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Medicina estadística, cloroquina e hipertensión en la era del coronavirus
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Medicina estadística, cloroquina e hipertensión en la era del coronavirus

Hace tiempo que la medicina se apoya en la estadística para sus predicciones. Hace tiempo que los médicos se comunican con sus pacientes y familiares calculando el porcentaje de curación

Foto: Una enfermera ayuda a un paciente a realizar una videollamada con sus familiares en el hospital Bischwiller, cerca de Estrasburgo (Francia). (EFE)
Una enfermera ayuda a un paciente a realizar una videollamada con sus familiares en el hospital Bischwiller, cerca de Estrasburgo (Francia). (EFE)

Hace tiempo que la medicina se apoya en la estadística para sus predicciones. Hace tiempo que los médicos se comunican con sus pacientes y familiares calculando el porcentaje de curación una vez diagnosticada la enfermedad y su velocidad de desarrollo. Ya no se padece un mal, con toda la carga negativa que conlleva la semántica clínica, sino que se valora la matemática favorable a la sanación.

Siempre ha sido difícil la comunicación entre el saber médico y el temor del paciente. De entre estos últimos los hay que siguen ciegamente las decisiones de su doctor de confianza, los hay también que no quieren saber nada, pero hay muchos otros que tratan de comprender su estado o el de sus allegados. Este último segmento va en aumento como lo corrobora que algunas series de mucho éxito televisivo tengan los debates clínicos en hospitales como elemento narrativo de interés, de 'Urgencias' a 'House', 'The Good Doctor', 'Anatomía de Grey' o 'The Knick', por citar solo algunas de las ficciones más relevantes.

No obstante, la estadística aplicada a la medicina no había tenido un protagonismo tan central como en la actual epidemia de coronavirus. Entre la curva y el pico, matemáticos y portavoces gubernamentales salen cada día a contabilizar casos y decesos, incluyendo ritmos de aceleración o frenada en las líneas de evolución de la epidemia, con cada vez más abundantes cálculos detallados e infografías por países, autonomías, franjas de edad y de género, etc.

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Cuatro semanas después del decreto de alarma y absorbidos por la estadística ya es una evidencia que, con el actual caos en la metodología de recuento de los datos que se proporcionan, no es posible predecir nada; ni siquiera llevar a cabo una mínima aproximación al curso de los acontecimientos. Háganse a la idea, porque camino de los 200.000 contagios que nos anuncian las autoridades sanitarias españolas, algunos centros de computación internacionales —del Imperial College a la Universidad de Oxford—, hablan de millones de personas infectadas en España, en torno a 7 según sus cálculos medios siendo optimistas.

Como cualquier persona avezada podrá comprobar, hace tiempo que la medición de contagios y decesos es muy distinta de unos lugares a otros, incluso se ha ido modificando el método de contabilidad en función del control o descontrol de la epidemia. Y en países donde se ha federalizado la sanidad, como en los Estados Unidos o nuestro propio país, resulta todavía más complejo hacerse una idea certera de lo que realmente está ocurriendo en términos numéricos con el virus. Sobre China, además, pesa la sospecha de que no han facilitado toda la información posible sobre su brote originario, tratando de evitar la penalización a su prestigio como nación. Así pues, los datos, y menos aún las comparaciones de datos, resultan caóticas en estos momentos. En ese contexto puede que, únicamente, las cifras sobre personas ingresadas en unidades hospitalarias de cuidados intensivos sean relativamente fiables para conocer la evolución de la epidemia.

La Sanidad occidental en fuera de juego

Ese es uno de los debates surgidos en torno a la pandemia. El otro es la falta de previsión de autoridades políticas y sanitarias al respecto. Los países del Lejano Oriente, los llamados dragones del Pacífico, lo han entendido a la primera porque tenían la experiencia del anterior SARS y del hecho de que con frecuencia sea China el origen de buena parte de los coronavirus conocidos, que incluyen algunos patógenos que provocan los habituales constipados invernales y tienen su reservorio en animales silvestres, en especial en los murciélagos.

En países donde se ha federalizado la sanidad, como en los EEUU o nuestro país, es todavía más complejo hacerse una idea certera de lo que ocurre

Las hipótesis sobre el supuesto éxito de los países asiáticos en su lucha contra el coronavirus son diversas, e invocan tanto el espíritu disciplinado de la colectividad derivado de las enseñanzas filosóficas de Confucio como el carácter autoritario del Partido Comunista chino. Tal vez los orientales, tan egoístas como los occidentales, creen más en el grupo como agente protector frente al individualismo que la autonomía librepensadora de Occidente ha propiciado en nuestras sociedades avanzadas.

