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De la obediencia y la desobediencia
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Gonzalo Quintero Olivares

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De la obediencia y la desobediencia

Lo interesante es la pretensión de configurar una especie de nuevo concepto de "desobediencia civil", cercano al de resistencia civil, que se presentará como una forma pacífica de lucha

Foto: El presidente de la Generalitat, Quim Torra. (EFE)
El presidente de la Generalitat, Quim Torra. (EFE)

El tema de la desobediencia está en boga y desde los medios independentistas, y, a veces, con el apoyo de algunos doctrinarios, se difunde un silogismo tan simple como falso: las acusaciones de desobediencia presuponen como orden normal la obediencia, y eso implica priorizar el principio de autoridad por encima de la democracia. A partir de tan agudo razonamiento se legitima cualquier acto jurídicamente constitutivo de desobediencia, que pasa a tener un valor casi épico.

Dejo de lado, por supuesto, todos los sucesos que están 'sub iudice', que son unos cuantos, pues lo interesante de este tema es la pretensión de configurar una especie de nuevo concepto de “desobediencia civil”, cercano al de resistencia civil, que se presentará como una forma pacífica de lucha. Un detalle se oculta, por supuesto: que esa desobediencia civil no puede apreciarse en quienes ejercen el poder en un territorio y en una Administración pública, porque eso es apropiarse toscamente de la ética que guio a muy respetables movimientos históricos, auténticamente sometidos, para disfrazar el real significado jurídico de lo que hacen.

Foto: Imagen de la señal institucional del Tribunal Supremo de la nueva fase en el juicio del 'procés'. (EFE)
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Es surrealista ver cómo el máximo representante del Estado en Cataluña, el presidente de la Generalitat, anima públicamente a uno de sus altos cargos, el consejero de Afers Exteriors, con ocasión de su toma de posesión, a no respetar las leyes del Estado -concretamente, la Ley 2/2014, de 25 de marzo, de la Acción y del Servicio Exterior del Estado- y a despreciar las conminaciones que reciba.

No caeré en la osadía de pretender resumir en estas notas el volumen de ideas vertidas sobre el derecho a desobedecer, desde la filosofía socrática a Gandhi pasando por Hobbes, además de que esa tarea ya la han realizado otros con mucha mayor especialización que yo. Pero sí recordar que la distinción entre “obedientes”, que son los que comparten o soportan los abusos del poder con la cabeza sumisa, y “desobedientes”, que son los espíritus libres, rebeldes, sanos, progresistas, y, por ende, los independentistas, es inadmisible precisamente analizándolo desde los planteamientos de los auténticos movimientos de desobediencia civil.

El problema de la obediencia ha estado siempre presente en el derecho español, en sus diferentes ramas (penal, administrativo, civil, laboral) de uno u otro modo, y ha estado precisamente para ser condicionada y limitada, justamente porque se trata de regular la obediencia (como la desobediencia) en un Estado de Derecho.

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Cierto es que en la historia jurídica hispana el problema de la obediencia (antes de la Constitución de 1978) recibía un tratamiento censurable por los defectos que tenía. El primero de esos defectos era la tendencia a dar preferencia, en caso de conflicto, al principio de autoridad. El corolario de esa primacía de la autoridad sería la tolerancia con el funcionario que cumple órdenes a conciencia de su carácter injusto.

Cuando advino la democracia se entró en el debate sobre la necesaria presencia del principio de jerarquía, pero también de la prioridad del respeto a bienes y derechos jurídicamente superiores. Aquello tenía que alcanzar, y así fue, al régimen legal de la obediencia y de la desobediencia, girando todo en torno a una sola idea central: ni la eficacia de la Administración pública, ni el principio de autoridad y jerarquía pueden colocarse nunca por encima del principio de legalidad penal y de la tutela penal de ciertos bienes jurídicos, cuya lesión o puesta en peligro no puede ni justificarse ni exculparse en nombre de la obediencia.

La consecuencia legal más importante sería la incorporación expresa de la posibilidad de no cumplir órdenes que sean manifiestamente ilegales. La reflexión inmediata es que las órdenes cuyo cumplimiento pase por la realización de un tipo de delito serán manifiestamente ilegales, lo cual dispensará de su cumplimiento, y lo mismo puede decirse de órdenes que, sin ser constitutivas de delito en su ejecución, pueden ser ilegales por contradecir al orden constitucional, la separación de poderes, o a la distribución de funciones entre los diversos poderes del Estado. Claro está que la valoración de la significación jurídica negativa de una orden dependerá también de la formación jurídica del que la recibe en condición de subordinado que ha de cumplirla.

Las órdenes cuyo cumplimiento pase por la realización de un delito serán manifiestamente ilegales, lo cual dispensará de su cumplimiento

Otro tema, en el que no entraré porque es demasiado complejo, es el de la clase de relaciones que pueden producir un deber de cumplir una orden, pues no son solo las de jerarquía directa, sino también, en España y en cualquier Estado de la UE, las que se producen de acuerdo con el marco de relaciones institucionales que configura la Constitución (entre los Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, así como, bajo determinadas premisas, entre los ciudadanos y esos mencionados poderes).

¿Permite eso decir que vivimos en un Estado que no es de derecho porque abundan los mandatos y las obligaciones? Por supuesto que no, como tampoco pretendo decir que cualquier actitud de rechazo ha de ser necesariamente criminalizada, porque eso sería absurdo. Las leyes contienen un largo listado de situaciones en las que alguien se puede ver en el trance de obedecer, pero difícilmente se puede decir que se trate de situaciones “arbitrariamente configuradas”. Como ejemplos: la obligación de cooperar con las autoridades si lo requieren en el ámbito de sus competencias, la exclusividad en el ejercicio de la función, que permite requerir de abstención a quien no pertenezca a esa función, el deber de los funcionarios de obedecer a sus superiores cuando estos dan órdenes ajustadas a derecho, el deber de cumplir las decisiones de los tribunales, etc.

Foto: Jordi Cuixart, presidente de Òmnium Cultural, en el juicio del 'procés'. (EFE)

Ninguna de esas obligaciones es una “especialidad española”, sino que forman parte de una cultura jurídica común. Del mismo modo, cualquiera puede discrepar del contenido de la Constitución, pero no decidir que esta no afecta ni a sus decisiones ni a su territorio, y que eso es un modo de “desobediencia civil”, imponiendo sus ideas a los demás afectados por la misma Constitución, con lo cual deja de ser una vía pacífica que tiene como meta cambiar la Constitución, que no es lo mismo que darla por derogada, pues eso ya no es la pretendida “desobediencia civil”.

Así las cosas, la pretendida rebeldía o desobediencia civil del presidente de la Generalitat recuerda a aquel que por la mañana se negaba a ir al cole y su madre le decía que tenía que hacerlo porque ya tenía 50 años y, además, era el director.

*Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho penal y abogado

El tema de la desobediencia está en boga y desde los medios independentistas, y, a veces, con el apoyo de algunos doctrinarios, se difunde un silogismo tan simple como falso: las acusaciones de desobediencia presuponen como orden normal la obediencia, y eso implica priorizar el principio de autoridad por encima de la democracia. A partir de tan agudo razonamiento se legitima cualquier acto jurídicamente constitutivo de desobediencia, que pasa a tener un valor casi épico.

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