicación, la educación y el entramado asociativo.
Pero el kairos del independentismo no llegó hasta que estalló la crisis económica. Era el momento adecuado y el tiempo preciso para dar un salto cualitativo. El nacionalismo abandonó su discurso herderiano y esencialista, y apostó por un relato mucho más persuasivo. La lengua y la historia pasaron a un segundo plano. La socialización de la causa independentista exigía una estrategia más eficaz, aunque fuera ruin e inmoral. Así se inició la campaña del agravio fiscal y del “España nos roba”, que tan hondo ha calado. Este marco discursivo funcionó hasta que sus promotores se dieron cuenta de que provocaba rechazo en el resto de Europa. La mezquindad era demasiado descarada.
Los independentistas han dibujado entonces dos nuevos frames, que se han desplegado en paralelo. Por un lado, los estrategas nacionalistas han decidido centrar el debate en la apelación constante a la legitimidad democrática. La palabra democracia se repite como un mantra que derriba con maniquea rapidez otros argumentos más rigurosos, pero menos pirotécnicos.
El ‘marco’ de la democracia cabe en 140 caracteres. En cambio, la argumentación de por qué el principio democrático no justifica ni ampara cualquier cosa no cabe en un canutazo televisivo. La explicación de por qué la palabra democracia está vacía y viciada en el discurso independentista es demasiado larga para un tuit. La apelación a la democracia va acompañada de otro marco, bien construido por ERC. La independencia se presenta como la oportunidad de construir un país nuevo. Un nuevo Estado para diseñar un nuevo futuro. La independencia permite un nuevo comienzo. Es la solución drástica a la quiebra del sistema.
La independencia ofrece, al fin y al cabo, un horizonte de esperanza para mucha gente. Este es, a mi modo de ver, el logos más profundo del movimiento que hay en Cataluña. El ‘Proceso’ soberanista es, en el fondo, la cristalización y la respuesta a un malestar social, político y antropológico de gran calado, que va más allá de la confrontación política. Su éxito radica en que genera ilusión en un mundo desencantado. El independentismo guarda relación con la crisis sociocultural que atraviesa la modernidad ilustrada y liberal.
Procuraré explicarme y encuadrar el movimiento populista que impera en Cataluña en una crisis sistémica que tiene raíz cultural y antropológica. ¿En qué consiste esta crisis?
La posmodernidad nos ha dejado a la intemperie. Los grandes relatos que han guiado a Occidente durante siglos están, para muchos, caducados. Aunque no me cuento entre ellos, un número significativo de contemporáneos considera que las bases de civilización greco-romanas, la cosmovisión cristiana y el paradigma liberal-ilustrado ya no pueden guiar nuestra trayectoria personal y colectiva. La tarea de deconstrucción que han llevado a cabo los filósofos de la sospecha y los críticos posmodernos ha surtido efecto. Las trascendencias han sido denunciadas; las grandes narrativas, torpedeadas; las teleologías, anuladas.
En consecuencia inmediata, la existencia personal ha quedado sin finalidad y sin sentido. El resultado es la angustia vital que describieron los existencialistas. Pero para vivir en el nihilismo hay que tener el carácter trágico y noble de Nietzsche. Y a nuestra sociedad del bienestar solo le gustan un tipo de tragedias: las ajenas.
Ante esta situación cultural, ante este frío antropológico, ¿qué ha ofrecido el soberanismo? Ante todo y sobre todo, sentido. Tal como titulaba Víktor Frankl, el hombre es un ser en busca de sentido. La quiebra de las grandes narrativas nos ha dejado huérfanos. Ante ello, el independentismo ha vuelto a dar razón a la vida y al trabajo de muchas personas. Se levantan, se encuentran y se manifiestan para hacer realidad un sueño. Como ha explicado Roger Griffin, la nación se ha configurado en el mundo contemporáneo como un espacio de transcendencia inmanente y secular. Es un gran objetivo por el que vivir, luchar y hasta morir.
En esta línea, la independencia se ha erigido en el punto de fuga que da sentido a la vida de muchas personas. En un mundo sin teleologías ni finalidades densas, la independencia se ha convertido en la clave que da unidad y sentido a las notas dispersas y fragmentadas de muchas biografías.
El independentismo ha ofrecido, también, un gran ámbito de religación interpersonal y de cohesión social. La posmodernidad se caracteriza por la atomización y la fragmentación de los itinerarios vitales. También, por la soledad en medio del barullo urbano. Frente a la soledad existencial, el populismo independentista integra a los ciudadanos en una gran comunidad, que se encuentra, se celebra y lucha junta. Los independentistas han podido saborear en varias ocasiones la experiencia embriagadora de la colectividad en marcha. La sequedad de las relaciones contractuales es sustituida por el calor de la comunidad vibrante. Estamos ante un nuevo intento de superar el individualismo liberal acudiendo a la nación como nueva ecclesia. Las marchas ofrecen al sujeto la posibilidad de sentirse rescatado de la soledad y la gratificación de pertenecer a una comunidad que trasciende los propios límites temporales y sociales.
Finalmente, el soberanismo ha logrado despertar la esperanza en muchas intimidades alicaídas. Ortega explicaba que el ser humano vive orientado hacia el futuro. Cuando los proyectos y las ilusiones languidecen, se agosta la vida. Al contrario, cuando hay horizonte de futuro, todo rejuvenece y se revitaliza. Vale la pena analizar los anuncios de la ANC, donde se recogen las esperanzas que los ciudadanos han volcado en el nuevo Estado. El proceso soberanista tiene la garra de los movimientos palingenésicos. Contiene la fuerza de los periodos de nueva creación. Los discursos de sus líderes recuerdan a los que hacían los republicanos a principios de los años 30, cuando la República se presentaba como promesa de “redención” para toda España. También la República fue una metáfora de la esperanza.
¿A qué nos lleva todo lo expuesto? A nivel político, estas reflexiones nos conducen a la conclusión de que, a largo plazo, solo superaremos el soberanismo si logramos que España vuelva a ser un proyecto que ilusione. Tenemos el deber moral y político de repensar nuestro país para proponerlo como relato apasionante y creativo, capaz de generar compromiso. Necesitamos rediseñar el proyecto histórico español y contarlo con una nueva narrativa. Nos urge reformular el relato nacional –intelectual, visual y emotivo– para hilvanar con coherencia nuestra actividad política y social.
Más allá de la valoración política, el movimiento soberanista subraya también un hecho cultural cada vez más patente. Vivimos en una sociedad que tiene hambre de esperanzas. Quien sepa acercarlas se impondrá en la esfera pública. Por encima de nuestras banderas tenemos el reto común de redescubrir fuentes de Esperanza y horizontes de Sentido. Esta vez, escritas con mayúscula, porque todas las esperanzas que empiezan con minúscula acaban como terminará el proceso independentista: disolviéndose en su propio límite.
*Fernando Sánchez Costa es doctor en Historia contemporánea y diputado del PP en el Parlamento catalán.
El auge desbordante del soberanismo ha propiciado, a lo largo de los últimos meses, todo tipo de análisis sobre sus causas y su evolución. El nacionalismo catalán ha ligado la eclosión independentista a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto y a un supuesto maltrato sostenido del Estado hacia Cataluña. De acuerdo con este relato, el soberanismo es un movimiento que proviene de la sociedad civil y goza de una inmensa transversalidad.