Pero habrá que tener en cuenta, además, que China, como hemos comentado, es fuente permanente y originaria de virus que se transmiten de animales a humanos, entre otras razones por las exóticas costumbres culinarias de algunos de sus territorios, donde siguen practicando el peligroso consumo de animales salvajes sin controles sanitarios. En ese sentido conviene recordar los avances en higiene alimentaria que se han producido en las últimas décadas en Occidente, con medidas como los controles en la manipulación de alimentos o la prohibición de productos como la sangre de animales, determinadas vísceras o leches sin pasteurizar.

Lo que está claro es que la Sanidad occidental no ha tenido perspicacia alguna respecto al Covid-19. A pesar de que la mayor parte de las mejores revistas médicas internacionales liberaron muy pronto el acceso a los nuevos artículos sobre el coronavirus, muchos procedentes de los propios científicos chinos que alertaban sobre las características distintivas del mismo, durante demasiado tiempo no hubo ningún estudio a pie de campo —en Wuham— de científicos occidentales o de la OMS. Durante semanas, las autoridades sanitarias occidentales —y no solo las españolas—, compararon el Covid-19 con una simple gripe, despreciaron sus índices de letalidad —que ahora sabemos que se ponderaban de modo inapropiado—, pensando que estaba demasiado lejos y que, en cualquier caso, sería relativamente fácil aislarlo y atenuarlo como ocurrió con la gripe A, el SARS o incluso el ébola.

Pero dos factores derrumbaron por completo las previsiones: en torno al 80% de los contagiados eran asintomáticos pero, a la vez, transmitían el virus, y en un mundo más globalizado que nunca y con una capacidad de interconexión con China que se ha multiplicado en los últimos años. No toda la comunidad médica reaccionó así de displicente. En Italia, nada más conocerse los primeros contagios que provocaron el confinamiento de Codogno y otras pequeñas poblaciones cercanas a Milán en la Lombardía, un prestigioso virólogo italiano con prácticas médicas en los EEUU comparó el Covid-19 con la gripe española de 1918, la pandemia que mató a 50 millones de personas. La mayor parte de sus colegas refutaron sus presagios y le tildaron de apocalíptico y de buscar protagonismo en los medios. En nuestro país también ha habido científicos médicos que han puesto en solfa las previsiones del Centro Nacional de Alertas y Emergencias Sanitarias, cuyo portavoz es el conocido y criticado Fernando Simón, el doctor del jersey. Algunas de esas críticas, no obstante, han sido ideológicamente interesadas pues proceden de personas muy vinculadas a la oposición política, e incluso al nacionalismo catalán.

placeholder Personal sanitario, durante su jornada de trabajo en una planta del Hospital Puerta de Hierro de Madrid. (EFE)
Personal sanitario, durante su jornada de trabajo en una planta del Hospital Puerta de Hierro de Madrid. (EFE)

Lo cierto es que Simón y los asesores en los primeros momentos del Ministerio de Sanidad no tenían ningún plan B. Confiaban en el prestigio del Servicio Nacional de Salud —ahora desperdigado por las autonomías y con bastante poca capacidad de coordinación, como se ha podido comprobar—. No se percataron siquiera de que las farmacias españolas habían quedado totalmente desabastecidas de mascarillas y geles desinfectantes a lo largo del mes de febrero y que incluso se producían fenómenos de acaparamiento. Casi al mismo tiempo, otro médico de prestigio, un español al frente del instituto de patógenos emergentes del hospital Monte Sinaí de Nueva York, Adolfo García-Sastre, alertaba de los peligros que el colapso del sistema sanitario podría producir. Se trataba de conseguir promediar los contagios —que ya consideraban inevitables— dada la alta capacidad del Covid-19 para transmitirse y de su rapidísima multiplicación en las vías respiratorias superiores. Para García-Sastre era evidente que ningún sistema sanitario actual sería capaz de soportar el estrés de un contagio masivo de coronavirus en pocos días, como así finalmente ha ido sucediendo primero en Wuhan y luego en Lombardía, Madrid, la propia Nueva York y ahora en Francia e Inglaterra.

Foto: Reproducción de la época de cómo se transmitía la enfermedad (Anuario de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga).

