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La ética de la erudición versus la ética de la barbarie
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La ética de la erudición versus la ética de la barbarie

Utilizando la metáfora del arte, podríamos decir que tenemos la pintura y los pinceles, pero no a los artesanos para llevar a cabo la obra de arte

Foto: Foto: Pixabay.
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Aunque no siempre, lamentablemente, sean demasiadas las personas que se oponen con firmeza a la barbarie cuando finalmente irrumpe aquí o allá, son muchas las ideas y numerosos los principios y conceptos que nos permitirían enfrentarla de manera contundente. Utilizando la metáfora del arte, podríamos decir que tenemos la pintura y los pinceles, pero no a los artesanos. No contamos, al menos, con todos los que serían necesarios para llenar nuestros edificios de cuadros valiosos y bellos. Y las paredes desnudas y enmohecidas, que son la superficie visible de las vigas estructurales, continúan deteriorándose.

Una de las herramientas que quizá podría ayudarnos, en el empeño de hacer frente a la barbarie, la podemos encontrar en lo que el sociólogo norteamericano Charles Wright Mills, un intelectual creativo y arriesgado, motero a tiempo parcial y rebelde a tiempo completo, denominaba la "ética de la erudición". En su muy celebrado libro, 'La imaginación sociológica', uno de los textos más influyentes, sin duda, en la historia de la disciplina sociológica, publicado originalmente en 1959 y traducido tempranamente al español en 1961, Mills apuntaba lo siguiente:

"La verificación consiste en convencer racionalmente a otros así como a nosotros mismos. Mas para hacerlo debemos seguir las reglas consagradas, sobre todo la regla de que el trabajo se presente de tal suerte, que en todos los momentos esté abierto a la comprobación de los demás. No hay un modo único de hacer esto; pero siempre exige un cuidado y una atención exquisitos para el detalle, la costumbre de ser claro, el examen minucioso y escéptico de los hechos alegados y una infatigable curiosidad acerca de sus posibles significados y su influencia sobre otros hechos y nociones. Exige orden y sistema. En una palabra, exige la práctica firme y consecuente de la ética de la erudición. Si no está presente esto, de nada servirían la técnica ni el método".

Recogiendo el guante que arrojó, en su día, Mills, podríamos plantear una contraposición entre la "ética de la erudición" y la "ética de la barbarie", si es que, por alguna razón, consideráramos legítimo aceptar que la barbarie (o las barbaries, pues varias son) tiene una ética. Resulta evidente, sin embargo, que posee una serie de estéticas, más o menos, según los casos, estrafalarias y estrambóticas.

Recogiendo el guante de Mills, podríamos plantear una contraposición entre la "ética de la erudición" y la "ética de la barbarie"

Si esta contraposición tiene sentido, y damos por perdida, en el confuso magma contemporáneo, la antigua tensión entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad que formulara Max Weber, tendríamos, por un lado, esa "ética de la erudición" que remite al cuidado de los materiales intelectuales, de los conceptos, ideas y teorías, de los datos, de los documentos, de los análisis, y, en el otro extremo, encontraríamos una "ética de la barbarie" caracterizada por el descuido y la irresponsabilidad, la especulación, las afirmaciones excesivas sin base, los datos crudos carentes de significado, las teorizaciones que no pasarían ninguna prueba de verificación, la cantidad ingente de tonterías y estupideces de toda índole que no tenemos más remedio que escuchar o leer una y otra vez en nuestra muy sufrida y no menos desquiciada realidad social.

Los conceptos, ideas y teorías, datos, documentos y análisis vs. la irresponsabilidad, especulación, las afirmaciones excesivas sin base, los datos crudos

La "ética de la erudición" contribuye, sin duda, a que seamos capaces de comprender de manera tentativa y provisional un poco mejor el mundo social que habitamos, está orientada a la extensión democrática de los conocimientos y a la mejora de la calidad de la democracia misma. La "ética de la barbarie" conduce potencialmente, por el contrario, a la barbarie misma, al irracionalismo antidemocrático, por la vía de la exaltación de la ignorancia voluntaria y la construcción de mundos fantasmagóricos sin base en la realidad, que son pura imaginación, significantes vacíos a la caza de mal informados y mal formados ciudadanos. De este modo, se garantiza la perpetuación de prejuicios varios y diversos, así como la generación de mitos generalmente dañinos y perjudiciales para la convivencia y para la posibilidad del normal funcionamiento de la esfera pública. Eso por no hablar de la posición en la que nos sitúa ante el reto de poder plantear la posibilidad de pensar siquiera en mejorar las imperfectas democracias que habitamos, o lo que significa para imaginar la posibilidad de alcanzar un mejor conocimiento de la realidad social que nos envuelve y en la que todos, unos y otros, gozamos y sufrimos.

