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El escarmiento ejemplar como fundamento de la pena
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Gonzalo Quintero Olivares

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El escarmiento ejemplar como fundamento de la pena

El presente comentario viene determinado por la noticia de una resolución judicial por la que se decide enviar a prisión a quien no había pagado la totalidad de un multa

Foto: Un juez con una maza. (iStock)
Un juez con una maza. (iStock)

La maltrecha teoría del derecho penal, cuando aborda el importante tema de la significación de las penas, suele diferenciar en dos dimensiones: su fundamento y su finalidad. Del primero se dice que es el hecho cometido, cuya gravedad debe marcar, proporcionalmente, la de la pena imponible. En relación con la finalidad se distingue, a grandes rasgos, entre la que la conminación y la imposición de una pena han de tener para la generalidad de la ciudadanía y el sentido que ha de tener la aplicación de esa pena a un sujeto concreto al que se condena. A la primera se la denomina función de prevención general, mientras que a la segunda se la designa como función de prevención especial.

Hasta aquí, no descubro nada que no se sepa y acepte como cuestión básica del derecho penal. Luego, cuando esas ideas se han de traducir en criterios de funcionamiento de la justicia penal, empiezan las complicaciones, no tanto por fijar lo que es cada una de sus funciones, sino por la determinación de quiénes son los responsables de ellas. El propio Tribunal Constitucional ha acogido sin reservas que las penas tienen una función de prevención general, en cuanto que su sola existencia legal es una advertencia dirigida a toda la colectividad con el fin de que se abstenga de cometer delitos, y otra función de prevención especial, que se integra por la adecuación de la pena, dentro de los márgenes legales, a la personalidad o características del condenado.

El TC ha acogido sin reservas que las penas tienen una función de prevención general, en cuanto que su sola existencia legal es una advertencia

En teoría, la función de prevención general la ejerce la Ley y el legislador que la crea, mientras que la de prevención especial corresponde a los aplicadores de la ley que son los Tribunales. Cuando ese reparto de funciones se mezcla aparecen leyes que quieren limitar o anular el arbitrio judicial, lo cual es censurable, o resoluciones judiciales que utilizan argumentos propios de una especie de función de prevención general, invocando como fundamento de la decisión que adoptan la necesidad de lanzar avisos a la ciudadanía y de fomentar el respeto al derecho viendo cómo se castiga al reo, es decir a través de la ejemplaridad. Y esa pretensión de dirigirse a la sociedad excede a la función jurisdiccional.

El presente comentario viene determinado por la noticia de una resolución judicial, no importa de qué Tribunal sea, por la que se decide enviar a prisión a quien no había pagado la totalidad de un multa, situación que legalmente se podría resolver con medidas sustitutivas diferentes de la prisión –esencialmente porque la ley pretende evitar las penas cortas de prisión- que el Tribunal ni siquiera contempla. La razón de ese rechazo a otra solución la funda en que, en el caso concreto, como quiera que se trata de un delito de corrupción, es alto el reproche social por lo que se hace preciso el encarcelamiento que “servirá no solo para prevenir a los ciudadanos y como freno a posibles conductas futuras de análoga naturaleza por otras personas", y, continúa diciendo, los remedios legales diferentes de la prisión serían una “una concesión injustificada ante el delito, pudiendo afectar con ello a la conciencia jurídica de la población”.

El ingreso en prisión, añade, “..servirá no sólo para prevenir a los ciudadanos y, especialmente, a quien ostenta cargos públicos, que pudieran sentirse tentados a realizar conductas como las que han sido objeto de enjuiciamiento y condena, así como para que interioricen la necesidad de ajustar su actuación a criterios éticos y de estricta legalidad", y, concluye, la pena cumple así su “función de servir de freno a posibles conductas futuras de análoga naturaleza por parte de otras personas”.

La decisión no se adopta simplemente por lo que el sujeto haya hecho, sino como aviso a navegantes, para que “otros” no pequen

En resumen: la decisión no se adopta simplemente por lo que el sujeto haya hecho, sino como aviso a navegantes, para que “otros” no pequen. Se pone en práctica, de esa manera, el peor entendimiento de lo que es la prevención general: la intimidación por la ejemplaridad, además de que esa dimensión de la función de las leyes penales no corresponde en ningún caso a los Tribunales, que han de concentrarse en el sujeto al que juzgan, el cual no puede sufrir más o menos en función del “mensaje” que se quiera lanzar a otros.

A otras ideas manejadas para fundamentar la decisión que da pie a esta crítica, como el “tamaño del reproche social” hacia una clase de delitos, invocando un baremo de medición ajeno a la ley, o la “conciencia jurídica de la población”, o “interiorizar reglas éticas”, hay que echarles de comer aparte, sobre todo por lo que tienen de abstracto y opinable. Pero el problema mayor no es solo ese, siendo importante por lo que tiene de apertura de puertas a ideas extralegales, interesantes en el terreno de la llamada sociología jurídica, pero discutibles y hasta rechazables si, en nombre de ellas, se pretende justificar el uso de diferentes varas de medir en el momento de determinar la medida de la pena y la manera de ejecutarla, sino algo más:

Lo preocupante de esa decisión judicial no es solo ella, sino un fenómeno más profundo y cada vez más frecuente, que es el de la alternatividad de la interpretación de las leyes, no según la clase de leyes de qué se trate, sino de la clase de delincuentes a las que esas leyes hayan de aplicarse. Y así aparecen “criterios interpretativos” diferentes según el grupo de delincuentes en el que se ubique al reo: corruptos, sexuales, terroristas, drogodependientes, multirreincidentes, extranjeros, raterillos, de violencia de género, y podríamos continuar con las “especialidades”.

Lo preocupante de esa decisión judicial no es solo ella, sino un fenómeno más profundo que es el de la alternatividad de la interpretación

Que existan especialidades “criminológicas” no es motivo de escándalo, como tampoco lo es que haya penas que solo tienen sentido en relación con un sector concreto de criminalidad, al margen de que puedan ser correctas o criticables, como lo son, por ejemplo, las que pueden imponerse a pequeños delincuentes contra el patrimonio, claramente desmedidas.

Ningún óbice hay para reconocer que cada problema penal, por razones sociales, económicas o culturales, es diferente, y eso puede exigir intervenciones legales diferenciadas. Pero el derecho penal propio de un Estado de Derecho se caracteriza, también, por otros índices, el primero, la distribución de funciones entre el Poder legislativo y los Tribunales, y, junto a eso, la certeza de que hay un conjunto de derechos y garantías, entre ellas, la expectativa de igualdad en la aplicación de las leyes, cuya interpretación no puede pender de la libre opinión de cada Tribunal y de su variable manera de entender la propia función. Eso, entre otras cosas, es lo que exige el ideal de certeza del derecho.

*Gonzalo Quintero Olivares es catedrático de Derecho Penal.

La maltrecha teoría del derecho penal, cuando aborda el importante tema de la significación de las penas, suele diferenciar en dos dimensiones: su fundamento y su finalidad. Del primero se dice que es el hecho cometido, cuya gravedad debe marcar, proporcionalmente, la de la pena imponible. En relación con la finalidad se distingue, a grandes rasgos, entre la que la conminación y la imposición de una pena han de tener para la generalidad de la ciudadanía y el sentido que ha de tener la aplicación de esa pena a un sujeto concreto al que se condena. A la primera se la denomina función de prevención general, mientras que a la segunda se la designa como función de prevención especial.

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