Para cuando esto ha sucedido, tanto las autoridades médicas como políticas han descubierto que la industria occidental, incluida la sanitaria, lleva años deslocalizada, precisamente en China, y que opera según criterios de 'just in time', esto es, que compra al día según pedido y ya no tiene capacidad de almacenaje de materias primas para sus manufacturas: ni alcohol ni plásticos, ni telas especiales… con los que producir artículos de urgencia en esta crisis: mascarillas, geles y, en especial, respiradores y equipamiento protector personal para sanitarios. La criminalización del plástico, esencial para la fabricación de guantes de látex, gafas protectoras y tubos de respiración, ha hecho el resto. El propio García-Sastre, que predice la recurrencia de epidemias virales importantes cada 20 o 30 años en los próximos tiempos, exculpa a los sistemas sanitarios occidentales del desastre actual pues ninguno estaba preparado para tan rápida propalación del Covid-19.

Únicamente una política de implementación investigadora y hospitalaria adecuada podría combatir con más eficacia pandemias futuras. Para ello, además del obvio incremento de la inversión en estas áreas, debe de producirse un mayor flujo de información especializada, más ensayos clínicos coordinados y mucha más colaboración entre áreas médicas diferentes, pues no es lo mismo un experto en salud pública y epidemiología que un investigador bioquímico centrado en conocer la cadena genética de un virus o una bacteria, ni mucho menos un internista, un neumólogo o un médico de cuidados intensivos. Y todos ellos resultan protagonistas en la actual pandemia del Covid-19.

La Medicina al rescate

Ya hemos visto que los expertos en salud pública e incluso muchos epidemiólogos, incluyendo los de la OMS, han sido abiertamente superados por la pandemia. Ni ellos ni los políticos a los que asesoraban debían conocer la moraleja del cuento del príncipe hindú y su súbdito Sissa, gracias al cual es fácil comprender cuán rápido y cuánto más puede aumentar un crecimiento exponencial. Autoridades y sanitarios han visto cómo en apenas dos semanas se pasaba de tener un brote confinado en un pequeño círculo de personas a desbocarse con miles de contagiados y centenares de muertos. Así es el crecimiento exponencial.

Con la población infectándose a velocidad de vértigo por culpa de la alta transmisión que caracteriza al Covid-19, y con los microbiólogos estudiando todavía partes sustanciales del comportamiento de este nuevo patógeno, e iniciando una afanosa carrera por desarrollar investigaciones que den con alguna vacuna o algún tratamiento farmacológico eficaz (hay más de 50 proyectos mundiales de vacuna y cerca de un centenar de estudios terapéuticos internacionales en estos momentos), el campo de batalla se trasladó pronto a los hospitales. Y ahí sí, en la principal línea de fuego contra la acción letal del virus, la medicina, la oriental y la occidental, han demostrado un coraje y una capacidad de trabajo inusual, hasta el punto de que la ciudadanía ha originado —en nuestro país— una fórmula de reconocimiento sin precedentes: el ritual del aplauso colectivo desde ventanas y balcones en señal de gratitud hacia el ejército de sanitarios que vienen trabajando en condiciones no muy óptimas contra el gran enemigo microscópico. El parte de bajas en los sanitarios resulta, además, sobrecogedor, y todavía no está lo suficientemente justificado por razones médicas.

placeholder Los vecinos de Santa Cruz de Tenerife salen a los balcones y ventanas de sus casas para aplaudir a los sanitarios que cuidan a los enfermos del coronavirus. (EFE)
Los vecinos de Santa Cruz de Tenerife salen a los balcones y ventanas de sus casas para aplaudir a los sanitarios que cuidan a los enfermos del coronavirus. (EFE)

Cierto es que los médicos chinos de los centros hospitalarios de urgencias, las trincheras principales de esta guerra sanitaria, han ido dejando pistas sobre los problemas y soluciones con los que estaban topando. No obstante, todavía no había escalado la epidemia en Europa cuando en Francia se produjo una controversia médica que ha hecho correr ríos de tinta en la sanidad francesa: Desde el prestigioso hospital universitario de Marsella (el IHU), el director de la unidad del Instituto Mediterráneo de Infección, el reconocido virólogo Didier Raoult anunciaba en un vídeo "el final de la partida" contra el Covid-19. Raoult, con un cierto aspecto de druida, se hacía eco de algunas recomendaciones chinas y coreanas y había utilizado en sus pacientes una medicación que se recomendaba contra la malaria, la cloroquina, de la que además había muchas y baratas existencias. A Raoult le respondieron el Ministerio de Sanidad francés y el Inserm (el instituto de investigaciones sanitarias oficial), los mismos que alertaron contra el ibuprofeno. Recomendar la cloroquina era prematuro y se corrían riesgos.