Aunque no se desprende directamente del fragmento que aquí he citado, no cabe duda de que Mills al apelar a la "ética de la erudición" se refería también, al mismo tiempo, a la necesidad de regresar, una y otra vez, a un conocimiento que a los ojos de los bárbaros se presenta como inútil y secundario: el acervo de la entera producción de las ciencias sociales. Uno de los objetivos de su libro era reivindicar la curiosidad, el atrevimiento, la excitación intelectual juguetona que él atribuía a los clásicos; en otras palabras, elogiaba, pues, su creatividad y su valentía a la hora de estudiar los más variados y complejos problemas sociales. En la ya larga tradición intelectual más heterodoxa, que hunde sin disimulo sus raíces en la Ilustración, siempre que no haya imaginación, riesgo, juego y originalidad, el trabajo que se realiza carece de valor. Lo verdaderamente significativo era pues, para Mills, la artesanía intelectual.

Ortega y Gasset, desde otro punto de vista paradigmático e ideológico, y algunos años antes que Mills, pensaba en algo parecido cuando reivindicaba la labor esencial del ensimismamiento, cuya trascendencia excedía los estrechos límites del mundo intelectual para extender sus potencialidades emancipadoras a todos los rincones de lo social. El ensimismamiento es, en estos días, un concepto tan marciano y viejuno, por decirlo así, como la autoexigencia de la que nos hablaba el propio Ortega.

Mills encontraba esas virtudes en los clásicos de las ciencias sociales, mientras se lamentaba del espíritu burocratizado y tristón, falto de imaginación, que producía un pensamiento rutinario, repetitivo, construido con recetas precocinadas, de sus contemporáneos. Ya sabemos dónde condujo la burocratización de las inteligencias y de las sociedades a lo largo del siglo XX; su más perfecta encarnación fueron los regímenes totalitarios, pero tampoco estuvo ausente en el seno de algunas de las mejores democracias de la época, en sus periodos más sofocantes y estériles. Desconocemos, todavía, a dónde podría conducirnos el abrazar esa "ética de la erudición" 'millsiana', pues, qué le vamos a hacer, la historia no le ha dado una oportunidad sostenida a este ideal, aunque hemos visto sus destellos en los periodos más prósperos y luminosos.

Mills encontraba esas virtudes en los clásicos de las ciencias sociales, mientras se lamentaba del espíritu burocratizado y tristón

Con certeza, vivimos tiempos difíciles para defender una apuesta como la de Mills, pero cuándo, en realidad, ha sido el momento adecuado o incluso un buen momento para hacer cualquier cosa. Lo peor de nuestra tradición social, intelectual y política nos invita a quedarnos sentados y no hacer nada; dejar que las cosas sucedan y, como mucho, reaccionar 'a posteriori'. No arriesgo demasiado si afirmo que haría un enorme bien a las maltrechas ciencias sociales, al muy mejorable debate púbico y a la democracia misma que cada vez más gente se uniera a esta "ética de la erudición", haciendo posible, así, su promesa democratizadora. Quién sabe si en ese caso podríamos hacer frente a las "éticas de las barbaries" o a las sombrías "estéticas de las barbaries", cuya centralidad social, para qué seguir negándolo, anega ya, como una ciénaga pseudointelectual y pseudopolítica en un edificio social crecientemente lleno de lodo, buena parte de nuestros desvelos y angustias cotidianas.

*Alberto J. Ribes es profesor contratado Doctor / Lecturer en la Universidad Complutense de Madrid.

Aunque no siempre, lamentablemente, sean demasiadas las personas que se oponen con firmeza a la barbarie cuando finalmente irrumpe aquí o allá, son muchas las ideas y numerosos los principios y conceptos que nos permitirían enfrentarla de manera contundente. Utilizando la metáfora del arte, podríamos decir que tenemos la pintura y los pinceles, pero no a los artesanos. No contamos, al menos, con todos los que serían necesarios para llenar nuestros edificios de cuadros valiosos y bellos. Y las paredes desnudas y enmohecidas, que son la superficie visible de las vigas estructurales, continúan deteriorándose.

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