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Un profesor asesinado, uno de los nuestros

El asesinato a 50 kilómetros de París no es un acontecimiento aislado, no se trata de un crimen perpetrado por un loco, ni tan siquiera procurado por la ceguera delirante del fundamentalismo

Foto: Manifestantes homenajean a Samuel Paty. (Reuters)
Manifestantes homenajean a Samuel Paty. (Reuters)

París. Una escuela de la República. Un profesor de historia asesinado. No hay peor escena imaginable, incluso por lo simbólico, para resumir un suceso que tiene algo de diabólico y mucho de apocalíptico. Son demasiados signos, demasiadas coincidencias, demasiadas antorchas de ejércitos enemigos sobre el perfil de la montaña advirtiéndonos de que hay algo que se acaba. Un suceso tan horrible como el asesinato de un profesor de Historia francés a manos de un terrorista islamista no puede agotarse en sí mismo. Tiene que ser, necesariamente, el signo de otra cosa.

En los próximos días, se sucederán lecturas 'sociologistas' y espectadores remotos del espantoso suceso intentarán volver a confirmar sus sofisticadas teorías. Los unos y los otros. El extremo conservador certificará la imposible interculturalidad y la izquierda más manierista intentará coleccionar matices con los que disolver la rotundidad moral de un asesinato execrable por motivos religiosos. Centenares de pianistas publicarán vídeos en Instagram tocando 'Imagine' y la fatiga más sencilla nos llevará a concluir lo mal que se está poniendo el mundo. Y no sabemos hasta qué punto.

Foto: Manifestación este domingo en París. (EFE)

Pero la infamia no es más que una condición de lo humano. La masacre del 'Charlie Hebdo' o las 89 personas asesinadas en la Sala Bataclán por el Daesh han convertido París, tantas veces París y su periferia, en un escenario ilógico y absurdo para el encuentro entre la civilización y la barbarie. Por no ser, no resulta ni novedoso, si no fuera porque esta vez hay algo distinto.

El asesinato de un profesor a 50 kilómetros de París no es un acontecimiento aislado, no se trata de un crimen perpetrado por un loco, ni tan siquiera procurado por la ceguera delirante del fundamentalismo islámico. El atentado contra la República que ha consignado Emmanuel Macron no se agota en el gesto vil, criminal y aborrecible de un hombre que mata a otro hombre. “Uno de nuestros ciudadanos ha sido asesinado por enseñar”, ha dicho el presidente, y me pregunto quién podría pronunciar esas palabras y qué significado tendrían en esta España nuestra. El verdadero crimen contra los valores republicanos había ocurrido ya antes, cuando algunos padres de alumnos se habían atrevido a sugerirle a un profesor de Historia que la exhibición de caricaturas de Mahoma estaba fuera de lugar. La turba contra el hombre justo es el capítulo más repetido de nuestra historia.

El mal jamás ha triunfado por la acción de una minoría perversa: solo ha podido imponerse cuando una mayoría de hombres buenos se han callado, han mirado para otro lado o se han idiotizado. La afrenta contra la divisa revolucionaria que se yergue en el frontispicio de todas las escuelas francesas viene dándose cada vez que la libertad de un docente se siente amenazada. Cualquiera que se interrogue sobre si unas caricaturas pueden ofender o no estará colaborando con la degradación civil que hace posibles este tipo de crímenes y otros. Recordemos, a este respecto, que el derecho a ofender es un sagrado derecho democrático, como en sus mejores días recordara Manuel Valls.

Pero aquí no hay ninguna guerra: sencillamente, hay un suicidio

Sí hay, pues, mucho de nuevo en este crimen terrorista. La antigua luminaria de Occidente se está viendo opacada por el rencor de unos y por la inmolación espiritual a la que parecen condenarnos otros. Cualquier yihadista, como cualquier otro asesino, no hace más que cumplir con una vocación criminal. Frente a esa pulsión por la barbarie, hasta hace muy poco, podíamos responder con la rotundidad de todo nuestro canon civilizatorio; para cada amenaza siempre habría una Madame de Staël, un Montaigne o un Danton desde los que poder inspirar una respuesta.

Hoy, hemos decidido renunciar a esa defensa. Hace apenas unos meses, a escasos metros de la Académie Française, unos jóvenes autosignados como “antirracistas” profanaron la estatua de Léon-Ernest Drivier consagrada a Voltaire. Un Voltaire al que, por cierto, debemos gran parte del utillaje conceptual con el que conjurar el fanatismo religioso. Muchos analistas volvieron a escayolarse el meñique para interpretar este tipo de gestos como un epifenómeno de lo que algunos denominan la guerra cultural.

Pero aquí no hay ninguna guerra: sencillamente, hay un suicidio. Cuando hayamos tirado todas las estatuas, cuando hayamos revocado todos los referentes que hicieron posible nuestras democracias, y cuando el complejo y la culpa nos hayan devorado hasta defenestrar todo lo que había de valioso en nuestra cultura, no nos quedará ni siquiera un símbolo con el que cubrir nuestro féretro. Y cuidado con decir que el infierno son los otros. Porque nosotros, al contrario que Sartre, ya ni siquiera creemos en el infierno.

*Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

París. Una escuela de la República. Un profesor de historia asesinado. No hay peor escena imaginable, incluso por lo simbólico, para resumir un suceso que tiene algo de diabólico y mucho de apocalíptico. Son demasiados signos, demasiadas coincidencias, demasiadas antorchas de ejércitos enemigos sobre el perfil de la montaña advirtiéndonos de que hay algo que se acaba. Un suceso tan horrible como el asesinato de un profesor de Historia francés a manos de un terrorista islamista no puede agotarse en sí mismo. Tiene que ser, necesariamente, el signo de otra cosa.

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