Para complicar la situación, otros médicos de hospitales franceses añadieron a la medicina antimalaria una segunda terapia: la azitromicina, un antibiótico ampliamente utilizado contra las neumonías. Mientras en Francia ha seguido la polémica, que ahora se ha trasladado a los Estados Unidos, con el presidente Donald Trump defendiendo el uso de la cloroquina contra la opinión de sus propios asesores sanitarios, en Italia y en España el propio Ministerio de Sanidad ha recomendado esta terapia. Así que en España se está administrando hidroxicloroquina antipalúdica a pesar de sus efectos secundarios porque, según parece, funciona, y más todavía combinada con el mencionado antibiótico. Tal vez esta osadía médica explique el alto índice de curaciones que ostentan los hospitales españoles, o tal vez sea la abnegación y el valor de sus recursos humanos, pues los materiales están fuera de control desde hace semanas, para lo cual medio país ha tenido que ponerse a buscar mascarillas o a fabricar respiradores.

En España se está ganando la batalla al Covid-19 en las UCI, contando además con unos niveles de colaboración social sin precedentes

En cualquier caso, en España se está ganando la batalla de las UCI, contando además con unos niveles de colaboración social sin precedentes. Médicos españoles han despejado también el desarrollo de la enfermedad neumónica del Covid-19 y han adaptado sus terapias al mismo. Al parecer no es la infección en sí lo que provoca la muerte del enfermo sino la sobreactuación del sistema inmunológico una vez el virus se multiplica en los dos pulmones. Ese exceso inmunológico provocaría una inflamación generalizada de órganos vitales y conduciría a una situación irreversible. Los neumólogos e internistas españoles de urgencias han entendido, sin embargo, que en la fase de la infección hay que combatir al virus con la cloroquina pero una vez se pasa o se está cerca de pasar a la fase inflamatoria hay que olvidarse del virus y proceder a desinflamar al enfermo con corticoides. En saber manejar los tiempos y la medicación estaría la clave de la sanación de los enfermos graves del virus.

Por qué los grandes brotes en Italia y España

La última cuestión que nos gustaría plantear no trata de explicar ninguna de las abundantes teorías conspirativas que circulan en torno al coronavirus SARS-CoV-2. Algunas muy difundidas, como las que señalan la existencia de un laboratorio biológico militar en Wuhan, de donde pudo haberse escapado el bicho. U otras, más especulares y relativas a supuestas guerras microbióticas entre los EEUU y China, además de las que suponen que Bill Gates es una especie de gurú con poderes en el más allá porque tras la crisis del ébola trató de concienciar a la Humanidad de los riesgos de las epidemias víricas. Hay teorías aún más increíbles, como las del doctor norteamericano Thomas Cowan, quien en la reciente cumbre de salud y derechos humanos en Tucson, Arizona, vino a explicar la estrecha relación existente entre los virus —una excrecencia biológica según los define— y la contaminación radiológica. Para Cowan no es casualidad que la gripe española de 1918 se produjera en un momento de fuerte expansión de las emisiones de radio, o que el Covid-19 coincida ahora con la llegada del 5G en las telecomunicaciones.

Mucho más significativos que tales conspiraciones resultan los conocimientos que se están adquiriendo respecto al comportamiento del coronavirus específico que causa el Covid-19, del que no se tenía más idea que su parecido a otros patógenos anteriores —el SARS o el MERS—, pero poco más. Es verdad que muy pronto se descifró su composición primaria y que se supo que utilizaba su "corona" de proteínas para enlazar —toscamente, al parecer— con la enzima ECA2 —ACE2 en inglés— gracias a la cual penetraba en las células humanas desde donde se reproducía por millones. Pero todavía se desconocen aspectos fundamentales del virus, tantos que se entiende el despiste general que han sufrido los grupos de salud pública en el mundo. De nuevo es la estadística la que echa un cable a la medicina: los datos reseñan que el virus es mayoritariamente asintomático, que cursa con síntomas leves y que afecta con mayor gravedad a personas mayores, a hombres más que a mujeres y a enfermos de patologías previas como cardiopatías, hipertensión o diabetes. Pero todavía no se sabe por qué estos rasgos, o las causas por las que se producen excepciones, como tampoco se conocen las repercusiones de la sobreexposición al virus o la llamada carga vírica de las gotas infectadas que un individuo puede contagiar o por las que puede ser contagiado.

Foto: Un médico del hospital Mount Sinai en Nueva York. (Reuters)

El caso de la hipertensión es particularmente opaco. Durante la primera gran oleada del virus en China, un virólogo mexicano entrevistado por un prestigioso medio nacional vino a decir que el problema de los hipertensos procedía de su hiperactividad, lo que facilitaba su contagio. Tiempo después se concluyó que el problema no era la presión sanguínea alta sino la medicación para moderarla. En concreto se alertaba sobre el hecho de que algunos medicamentos inhibían la enzima ECA2, la misma que utiliza el coronavirus para penetrar en las células y presente en los pulmones, lo que podría acelerar la gravedad de la infección vírica.

