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El mensaje de la igualdad ha calado en las tierras de la desigualdad. El supremacismo se muestra sorprendido. Los inferiores se han puesto en pie

Foto: Recuento en una mesa electoral en Barcelona. (EFE)
Recuento en una mesa electoral en Barcelona. (EFE)

Son las 8:00 y ya estamos a la puerta. Es un colegio público como tantos en España. De aquellos creados en los 70. Perimetrado por una valla de barrotes, tiene un campo de balonmano al fondo, con sus porterías de madera carcomida pintadas de rojo blanco. Al frente, dos cuadrados de arena separados por un pasillo asfaltado que conduce a a la puerta del centro. Somos unos 30 entre apoderados, presidentes, vocales de mesa y suplentes. Las gentes del barrio charlan animadamente mientras esperamos la llegada de la policía municipal. Vicente, mi compañero de partido, no ha llegado aún. Espero a una distancia prudencial con mi tarjetón naranja colgado del cuello. Los de los tarjetones con cintas amarillas, me observan con la mirada detenida y curiosa de un entomólogo que hubiera descubierto por primera vez un saltamontes con pelo. "Va a ser una larga jornada", pienso para mí. Mientras tanto miro repetidamente al WhatsApp esperando noticias de Vicente.

Al fin llega la policía y entramos todos. El conjunto es tan multicolor como corresponde al barrio que más inmigrantes alberga de Barcelona. Mujeres de cabeza cubierta, chavales de piel oscura, y todas esas gentes con el inconfundible aire de quienes madrugan para abrir la persiana oxidada del negocio que heredaron de sus padres. Aquellos inmigrantes que, procedentes de la España más necesitada, vinieron en los 60 a este barrio carcomido por la 'aluminosis', a labrarse un futuro para ellos y para sus hijos. No hay por estas calles mucho descendiente de la Barcelona modernista y burguesa. La Barcelona de la abundancia y del Liceo queda a unos cuantos kilómetros, montaña abajo.

placeholder Los miembros de una mesa electoral participan en el recuento de votos.
Los miembros de una mesa electoral participan en el recuento de votos.

Por fin llega Vicente y al momento dejo de sentirme como un astronauta en una playa nudista. Vicente conoce a todo el mundo. Es un hombre del barrio ya jubilado y que dedica su tiempo entre otras cosas a ayudar a los ancianos del lugar. "Algún día lo necesitaré yo", me dice con su infatigable sonrisa y sus pequeños ojos tras los cristales gastados de sus gafas de concha. Solícito y amable, como el acomodador del Teatro Real, va orientando a todos los que lo necesitan hacia su mesa de votación. "Déjame ver tu tarjeta, belleza", le dice a una dominicana un poco despistada que vota por primera vez. Tras orientarla entre la marabunta que se ha producido en las cinco mesas, vuelve al recibidor del colegio en busca de más votantes necesitados de ayuda. Vicente sabe bien que este es nuestro último acto de campaña. Un apoderado sonriente, amable y confiado, es el último reclamo.

No hay por estas calles mucho descendiente de la Barcelona modernista y burguesa. La del Liceo y la abundancia queda a unos cuantos kilómetros

También lo saben los apoderados de ERC y JxCAT, que compiten con nosotros en esta olimpiada de la simpatía con una notable ventaja numérica. El PP ha mandado a dos veteranos de trato amable, pero que saben que hoy no es su día. Dos hombres ya entrados en los 70 que representan lo mejor de los restos del naufragio popular en Cataluña. Saludan a Vicente con mucha afabilidad y se intercambian historias de elecciones pasadas. Uno apoya sus piernas castigadas por la enfermedad con dos bastones. Sus ojos de un azul intenso y su barba blanca y bien recortada le dan un aire senatorial. El otro pelea con los años con la elegancia del Barbour y el tinte del pelo. 55 años en Barcelona no han conseguido acabar con el acento gallego de su pueblo de origen: Villalba, Lugo. No se puede ser más del PP. Se sientan en dos sillones de 'sky' marrón y esperan tranquilamente que transcurra la jornada. No esperan nada más que nuestra victoria endulce algo el batacazo inevitable que ya barruntan. El apoderado del PSC no interacciona con el medio. Aparece de vez en cuando y se mantiene distante y en un mutismo un tanto antipático.

placeholder Papeletas colocadas en una mesa electoral en Barcelona. (Reuters)
Papeletas colocadas en una mesa electoral en Barcelona. (Reuters)

La jornada transcurre tranquila salvo algún improperio por el retraso de 15 minutos en abrir el colegio y las largas colas de la mañana. Han venido todos. Sillas eléctricas, andadores, multitud de ancianos encorvados. Ancianos comidos por las manchas y acompañados del brazo por todas las nacionalidades del cono sur. Muchos nos miran de reojo y cómplices al pasar. Los más osados, cuando nadie les ve, nos cogen del codo y levantan el pulgar. Otros se quejan de que no les llegaron las papeletas (algunas aparecerán en los contenedores). Un tipo vestido de camarero que trabaja en el mercado me pasa un papel con la discreción de un espía. "Esta mierda están repartiendo", panfletos con las fotos del abuelo y del padre de Inés acusándolos de falangistas (como el abuelo de Puigdemont por otra parte). A lo largo del día solo dos personas se encaran con nosotros y nos llaman fascistas. "Fascistas", nos lo llaman esos señores que no admiten la existencia del otro. Esos señores que distinguen entre los catalanes y los inmigrantes que tienen que volver a Cádiz. En fin.

Ya no queda más que media hora. Miro los montones restantes de papeletas y pienso "ganamos". A las 20:10 nos sentamos en las mesas y empieza el recuento. Las urnas están llenas. Más de un 80%. "Esquerra", "Esquerra", "Ciudadanos", "PSC"… A medida que avanza se ve claro que vamos a ganar pero no damos muestra alguna de felicidad. Llegan las primeras encuestas y los resultados con el 10% escrutado. Euforia contenida . "Vicente, ganamos", le digo al oído. "Tú lo que quieres es que te bese en la boca", me dice entre sonrisas. Acabamos el recuento y hemos ganado en todas las mesas. Algunos de los de la cinta amarilla se miran y enarcan las cejas, pero reconozco que nos tratan con deportividad. Ha sido así en toda Cataluña. El mensaje de la igualdad ha calado en las tierras de la desigualdad. El supremacismo se muestra sorprendido. Los inferiores se han puesto en pie.

*Francisco Igea es diputado de Ciudadanos en el Congreso de los Diputados.

Son las 8:00 y ya estamos a la puerta. Es un colegio público como tantos en España. De aquellos creados en los 70. Perimetrado por una valla de barrotes, tiene un campo de balonmano al fondo, con sus porterías de madera carcomida pintadas de rojo blanco. Al frente, dos cuadrados de arena separados por un pasillo asfaltado que conduce a a la puerta del centro. Somos unos 30 entre apoderados, presidentes, vocales de mesa y suplentes. Las gentes del barrio charlan animadamente mientras esperamos la llegada de la policía municipal. Vicente, mi compañero de partido, no ha llegado aún. Espero a una distancia prudencial con mi tarjetón naranja colgado del cuello. Los de los tarjetones con cintas amarillas, me observan con la mirada detenida y curiosa de un entomólogo que hubiera descubierto por primera vez un saltamontes con pelo. "Va a ser una larga jornada", pienso para mí. Mientras tanto miro repetidamente al WhatsApp esperando noticias de Vicente.