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Quizá si mirásemos a quienes hoy se levantan con las manos reventadas de ampollas y los ojos arrasados, podríamos ver en ellos lo mejor de quienes somos

Foto: Un vecino de la zona observa los campos anegados de agua en las afueras de la localidad malagueña de Sierra de Yeguas. (EFE)
Un vecino de la zona observa los campos anegados de agua en las afueras de la localidad malagueña de Sierra de Yeguas. (EFE)

Cada cierto tiempo, la naturaleza vuelve a recordarnos nuestro lugar en el mundo. En esta era de selfis, Twitter y Facebook, en esta era de ensimismamiento y vanidad, de repente el cielo se vuelve oscuro como la noche, descarga su furia sobre los mortales y nos explica que no somos más que un juguete en sus manos. Un juguete que el agua arrastra y golpea sin compasión.

Primero Mallorca, después Andalucía y el Levante, nos han mostrado cómo bastan unas horas de agua y de furia para que los sueños de toda una vida se marchen por el cauce envueltos en barro, piedras y desesperación. Coches, casas, ilusiones y, desgraciadamente, vidas. Vidas que nunca soñaron abrir un telediario, vidas anónimas a las que la tragedia pone delante de nuestros ojos para recordarnos que mañana podemos ser nosotros. Una tragedia.

Foto: Vecinos de Campillos limpian los desperfectos producidos en viviendas y coches por las fuertes lluvias. (EFE)

Una tragedia como la de Joana, que logró salvar a su hija Úrsula y pereció al intentar salvar al pequeño Artur. Una mujer que nos enseñó, así, el significado de la primera palabra que sale de los labios de cualquier ser humano. Morir con tu hijo. Cualquier madre sabe que es mejor que vivir sin él. Dramas como el de José, bombero de Málaga y padre de dos hijos, que falleció arrastrado por el agua cuando se dirigía a ayudar a los vecinos de Tebas. Y así tantos y tantos.

Cuando pasa el agua, no solo queda destrucción. Queda la humanidad. No debiéramos esperar a la siguiente catástrofe para reconocerlo

Cuando pasa la tromba, quedan el barro y la destrucción. Pero también quedan los hombres y mujeres que, agarrados al palo de un cepillo, empujan el lodo y vuelven a empezar. Quedan las que se arremangan y buscan, los que se sientan y lloran, pero también los que mañana se levantarán y encalarán de nuevo sus casas. Quedan miles de héroes anónimos que ofrecen sus casas, sus hombros, sus brazos. Cuando pasa el agua, no solo quedan la destrucción y la desesperanza. Queda la humanidad. No debiéramos esperar a la siguiente catástrofe para reconocerlo.

placeholder Vecinos de la localidad malagueña de Campillos limpian los desperfectos en viviendas. (EFE)
Vecinos de la localidad malagueña de Campillos limpian los desperfectos en viviendas. (EFE)

Quizá si mirásemos a quienes hoy se levantan con las manos reventadas de ampollas y los ojos arrasados, podríamos ver en ellos lo mejor de quienes somos. Lo mejor de un país tantas veces dispuesto a matarse, sí, pero también tantas veces dispuesto a morir por el otro. El país de tantas guerras, pero también el país de tantos héroes.

¿Qué nos pasa? ¿Qué nos pasa que no sabemos reconocernos en los mejores? ¿Qué nos pasa que no aprendemos de ellos?

El país de Vicente Ferrer o Ignacio Ellacuría, el país de Melchor Rodríguez y de Ángel Sanz Briz, el país de Isabel Sola y de Ignacio Echeverría. Una lista que podría ser eterna. Una lista de hombres y mujeres que dieron sus vidas por los demás. Por eso, a veces me pregunto, ¿qué nos pasa? ¿Qué nos pasa que no sabemos reconocernos en los mejores? ¿Qué nos pasa que no aprendemos de ellos? Con todos sus acentos, con todas sus canciones. Castellanos, vascos, mallorquines o madrileños, ninguno preguntó de dónde era el que le necesitaba. ¿Por qué no aprendemos de ellos, que no sabían de naciones ni de razas?

El agua no nos devolverá a Joana, ni a Artur. Tampoco nos devolverá desgraciadamente a José. Pero quizá, si les miramos a ellos, si recordamos su ejemplo, quizás entonces el agua nos devuelva la cordura. La cordura de recordar que nadie es mejor, ni peor, en esta tierra por el sitio donde nace. Seremos mejores, solamente, si cuando llegue la tromba, esa que a todos nos ha de llevar, nos encuentra preguntando ¿qué necesitas? y no ¿de dónde eres?

Cada cierto tiempo, la naturaleza vuelve a recordarnos nuestro lugar en el mundo. En esta era de selfis, Twitter y Facebook, en esta era de ensimismamiento y vanidad, de repente el cielo se vuelve oscuro como la noche, descarga su furia sobre los mortales y nos explica que no somos más que un juguete en sus manos. Un juguete que el agua arrastra y golpea sin compasión.

Málaga