Frente a estas noticias tanto el Ministerio de Sanidad francés como el español se posicionaron para frenar las conclusiones contra la medicación antihipertensiva: no hay ningún estudio clínico que corrobore tales supuestos. Pero muchos médicos, ante la duda, han venido optando por cambiar a sus pacientes el grupo terapéutico con el que controlan la tensión arterial. Hasta que doctores chinos de hospitales y el reconocido internista de Harvard, Leo Galland, han dictaminado todo lo contrario: los pacientes hipertensos tratados con medicamentos BRA que bloquean la angiotensina II —una hormona vasoconstrictora— que se produce gracias a nuestra amiga la enzima ECA2 de los pulmones, estarían en mejores condiciones de mejorar frente al Covid-19, dado que el virus provoca el "agotamiento" de la enzima, y cuantas más enzimas menos agotamiento. Todo un lío en un apasionado debate médico de ahora mismo.

Y algo parecido ocurre con las hipótesis térmicas y geográficas. A estas alturas, por ejemplo, sabemos poco de la posible transmisión del coronavirus por el agua, por los alimentos o incluso por la actividad sexual. Se supone que con el calor se mitigará su actividad, pero nadie está seguro de ello, como tampoco del carácter estacional del virus, mientras todo el mundo se prepara para una segunda oleada del Covid-19 una vez concluyan las cuarentenas, segunda oleada que en el caso de la gripe del 18 fue la realmente mortífera. Un estudio universitario norteamericano, también estadístico, concluía hace la eternidad de un mes que el Covid-19 mostraba brotes mucho más intensos en una franja geográfica del hemisferio norte coincidiendo con temperaturas entre 6 y 22 grados y una humedad menor al 60%.

placeholder Varias personas en la vacía Times Square de Nueva York por las medidas de confinamiento decretadas en EEUU. (Reuters)
Varias personas en la vacía Times Square de Nueva York por las medidas de confinamiento decretadas en EEUU. (Reuters)

Nada de eso se ha demostrado por más que en esa franja coincidan el Wuham chino, Italia, España y Estados Unidos, así como otros muchos países con una incidencia de contagios mucho más baja. Otro estudio geográfico, este de la Universidad de Alicante, concluye que el virus no se trasmite por el aire, dado que si fuera así la corriente principal desde China tomaría la dirección este y no la contraria, como ha ocurrido con el Covid-19: luego sería el contagio directo entre personas el que actúa en esta enfermedad. Hay quien, en cambio, atribuye a la cultura social de los latinos la persistencia e intensidad del brote vírico en España e Italia. Más sociabilidad, una mayor calidad de vida gracias a la dieta mediterránea, una genética más inmunológica, una demografía con pirámides de población más envejecida gracias también a la saludable actitud ante la existencia de españoles e italianos… todo esto por separado o a la vez, estaría jugando en contra de ambos países. Pero resulta también contradictorio que únicamente ocurra aquí, y que países como Grecia, Portugal o Malta, tan mediterráneos como nosotros, tengan unos índices muy bajos de padecimientos por el Covid-19.

Tampoco Nueva York o Nueva Jersey, donde ahora el virus está atacando con mayor virulencia, se asemejan demasiado a las formas de vida mediterráneas, y es la hora en que está por ver, del mismo modo, cómo se comporta el Covid-19 en países como el Reino Unido, Alemania, Rusia o los territorios escandinavos, periféricos a la crisis sanitaria hasta la fecha.

Como han podido comprobar, todo un océano de dudas. Y esa es la principal conclusión actual de la pandemia provocada por este coronavirus: que la ciencia no es todopoderosa y que necesita tiempo y recursos para llegar al conocimiento complejo de las cosas, y que por más que hayamos convertido el planeta en nuestro chalet de vacaciones, seguimos a merced de los dioses de la naturaleza y padeciendo una fragilidad biológica ciertamente inevitable. El hombre, cada vez que se enfrenta al drama de la existencia, recibe una lección de humildad.

*Juan Lagardera es periodista y editor.

Hace tiempo que la medicina se apoya en la estadística para sus predicciones. Hace tiempo que los médicos se comunican con sus pacientes y familiares calculando el porcentaje de curación una vez diagnosticada la enfermedad y su velocidad de desarrollo. Ya no se padece un mal, con toda la carga negativa que conlleva la semántica clínica, sino que se valora la matemática favorable a la sanación.

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